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Por Adrián Mendieta Moctezuma

Hermosillo, Sonora, 23 de junio de 2022 [10:30 GMT-7] (Neotraba)

La casa nunca habitada

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Fernando, ya no abras la puerta, déjalo afuera; no pasará ni un día más en estas sábanas, déjalo con su rabia tormenta vértigo; nosotros creceremos con manos distintas, con manos de mimbre y las piernas en forma de obelisco; nosotros nos tenemos el uno al otro, no se ha secado nuestra fuerza, todavía quedan aguaceros para las estaciones venideras.

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Mira: han construido una muralla, su burla intenta agujerarnos los oídos, ellos nos quieren lejos, apartados, ateridos. Piedras sangrantes, árboles sin corteza, animales sin piernas, ellos quieren que la lejanía nos borre, rompernos el rostro con adjetivos para escupir en nuestro nombre; por eso la muralla, Fernando, están invitándonos a volar por otros días, clausurar nuestra pertenencia al sitio de origen. ¡Míralos!, se apuran, se organizan: para el odio sí se organizan, para el odio sí tienen ímpetu.
Acurrúcate en mis ojos, ocupemos la casa un par de horas antes de tirarles sus barreras. Seamos metales en ebullición, un solo fruto tirado sobre la tierra, que ellos se ocupen en su odio, nosotros toquemos el fuego para que, al salir, miren cómo nos incendiamos.

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Deja al tiempo en la entrada, si no abrimos se marchará con el sol, se marchará dejándonos solos en el aire, flotando. Pájaros de humo que vuelan sobre un desierto rojo, sin diques ni horas establecidas para volver a dormir. Que la muerte ya no tenga tiempo, ni segundos para espantarnos. Solamente dos hombres para sembrar árboles sin fin, para construir la escalera que lleve nuestros cuerpos neuróticos a una isla aérea y poder desvanecernos como párpados de nube. Solamente nosotros, Fernando, para conocer un mundo sin tiempo para el odio.

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Ya llegará el día que nuestra sombra se olvide del pasado, hallaremos el silencio, hallaremos el parque perfecto para tomarnos de la mano y gritar sin miedo al dedo que mata con solo señalarnos. ¿Recuerdas, Fernando, cuando monstruos maquillados éramos y estábamos distantes, a oscuras, como si el viento nos doliera para encontrarnos fuera del cinturón del pueblo y ahí, bajo un árbol anciano, amarnos? Qué testigos tan amables, qué ancianos tan respetuosos. Recuerdo los ríos donde dormía mi nombre abrazado al tuyo y no preguntaban por nuestro sexo, dejaban su paso libre en el cauce, la tierra donde la piel hizo estridencia no miró avergonzada nuestro andar como si lleváramos cientos de muertos en la espalda. Pero siempre volvíamos al pueblo y las voces en eco, cobardes, desde la distancia, tatuaban nuestra sombra con los insultos de siempre: Inapropiados, inconvenientes, impensables; pero nosotros reíamos con la mirada por saber que allá, fuera del pueblo, un espacio limitado nos brindaba un homenaje, árboles ancianos y ríos milenarios gozaban de presenciar el amor adolescente, la escapatoria que nos libraría de la angustia y la burla de quienes no aman porque están tan ocupados limitando el paso de los hombres que se entregan tan espontáneamente como la claridad del agua.

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La soledad sabe a sal a cuarzo, ámbar. Quién diría que todos abandonarían la casa apenas vieran nuestras manos juntas. Ni la sangre los mantuvo cerca, ni la historia compartida. Ignoran la soledad que guarda su rechazo, son ellos quienes quedarán ciegos por la soledad más fría, más decrépita: los que vuelan en un cielo con diques.

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Luna, estallas en pedazos delante de mi cama.

Ya estoy solo. Es de noche.

Reinaldo Arenas

Estamos aquí, Fernando. Digo tu nombre y descubro un tumulto de sombras. La soledad sabe a sal, quema, obstruye. ¡No partas como ellos, no abras la puerta por donde ellos salieron, el rayo no quemará nuestra casa, no levites, regresa!
Se tiñe tu cuerpo con los colores del aburrimiento. Mi hogar, el que algún día fue nuestro, se transformó en tu dique. Sube la marea del deseo por tu boca; dame de beber tu impulso de ida, dame las fórmulas para renunciar a todo. Esta casa solamente tiene sentido con el conflicto del tiempo, con la resistencia, la batalla.
¿Estas saliendo, Fernando? ¿Me escuchas? ¿Estás yendo al sitio que nos niega, estás cayendo en sus formas de crear al odio en sus fauces, en sus arrebatos? ¿O soy yo quien se queda en la violencia? ¿Soy yo quien se ha saturado de odio?
Agotado, duermo. Ya no hay calor para los desterrados. Este frío no me pertenece. Agotado, duermo.
Cuando salgas, Fernando, deja la puerta abierta.
Los poemas aquí presentados pertenecen al libro El ahogo de un cuerpo angustiado

Adrián Mendieta Moctezuma. Foto por cortesía de Manuel Parra Aguilar

Adrián Mendieta Moctezuma (Ixtacuixtla, Tlaxcala, 1995). Recibió el Premio Estatal de Poesía Dolores Castro, Tlaxcala 2018, y el Premio Estatal de la Juventud en la modalidad de Expresiones artísticas y artes populares, Tlaxcala 2020. Libros: Nacer del incendio, Añadiduras y El ahogo de un cuerpo angustiado.

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