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Por L. Carlos Sánchez

Hermosillo, Sonora, 05 de julio de 2022 [00:01 GMT-7] (Neotraba)

Miro al cerro. Caminarlo es medicinal. Aprieto los puños por esa inquietud que me ahorca los nervios. Nunca pensé que vivir me causara tanto temblor.

Decían las abuelas, esas que se perdieron por el tiempo, que el desasosiego se combate con un té de azahar, si es de limón, mejor. Vengo entonces a la casa de Abigael Bohórquez, poeta al que conocí cuando escribía para la sección cultura de un semanario ya fenecido. Él vive solo y es un campesino de la palabra. En su jardín colecciona aromas indescifrables.

Vengo, porque en esta casa encuentro un pebetero siempre encendido. Que magia es ver sus llamas sobre el recipiente de peltre, adentro unas hojas de naranjo, el blanco que es azahar y de vapor llena de atmósfera sutil para la respiración.

Cuando adolescente me gustaba oler el jardín de la casa de la tía Chabela. Acariciar la albahaca, la rompía entre mis dedos para untarlo en mi cuello, la lengua, los labios.

Abigael Bohórquez es un niño que rebasa los cincuenta años, con sus huaraches de vaqueta le he visto recorrer los surcos que construyó con sus manos. Lo he mirado también sonreír mientras dice un poema de memoria. La satisfacción de la palabra le alumbra los ojos.

He venido a buscarlo otra vez. Debe ser por la urgencia de un té para amainar el temblor en mis manos. Un té desde las suyas. Admito también que es de tarde y la nostalgia de su voz me hostiga hasta venir a encontrarlo.

Me gusta silbar por su ventana, y ver cómo desde el fondo de su cuarto las notas de un piano, acompañan a Edith Piaf, la cantante francesa. Reniega cuando le cuestiono su preferencia musical, y hierve de coraje como hierve el azahar en el pebetero. Me enfrenta para argumentar el desconcierto que le genera la monotonía de canciones que programan en la radio comercial.

Un día lo miré tomar un florero de cristal en sus manos, moverlo contra mi rostro y sentenciar que si no me callaba, lo hundiría entre mis dientes. Pensé que los poetas no se enfurecían, le dije. Porque además dice en los libros que los poetas proponen la paz.

Fue un dislate, argumentó días después al encontrarme en la calle, dibujando un corazón con una vara de mezquite sobre la tierra. Y otra vez me invitó a pasar a su casa. Tomamos té de flores, porque era quincena y el periódico donde publicaba su página dominical, sobre poetas de la región, le pagaba al partirse el mes.

Hoy he llegado a visitarlo, vine por mi propio pie. Miro la puerta cerrada, el azadón en la esquina del callejón que da al corral de su casa, allá donde los surcos esperan siempre por sus huaraches de vaqueta.

Mis silbidos no funcionan, Abigael Bohórquez no responde. La ventana está abierta, y un vientecillo suena desde el interior del cuarto donde habita la biblioteca, su mesa colorada y un montón de libros. La luz está encendida, la radio en silencio.

Abigael no viene hacia la puerta. Debo esperar, tal vez olvidó que es viernes, que el té es un compromiso tácito. El temblor aumenta. En la banqueta me siento. Las nubes son borregos que no encuentran pastor. Así estoy sin él. Vendrá.


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