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Hermosillo, Sonora, 13 de diciembre de 2023 (Neotraba)

Presentamos un cuento del libro Un menú para el futuro de Heriberto Duarte, publicado por la Editorial Mambo Rock

Mi madre tenía una fonda en medio de dos cantinas. Allí crecí. Abría cuando el sol se estaba metiendo y cerraba hasta que el sol aparecía de nuevo. Sus clientes en mayoría eran personas de la madrugada. Aquel barrio olía a cerveza y a meados. A humo y ceniza.

De la fonda emergían otros olores. De las ollas hirviendo: el menudo, el pozole y los frijoles, eran el altavoz que llamaba. Anunciaban abierto aquel santuario de mi madre. Adentro y bien cerquita de la cocina, olía también a aceite. A cebolla y cilantro. A chile tatemado. A sal. Al perfume Maja que acostumbraba ella rociarse en sus vestidos de muchas flores.

Yo fui un niño feliz dentro de esas paredes amarillas. Esas paredes con calendarios de años que ya pasaron. Calendarios de la tortillería de la que era clienta fiel. De la carnicería y de la verdulería donde también surtía lo necesario para servir platos calientes de bistec ranchero, con su arroz y frijoles puercos, adornados de quesito fresco.

En esas paredes también se le prendía una veladora a San Martín Caballero, unas flores y algunas monedas. Junto al santo estaba apoltronado un radio Lasonic que jamás se movió de lugar. Siempre estaba sintonizada la Kebuena 103.3 FM. Y sólo se cambiaba de estación cuando los taxistas querían oír el béisbol. Con los taxistas había trato especial porque servían para los raites de intercambio por cena. Atraían gente a comer y hacían de sacaborrachos en la fonda.

Las canciones de la radio se mezclaban con las canciones de las cantinas vecinas. Con los gritos de la gente en las cantinas vecinas, que más tarde llegarían a gritar a la fonda. A cortar la borrachera con un caldito caluroso con chiltepín. A dejar de gritar para sólo hacer sonar las cucharas raspando con sus dientes y chocando con los platos. Más de uno le confesó el amor a mi madre después de llenar su barriga. Volvían siempre.

El que no volvía siempre era yo. Primero estaba muy ocupado trabajando.

Mi primer trabajo fue ahí en la fonda. Regaba la banqueta, hacía mandados, levantaba las mesas, aprendí a barrer. Pero antes de eso el patio de la fonda era mi parque de diversiones. No me acuerdo de su nombre, pero había otro niño que jugaba conmigo. Era hijo de la China. La China trabajaba en una de las cantinas de junto, no era china ni de China. Sólo tenía su cabello muy chino y unos ojos grandotes y oscuros. Siempre traía puestos aretes escandalosos y fue la primera mujer que me puso nervioso y ella lo notaba y me decía cosas para aumentar mi nerviosismo. Entonces corría al patio otra vez, donde jugaba con su hijo.

Jugábamos con envases viejos de Pepsi a hacer experimentos con ramas y tierra y los coleccionábamos dentro del horno de una estufa abandonada. Pateábamos una pelota con banderas de todos los países y mi mamá y la China nos gritaban bien fuerte cuando se nos escapaba un gol hacia el interior de la fonda. Le lanzábamos piedras a los gatos y nos gritaban más fuerte por eso y luego nos improvisaban una mesa VIP para cenar quesadillas con jamón allá en el patio con ese niño. Se nos manchaba la boca de soda de fresa y cenábamos en tiempo récord para volver a jugar.

Ayer vi a la China en la funeraria. Ahora usa el cabello corto con los chinos pegados a su cabeza. Se le cansaron ya los ojos grandes y no pude preguntarle por su hijo porque no me salía ni una palabra.

Siento que debí hacerle caso a aquella muchacha con la que salí un tiempo una vez que me dijo que pedirle una receta a mi mamá era una buena forma de decirle “te amo”. Y quizá sabría un poco cocinar con esa sazón que tenía la fonda. Pero estaba muy ocupado para llamarle por teléfono. Entre las clases de yoga, el gimnasio, el trabajo y los cursos de emprendimiento que nunca entendí muy bien, no me quedaba mucho tiempo.

Si hubiera tenido el detalle de hablarle una de esas tardes en que me tomaba un momento para mí, desde su boca hubieran salido exquisitas recetas con puré de tomate y Knorr Suiza. Recuerdo una vez que me lo dijo. Antes de irme a vivir lejos. Me dijo que el alma y el secreto de sus comidas estaban en esos dos productos. Intentaré buscar ahora un poco de esos sabores cuando regrese a la ciudad.

No quiero hablar más del tema. No puedo ni decir su nombre. Quisiera quedarme otro tiempo en el pueblo y estar otro rato en la fonda. Pero volveré cuando alguien le preste atención al letrero de “se vende” que le pondré a la puerta antes de irme. Además, ya casi se me acaba el permiso que me dieron en el trabajo para venir. Tengo que retomar las clases de yoga, el gimnasio, algunos cursos y planear un viaje a Disneylandia.


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