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Por Daniel Centeno

Este cuento pertenece al libro “No hablaremos de muerte a los fantasmas” (2021) y se reproduce con autorización de Casa Futura Ediciones.

Ciudad de México, 22 de septiembre de 2021 [02:36 GMT-5] (Neotraba)


El imaginario de estos 24 cuentos presenta fantasmas digitales, mascotas hostigadas por seres de luz, fantasmas que ruegan por ser escuchados o que son exhibidos como aleccionadores para los vivos. Encontramos también: asesinos de fantasmas, usurpadores de cuerpos, fantasmas que viajan por el espacio y un libro infinito de reglas fantasmales.

En No hablaremos de muerte a los fantasmas, las relaciones afectivas y la paternidad son los ejes que Daniel Centeno toma para indagar en la vida —y en la muerte— de sus personajes, para conocer sus deseos más profundos, sus temores, sus pérdidas, pero también, sus esperanzas.


Sempiterno era un perro ordinario que pasaba los días con Juan, su humano, quien lo acariciaba hasta dejar pequeñas hebras de luz en su interior.

¿Quién es un buen chico?

Juan siempre colocaba la correa en el mismo lugar, y sólo se acercaba a ella cuando llegaba el momento de salir: cada mañana desde la adopción, sin falta, corrían juntos en el parque.

Los primeros años de su vida, Sempiterno huía del sol como si le tuviera miedo. Una vez se deshidrató, le dio insolación y lo llevaron con urgencia al veterinario. Juan lo cuidó como nunca, soltando en él otras pocas hebras de luz con cada caricia. 

Sempiterno, no te vayas a morir, eh. Más te vale que estés bien. Tú eres un chico fuerte.

Tenía un montón de pertenencias, reconocibles por las mordidas que imprimía en ellas como firma de propiedad. Arrastraba su cojín mordido por toda la casa, siguiendo a Juan para dormir junto a él. Le llevaba sus peluches mordidos, casi siempre ya sin relleno porque les sacaba todo con el hocico.

¡Sempiterno!

Juan no solía regañarlo, era bueno con él. Nunca había tenido un perro, pero lo hacía mejor que otros humanos que los suben a la azotea y se olvidan de ellos. Sólo le gritaba cuando veía los peluches deshechos en el suelo. Juan tomaba la tela, llena de babas y olores y mordidas, y la tiraba a la basura, molesto.

Una vez, Sempiterno intentó recuperar su muñeco en forma de venado, con el que más había jugado de cachorro, pero al tumbar el bote y alzar el muñeco con su hocico en señal de victoria, Juan le reprendió como nunca con gritos e intentó golpearlo. Él no entendía por qué le hacía eso, por qué le quitaba algo que era suyo. Él sabía, de un modo rudimentario, que apenas un muñeco cayera en el bote, ya no lo volvería a ver.

La mayoría de los días no eran así. Eran buenos y luminosos. Hasta que una mañana, Juan se quedó acostado en el sillón y ya no se puso de pie. Sempiterno había llevado su cojín junto a él para cuidarlo. Se asomaba con sus orejas levantadas, sin hacer ruido. Veía tan cansado a Juan que no quería despertarlo.

De pronto una luz se alzó sobre el sillón.

La luz se parecía al sol en su brillo, así que Sempiterno corrió, tratando de esconderse; pero era tanto el amor que sentía por Juan que se sobrepuso a su miedo y regresó, ladrando como un loco, como una fiera, esperando espantar a la luz.

Entonces se dio cuenta de que la luz era igual a Juan.

Estaba ahí dos veces: seguía dormido… pero también gritaba. Juan estiraba su cara luminosa y la deshacía a pedazos, soltando pequeñas hebras que al impactarse con el mueble desaparecían. Su luz parpadeaba como un faro enloquecido que advertía a todos que huyeran.

Sempiterno reconoció aquel grito. No le pertenecía a Juan. Algo no iba bien. Ya había oído ese grito antes. Los otros perros le avisaban con ladridos que la luz estaba en sus jardines, y él temía que un día se apareciera en su casa también. Ahí estaba: su miedo, iluminando el cuerpo inmóvil de su humano. Sempiterno subió sus patas en el sillón y mordió al Juan de luz, aunque sabía que no debía hacerlo, que él iba a enojarse. Le intentaba meter el relleno. A lo mejor así Juan volvía a ser uno.

Juan volteó a verlo, todavía gritando, e impactó una de sus manos contra él. Sempiterno pudo sentir que algo se introducía en él sin su permiso. El sol le estaba ganando. Un trozo de luz vibraba en su interior y ningún ladrido iba a quitárselo; luego alguien tocó la puerta y Sempiterno alcanzó a esconderse.

Cuando los forenses se llevaron el cuerpo de Juan, Sempiterno se refugió en un jardín vecino esperando que el sol se calmara: sin importar cuánto rodó por el pasto, el calor seguía en él. Era parecido a la sensación de las manos de Juan. Sempiterno no entendía cómo lo tocaban desde el interior. Al principio fue como una caricia suave; lentamente, comenzó a dolerle: era como si la caricia se muriera dentro de él.

Por las noches, podía ver las luces persiguiendo a otros perros, tratando de tomarlos a la fuerza con sus manos, como él había sido tomado por Juan. Los seres de luz no podían quitarles nada todavía, pero algunos lo intentaban. Los perros ladraban, desesperados, sin saber que, sin importar cuánto lo hicieran, un día sus cuerpos habrían de cansarse igual que los de sus humanos y acabarían rindiéndose de un modo definitivo: rotos y a la basura, como había sucedido con sus muñecos.

Sempiterno observó con cuidado, confundido. A él no le iba a pasar lo mismo. Juan había sido bueno: lo había amado, alimentado y le dio un hogar. Sempiterno no deseaba que Juan lo estuviera buscando, y aunque no alcanzaba a comprender por qué los otros perros huían, él también tenía miedo.

Sempiterno, ¿dónde estás, muchacho?

Como muchos otros perros, Sempiterno siguió el camino que ya había recorrido antes con Juan, cuando estaba vivo. Era siempre el mismo: salían de casa, daban la vuelta a la calle y llegaban hasta el parque, donde pasaban al menos una hora. Juan le ponía una correa, pero estaba bien, porque con ella lo sentía más cerca, como si fueran sus manos y no un pedazo de tela lo que sentía rozando su cuello. La gente se dio cuenta. Es una historia común: el humano muere y el perro recorre una y otra vez los sitios que visitaron juntos, como homenaje al amor mutuo. Sempiterno era presa de un impulso que no le pertenecía, una obligación que sentía por culpa del calor que llevaba dentro y que Juan intentó quitarle, que le indicaba la dirección como si lo empujara igual que la luz del sol cuando corría. El calor dentro de él se hacía cada vez más fuerte, y estaba temeroso de desmayarse y no ver a Juan si se aparecía.

Una noche, Sempiterno siguió a un perro que le desconcertaba por su brillo. Era un pequeño punto de luz que ladraba envilecido por el miedo e intentaba huir de un humano que también brillaba.

Hasta que lo alcanzó.

El humano sujetó al perro. Sempiterno se puso alerta, alzando las orejas. El humano introdujo su mano dentro del perro. Aquella era una sensación conocida y terrible. El otro perro ladraba y ladraba, pero sólo Sempiterno y los perros vecinos podían oírlo. La noche se llenó de aullidos, como todas las noches. El perro de luz chilló como nunca ha chillado un perro en vida mientras el humano buscaba algo en su interior, un trozo de él, puesto ahí por amor luego de tantas caricias.

El perro no fue capaz de huir mientras revolvían su interior y tiraban hebras de su luz al suelo.

La historia es la de siempre: todos dejamos un poco de nosotros en quienes amamos. Por eso aquel hombre, para volver a estar completo, buscaba un trozo faltante de su alma. Lo buscó con fuerza, minucioso, dejando a un lado lo que no le servía para completarse. Sempiterno quedó paralizado: Juan no podría hacerle eso; Juan lo cuidaba, lo había cuidado toda su vida, y su tacto no podía ser otro que uno gentil y juguetón. El perro chilló y chilló, pero al final no fue sino otro muñeco más en la acera; un montón de hebras deshilachadas, un pedazo de tela que no contenía nada.

Cuando la luz llenó espacios de su cuerpo, aun así quedó incompleta, y se giró hacia Sempiterno, que no esperó a ver si iría tras él. Corrió esperando ganarle, como si fuera a caer rendido otra vez por la insolación, aunque la calle se había quedado a oscuras. Escondido, chilló toda la noche, muy quedo. Sentía que la luz de su interior lo obligaba a volver, no a la que había hecho daño al otro perro, sino a Juan. Algo de él lo obligaba a quedarse a esperarlo en los sitios donde una vez lo amó, donde a Juan le sería más fácil encontrarlo cuando muriera.

Sempiterno, sé un buen perro y ven, trae tu cojín.

Pero él ya no tenía ningún cojín, ni ninguna otra pertenencia que no fuera su cuerpo y el calor en su interior. Sempiterno se calmaba escuchando a Juan, que no dejaba de repetirle en su cabeza, con su voz amable:

Eres un buen perro.

Cuando Sempiterno murió, se dio cuenta de que el sol ya no le quemaba. Podía correr sin miedo a desfallecer de insolación. Ya no tenía miedo de que Juan llorara otra vez en el veterinario. Se había convertido en un perro de luz.

Algo dentro de él presintió que Juan estaba cerca. Él era un buen perro, y su humano estaría feliz de encontrarse con él.

Juan apareció una noche, cuando los otros perros ya estaban dormidos en sus casas y Sempiterno se revolcaba en el parque.

Sempiterno, ven aquí. Ven aquí. ¡Buen perro!

En realidad, la luz de Juan no estaba diciendo nada. Aún gritaba con aullidos incomprensibles, adolorido por la muerte, arrancando trozos de su cara. No podría trascender, así como estaba: incompleto. El amor es tan dañino.

Entonces lo encontró. La calle, antes oscura, se encendió gracias a ambos. Sempiterno corría hacia él con la lengua de fuera. Después de todo era su perro, el que todavía lo oía como cuando vivían. Había sido amado, lo cuidaron toda su vida. No había nada que temer. Algo en su interior lo empujó hasta Juan, que lentamente extendió sus brazos, aún con hebras cayendo de su cara.

¿Sempiterno se arrepintió de acudir a su encuentro, cuando Juan comenzó a buscar lo que le hacía falta? No. Por supuesto que no. Así son los perros: enfrentan al sol, aunque sepan que morirán quemados.

¿Necesito contarles lo que Juan le hizo a Sempiterno? No. Por supuesto que no.


Daniel Centeno (Los Mochis, Sinaloa, 1991). Autor de No hablaremos de muerte a los fantasmas (Casa Futura, 2021) y Puerta cerrada (Paraíso Perdido, 2017). Ganador del XXXV Premio Nacional de Cuento Fantástico y de Ciencia Ficción, y mención honorífica en el XVI Concurso Nacional de Cuento Juan José Arreola. Ha publicado en las revistas literarias Luvina, La Cigarra, Visor, Tierra Adentro, Opción (ITAM), Axxón, Punto en Línea, Rojo Siena y Penumbria.


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