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Por Javier Gutiérrez Ruvalcaba

Ciudad de México, 4 de julio de 2023 [00:05 GMT-6] (Neotraba)

El 25 de septiembre del 2007 los cuerpos sin vida del filósofo francés André Gorz o Gerard Horst (su nombre en realidad) de 84 años, y su esposa Dorine, de 83, fueron encontrados sin vida en su casa del pequeño poblado de Vosnon, Francia.

Una amiga que llegó de improviso encontró una nota escrita por una mano temblorosa y colocada estratégicamente en la puerta, pidiendo que se avisara a la Policía.

En la nota también informaba que había cartas en el interior de la casa para una pronta revisión. Estaban a punto de cumplirse 60 años de su primer encuentro.

Los amigos del matrimonio, al conocer la noticia, de inmediato rememoraron el miedo que la pareja tenía de morir uno antes que el otro y, de inmediato, les vino a la cabeza las palabras lapidarias que surgieron en una de tantas reuniones efectuadas, al conocerse el avance de la enfermedades terminales de la pareja: “Ambos desearíamos no sobrevivir a la muerte del otro. Nos hemos dicho que si tuviéramos otra vida quisiéramos pasarla juntos”.

Acuerdo ratificado en el volumen despedida del filósofo francés: Carta a D. Historia de un amor (Ático de los libros), obra dedicada, indudablemente, a su más grande amor desde octubre de 1947.

El suicidio del filósofo y su compañera sentimental sacudió a la sociedad francesa, quienes vieron en la Carta a D. el lado humano del ortodoxo izquierdista.

La larga misiva comienza con una descripción de cómo veía a su amada Dorine y las sensaciones que le producía el recordarla ese 21 de marzo de 2006, día que inicia la redacción de esta despedida: “Acabas de cumplir ochenta y dos años. Has encogido seis centímetros, no pesas más de cuarenta y cinco kilos y sigues siendo bella, elegante y deseable. Hace cincuenta y ocho años que vivimos juntos y te amo más que nunca. De nuevo siento en mi pecho un vacío devorador que solo calma el calor de tu cuerpo abrazado al mío”.

Prosigue con un reproche a sí mismo, que le produce sensaciones encontradas “Tengo que repetirte con sencillez estas pequeñas cosas antes de abordar los problemas que desde hace poco me atormentan. ¿Por qué estás tan poco presente en lo que he escrito si nuestra unión ha sido lo más importante de mi vida?”.

Con sumo cuidado dibuja, más adelante, ese primer acercamiento carnal que todo amante desea, en el cual enmudece al conocer a la que él cree ser la mismísima escultural Venus: “No teníamos prisa. Te desnudé con cuidado. Y descubrí, maravillosa coincidencia de lo real con lo imaginario, la Afrodita de Milo encarnada. El fulgor nacarado de tus pechos iluminaba tu rostro. Durante mucho rato contemplé, mudo ese milagro de vigor y suavidad. Tú me enseñaste que el placer no es algo que se tome o se dé, sino una forma de darse y demandar la propia donación del otro. Nos entregamos mutuamente por completo”.

Del día que le detectaron a Dorine el cáncer de endometrio, y el cual seguramente se dieron las primeras pláticas del suicidio compartido, Gorz rememora que una vez ya establecido el diagnóstico y fijada la fecha de la operación, se fueron ocho días a la casa que ella había concebido, una casa mágica con espacios trapezoidales, de ventanas que daban sobre las copas de los árboles.

Sin embargo, recapitula que esa primera noche de estancia no durmieron, y cada uno escuchaba el aliento del otro. “Estoy seguro de que te esforzabas en acostumbrarte a la muerte para combatirla sin temor. Estabas tan hermosa y resuelta en tu silencio que no podía imaginar que pudieras renunciar a vivir”. Del transcurrir de los días, con el avance inexorable de la enfermedad de Dorine, el cofundador de la mítica Le nouvel Observateur subraya: “Me resulta inimaginable seguir escribiendo si tú ya no estás. Tú eres lo esencial sin lo cual todo lo demás, por importante que me parezca mientras estás ahí, pierde su sentido y su importancia”.

En un arrebatado impulso de amor y desesperación ante el inminente desenlace, en sus páginas finales Gorz le escribe, casi susurrándole al oído: “Hace poco volví a enamorarme de ti una vez más y llevo de nuevo en mí un vacío devorador que solo sacia tu cuerpo apretado contra el mío (…) No quiero asistir a tu incineración; no quiero recibir un frasco con tus cenizas”.

Para terminar la redacción con el mayor gesto de amor en pareja: “A ninguno de los dos nos gustaría tener que sobrevivir a la muerte del otro. A menudo nos hemos dicho que, en caso de tener una segunda vida, nos gustaría pasarla juntos”.

Así sellaron por los siglos de los siglos su pacto de amor y despedida.


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