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Ciudad de México, 14 de abril de 2024 (Neotraba)

Sucedió muy parecido y en todas partes del mundo: el tiempo reventó el salto de su danza múltiple rumbo a todas direcciones, produciendo transformaciones asombrosas, alteraciones inesperadas y arrebatos renovadores. Por ejemplo, los viejos y enjutos ríos engrosaron el volumen de sus lechos hasta desbordar las riberas crecidas más allá de los límites acostumbrados y entumecidos. Esto, por supuesto, dio lugar a nuevos cauces dulces que esperaban por nacer, con lo que las aguas subsumidas, antes quietas y dormidas, casi inmóviles, terminaron por anegar el horizonte abierto en una coreografía paradisiaca de verdes inesperados.

Entonces, el recuerdo seco del viaducto Tlalpan y el hueco oscuro de río Churubusco reventaron la condena de su asfalto para reanudar el paso hídrico de aquellos torrentes suspendidos tanto tiempo. Este bailoteo de aguas en impulso desbocado desordenó la coreopolicía organizacional de la ciudad trazada y, casi en el giro de un instante, se recuperó el paisaje de espejo reflejante y sueño lacustre que fuera durante sus inicios el corazón de nuestra urbe.

Así, la humedad acuerpada avanzó sobre los muros de los altos edificios verticales naciendo paisajes diminutos de vida musgosa sobre el inusitado desconcierto de derrumbe y a través de todos los rincones antes oscuros, sedientos y roídos se abrió el agua y la luz del sol que hacía tanto no tocaba la horizontalidad a ras de calle. Era de esperarse que el concreto de los pisos asfaltados también se agrietara, con lo que en los sitios donde finalmente se vio bajar el agua aparecieron lodazales oscuros de barro desordenado y fértil cuya densidad pastosa y tibia terminó por recomponer, incluso, los andares de la gente.

Y es que el pantanoso abrevadero que cubrió la ciudad fue, en principio, tan apretado y exigente para el esfuerzo de las piernas erguidas que se hizo necesario andar a gatas, otra vez, como cuando éramos crías.

Para quienes estuvimos ahí, la cosa no fue fácil: ante el filo del abismo y sobre el límite apocalíptico de la vida, la tierra arremetió para vencer con un último movimiento de esperanza. Pero, como no habíamos tenido tiempo ni para darnos cuenta, fue difícil dimensionar la potencia de la telúrica danza inevitable y aquella irreverencia monstruosa –mezcla de horror y belleza– nos hizo soltar una hondonada de lágrimas enternecidas, arrepentidas, fúricas, antiquísimas, eternas.

Lamentos de dolores sepultados se escucharon por días, semanas enteras e, incluso, para el caso de algunos, el llanto fue lluvia que se extendió por siglos. Pero, luego, con las almas de los pechos un poco más limpias, nos pusimos a abrazarnos mucho y casi sin darnos cuenta, todo ese sufrimiento de dolores se confundió con el grito unánime de un parir de niños: pequeñitos animales tiernos, bebés regordetes soñolientos, bichitos que reventaban capullos, crujir de cascarones. La sangre de los nacimientos se revolvió de ternuras que resucitaron nutritivas fortalezas en hilos ligeros de leche dulce almibarada.

Entonces, hubo comida donde no había nada y allá donde el agua todavía inundaba los caminos se abrieron universos de manglares ricos en peces, aves y plantas. Las ruinas de las casas y demás edificios que pudieron sobrevivir a la reorganización desenfrenada, dieron la ofrenda de su refugio a los sobrevivientes, de modo que, nadie quedó indefenso a la intemperie.

Poco después, un aire cargado de perfumes fecundos producidos por voluptuosas flores hizo que las mujeres y los hombres y los hombres y las mujeres se pusieran a besar entre sí sus cuerpos con la devoción de quien danza para celebrar la vida bella. Absolutamente gozosos, los cuerpos gritaban: ¡me enamoré de ti! ¡Me enamoré de ti! ¡Bailemos!

¡Bailemos hasta ser un solo cuerpo! Las carnes enrojecidas por el extraordinario esfuerzo erótico, finalmente se enredaron y estremecieron efervescentes para confundir la pulpa de los sexos y el inmaterial transparente del aliento.

Luego, tanto amor despertó al hambre y, por ser los primeros en darse cuenta del asunto, los gruesos árboles reverdecidos inclinaron sus ofrendas maduras y turgentes al paso de las bocas que se abrieron como fauces. Ante su ejemplo, las mujeres parturientas tendieron los pechos redondos para derramarse sobre pequeños lirones y becerros y gatitos.

Los pájaros echaron cantos que amanecieron al sol divino y un rumor de peces se revolvió sobre la arena para ofrecer la carne de su locura como manjar que se pone enriquecido ante la mesa hambrienta. Por todos lados, la vida hinchaba su vientre en el barullo de una fiesta animada con el burbujeante escándalo de cacerolas humeantes, trepidantes, sobre el fuego rojo de pequeños hornos improvisados.

(Al llegar la noche, la oscuridad abrió los ojos con un centenar de luciérnagas inflamadas por el vuelo frío.)

Pasados el baile, la lujuria y el apetito, las cenizas de las fogatas fueron aprovechadas como fertilizante gozoso para las hierbas que se alzaban irredentas procurando crecer entre las rocas. Luego, vino el descanso, el ocio finalmente conseguido y nos pusimos a ver las nubes gordas. Me acordé de ti y nos agarró la nostalgia y nos pusimos a cantar muy hondo.

Al día siguiente, una parvada de loros cruzó el escándalo de la tarde. Entonces, sentí que tenía que irme y otros más sintieron lo mismo. Nos despedimos de quienes mientras tanto se arraigaban –trenzándose gustosos como raíces fuertes– y el adiós fue un hasta pronto cuyo peso no sembró ninguna promesa amarga en el pecho.

Algunos trepamos a las ruedas de una vieja bicicleta que quedaba, mientras otros nos lanzamos al destino del agua rica de los nuevos ríos, alegremente encaramados sobre las balsas de unos autos invertidos como escarabajos panza arriba. Después de mucho ir y venir llegamos a un otro sitio que se sintió, también, como reencuentro en la vereda.

Fue, entonces, que supimos lo que habíamos encontrado finalmente en esta tierra: la casa del cuerpo, nuestro hogar amorosamente compartido, sitio de la vida buena y bella y rica en cosas para el mundo todo. Lugar de la primera morada, vivienda del paraíso. Utopía realizada y extendida sobre el orbe entero. Familia universal. Estado perenne de brutal enamoramiento.

Al darnos cuenta de la buena nueva, con el corazón palpitando de estupor y los ojos infinitamente abiertos, nos pusimos a besarnos y a frotarnos y a bebernos las mieles de los cuerpos, mientras gritábamos conmovidos: ¡Me enamoré de ti! ¡Me enamoré de ti!

¡Bailemos! ¡Bailemos hasta ser un solo cuerpo!


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