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Por Juan Jesús Jiménez

Puebla, México, 13 de septiembre de 2021 [01:03 GMT-5] (Neotraba)

Creo que un país es su silencio más que las postales que les llegan a los extranjeros. Es una ventaja encontrar ese silencio en las canciones del camión: https://youtu.be/6ST0vmyCICc

El léxico mexicano es tan corto como útil. Pocas palabras pueden navegar entre las realidades de un país tan abismal como lo es México. Sin embargo, la comunicación entre las experiencias de una realidad y otra parecen sostenerse en unos pocos hilos de cultura discriminatoria, entre quienes la observan y los que forman parte del panorama. Palabras que transparentan las venas de un país herido en los sonidos de una conversación entre ellos y nosotros.

Seguramente, cuando Bocanegra afinaba los detalles de la composición, no se imaginó que dentro de la frase “mexicanos al grito de guerra”, el término mexicanos se hiciera tan basto en sus costumbres y formas. Mexicanos en el extranjero, mexicanos ricos, mexicanos pobres, mexicanos del norte, mexicanos del sur La pregunta obvia sería “¿a qué mexicanos se refiere?”, pero la pregunta más pertinente es: ¿Qué México entona el himno hoy en día?

Es innegable, este tipo de separaciones son tan viejas como lo sería un estereotipo general del mexicano. Por eso mismo, la separación cultural entre zonas como el norte o el sur es muy notable, o incluso entre el centro y el resto del país. Desde mucho antes que esta tierra fuese nombrada, cuando el mundo era joven e inexplorado, la mega diversidad de culturas que hallaban su lugar entre cuencas hídricas y ríos, existían la separación. A veces de forma violenta, a veces de forma pacífica.

Pero, con todos los procesos que nos volvieron un país a imagen y semejanza del occidente europeo, identificamos un mote particular para todo nacido entre las fronteras del país. Se nos asignó una patria, un nombre para cada cerro, cada montaña y lago, se construyeron ciudades, vivimos en ellas. La tierra se hizo nuestra por costumbre, pero no por derecho y, en las guerras tan burdas e irremediables, grabamos en la tinta y sangre el nombre de este país. México, como cualquier nación en el mundo, se hizo de sus hijos por medio de la deuda que muchos otros dejaron implícita en el reconocimiento erróneo de ustedes.

Ustedes liberales, ustedes conservadores, ustedes realistas, ustedes insurgentes, ustedes revolucionarios, ustedes carrancistas, zapatistas, obregonistas, sanguinarios todos. Es curioso plantearlo de esta forma, porque ahora podemos observar con repudio a este pasado bélico, reconocer que la única sangre que se apropió de una parte de nuestra bandera, fue la de personas no muy distintas a nosotros. No de monstruos, no de demonios que desean derribar el status quo como nos hicieron creer. No eran ellos, éramos nosotros, y con el paso de cada dictador por la silla presidencial, con cada hombre muerto en los llanos, en las casas, la tierra llamaba a sus fauces el pago de una apropiación forzada: sangre.

Fue así como llegamos a la modernidad, abatidos del polvo y las balas guardadas por cientos en los órganos de revolucionarios fatigados de pelea. Además, en medio de un mundo que ya no conocíamos y nunca terminamos de entender, al que mimetizamos de pura suerte por tener un coloso consumista en el norte, que pronto vio el tablero del mundo y vio debajo de sus fauces una Latinoamérica herida por historias de sangre parecidas a la de México. Fue así que se nos regaló un nosotros artificial, donde incluso sin las figuras de caciques o hacendados, las carencias entre las clases más vulnerables resurgieron en el silencio de las comunidades apartadas, las ignoradas por el paso de la electricidad o las comunicaciones. En las clases medias que a cada momento lidiaban con los problemas que tanto la clase política como la clase alta decidían no mirar o desconocían por completo.

Entre los momentos que México ostentaba logros como el milagro mexicano, el desarrollo del cine de oro, la explosión cultural; había cientos de miles que se jugaban a la suerte su propia existencia. Salían a las calles de un entorno urbano, ya sin oportunidades, sin nada conocido, enfrentando el brillo del sol y las banderas que se dejaban ver en Reforma, dejando escapar el único término que podía expresar su decepción: chale

Asaltos, secuestros, extorsiones, dejaron entrever a finales del Siglo XX los horrores que depararía esa llaga abierta para el Siglo XXI. Narcoestados, ejecuciones, corrupción, muerte de inocentes. ¿Seguiremos pagando esa deuda de sangre por tener esta tierra? Lo más común hoy en día es encontrar foros llenos de personas avejentadas por un avance tecnológico voraz, que los hicieron temer de los caminos que sigue la gente, que deparan el olvido de su propio legado, de los VHS, de los días en que ir al cine era mejor que rentar algo en Blockbuster, y ven ahora, en un mundo tan diferente al que vieron en su juventud, el fin.

Tal vez, para la gente que pudo adecuarse a estos cambios porque tenía el dinero para solventarlos, no lo notó sino hasta la introducción de los primeros celulares, pero cosas que ahora vemos tan normales como una televisión, fueron en su tiempo un parteaguas para la clase media y baja. Quizá por ese cambio tan repentino que representó la entrada de México en los mercados internacionales, la voz del miedo incitó a las clases más desfavorecidas a huir. Escapar de lo que sea que venía detrás de ellos, como un monstruo sin forma, que aun así podía engullir familias enteras entre la falta de oportunidades y la precariedad, romantizada por las telenovelas una y otra vez.

Con el tiempo, adecuamos nuestro existir a las comodidades de un síndrome de Estocolmo entre el trabajo agobiante y la apología de un sistema indiferente. La revisión de las realidades del país era en su mayoría precaria, desconocida, pero nunca sin perder un mote que a precio de pólvora y sangre ganamos. El mexicano, se veía a sí mismo como un chiste abstracto y retorcido de los problemas que la postmodernidad tenía encima desde sus inicios, siempre en el intento de imitar estilos de vida que no iban con las cosas que ya existían aquí.

De la noche a la mañana, el país se llenó de megaindustrias, banqueros, créditos, deudas, finanzas, hipotecas, salarios mínimos. Puede que, en este punto, los pocos bastiones políticos que eran las comunidades rurales hallaran en el nombre del progreso y la modernización un cheque en blanco con el nombre del más abusivo y desalmado. Aquel que pusiera la vida de tantos en trabajos de mala calidad y poco trabajo social, recluyera a cualquiera que se reconociera mexicano como una caricatura del obrero promedio. Condenándolo a trabajar gran parte de su vida para dejar algunas cosas a sus hijos, tal vez una casa que no dejaría de pagar, un auto a créditos de años, o algo tan pequeño como los aparatos domésticos que, para dentro de dos, años dejarían de funcionar.

Mientras tanto, las cosas afuera empeoraban, se destapaban más fosas comunes y se desataban las primeras olas de violencia entre los hijos de los primeros que vieron en México, una tierra de paso para trabajar de forma ilegal enfrente de todos. Luego hubo una especie de guerra civil de la que los únicos afectados eran las personas que no podían correr más rápido que una bala, o que eran un blanco cruzado entre el orden, y un problema que se había gestado desde hace varias décadas. Una vez más el discurso era ustedes los malos y nosotros los buenos. Casi 200 años de ser un país y el argumento más frecuentado viene en la diferenciación de rasgos totalitarios, vaya tontería.

Luego, decidimos que era mejor que todo operara bajo del agua, asumiendo el riesgo silencioso que eso representaba a largo plazo, dejando en un acuerdo frágil a costa de crear un cementerio y llamarlo “paz”. Volvimos al viejo lodazal, a las costumbres más cotidianas de corrupción a todas voces pero a pocos ojos. Volvimos a comprometer el crecimiento de unos cuantos en las espaldas de la mayoría, todo parecía volver al punto de partida hasta que esa mayoría, cansada de apuntar con el dedo a falsos culpables, decidió mirar a otra parte y cambiar de rumbo. Sabrá la historia si esto lo recordaremos como algo bueno o malo.

Pero incluso en estos aires de alternancia, es común encontrar la eterna disputa entre ellos y nosotros. Incluso con problemas más grandes detrás de nosotros, las manos de las clases baja y media apuntan hacia arriba levantando el dedo de en medio y mentando la madre a quien, de forma irónica, ni siquiera sabe de su existencia. O hallar en estafas piramidales, programas de emprendimiento, a los que miran hacia abajo con desprecio y repudio por expresar en su vivir, una advertencia de que nadie es indiferente a una desigualdad.

Chale, dice quien ve en su celular la idealización de una forma de vida un mote que reconoce como withexican; y chale, también lo puede decir una persona que al ver lo que pasa en comunidades apartadas, se da cuenta que su sufrimiento puede ser nada en comparación.

¿Qué país canta el himno nacional? Pareciera que ninguno, o más bien, tantos que no se puede entender nada. Es de una noche de septiembre, que brotan entre las calles los colores de una bandera fragmentada, que nos refleja a los mexicanos como el águila y la serpiente, como ellos, los que hacen del país un lugar peor, y nosotros, como los que no podemos hacer nada para evitarlo.

Es de una fanfarria que se anuncia la historia tan violenta de nuestro proceder histórico, nuestro genoma violento siendo celebrado en los discursos de gente que probablemente desconocen el significado de lo que gritan y campanean, que tal vez nunca conozcan la complejidad marginal sobre la que ha cimentado su discurso en el desconocimiento de nosotros, los intrusos de esta tierra que ni nombre ni seña tenía, hasta que la pagamos con sangre. Pocas palabras pueden fulminar a eventos tan aislados en una columna como un: chale.


[1] Sí, esto es un chiste. Octavio Paz hizo hace mucho un ensayo muy extraño, interesante y a veces equivocado de la mexicanidad. El laberinto de la soledad es de esos textos incómodos que tienen lo bueno entre lo malo, y que puede ser satirizado en columnas como esta.


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