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Por Juan Jesús Jiménez

Puebla, México, 27 de junio de 2022 [00:02 GMT-5] (Neotraba)

(Baila incansablemente mientras

acomoda las verduras y odia su trabajo):

https://www.youtube.com/watch?v=wYiDAsK3AjQ

Al comenzar a escribir hace unas tres semanas, todo el texto iba orientado a un lugar completamente distinto; por fortuna no terminé de escribir nada porque entré a trabajar. Sentía que se me pasaban los días y no podía continuar escribiendo porque necesitaba de la actividad diaria, del ir y venir de todas las cosas que suceden en una tarde aislada artificialmente por el cristal del camión –o el manubrio de una bicicleta.

He de admitir que estoy feliz de no haber continuado el texto original de esta columna, porque en ese momento estaba enojado con casi todo, y en esos casos, lo mejor es enfriar la mente antes de meterse a combatir hojas blancas. Hablaba yo acerca de lo alienante que resultó ser el tiempo en pandemia, y del shock que representa volver a usar mascarillas en lugares públicos y abiertos. Porque hasta hace un mes, mientras planeaba irme de viaje, tomaba en cuenta que las medidas sanitarias debían ser ya no extremas sino las necesarias, que muchas de las actividades que tenía puestas en mi libreta podrían ser realizadas sin sofocarme con el cubrebocas, que debería yo preocuparme por cuánto me cobraría el uber hasta el aeropuerto, en vez de por saber si al final de esa semana tendría covid.

Pero han pasado días, algunas semanas desde que las cifras han ido en aumento, uno considerable, además. Ya hay hasta una convocatoria para otra jornada de vacunación, y siendo sincero, no me habría enterado de que seguimos en medio de un limbo pandémico de no ser porque al lugar en el que trabajo, varios clientes portan de nuevo una botella de gel junto a las bolsas del mandado.

El mundo es cruel sin darse cuenta, mientras todo sucede y apunta a la crisis –otra vez–, creo que es mucho más sencillo desconectarse de las cosas. Hemos hablado de esto en otras columnas, el hecho de que la atención de una persona sea mermada por nuestra súper exposición a un mundo que gira más rápido de lo que podemos dimensionarlo, hace que el tiempo que dedicamos a una sola cosa también se vea disminuido para tratar de no quedarnos atrás.

Con tanto que ha pasado en los últimos años, tengo miedo de que las generaciones de ahora y posteriores se vean insensibilizadas a las cosas mínimas. No en un modo positivo, en que el individuo se reconoce como parte de un multisistema, sino como que realmente, la realidad ocurra fuera de la experiencia propia, y sea como una mala reseña de un mal restaurante.

Se ha vuelto fácil desconectarse por hartazgo; con casi tres años de pandemia, parece como si hubiéramos vivido suficiente para jubilarnos de las malas experiencias. Yo, en particular, me desaparecí de redes un buen tiempo, porque me dio una inquietud inmensa sobre lo que escribía antes de la pandemia. No hablaré a profundidad de mis cuentos, en primera porque no creo que sea relevante y segunda porque sería muy aburrido leer cómo me hago tratados a mí mismo; en su lugar, basta con saber que trataba de imitar las voces de mis escritores favoritos en temáticas muy grandes para letras tan chicas. El punto es: ¿qué cambió entre lo que escribo ahora con lo anterior?

La escala de dimensión es algo palpable. No podría decir si es mejor ahora, que trato de describir la realidad en pequeño, pero sin duda puedo explicarlo desde la lejanía cultural entre alguien que ha estado encerrado consigo y alguien que miraba desde la ventana del camión. Me surge la pregunta, sobre si es que ocurre una crisis, ¿qué será del pensamiento durante y después de este proceso en la historia?

Supongo que la misma duda tendrá gente mucho más preparada que yo, pero fundamento mi cuestionamiento en la mera comparación de que, aunque si bien es cierto que la historia a veces parece repetitiva, ninguna crisis es igual en impacto que la anterior. ¿La historia también se hará más breve? Porque si analizamos cada evento histórico, son procesos de varias décadas o siglos incluso; el hartazgo pandémico hace parecer como que podemos cerrar este ciclo de la historia humana e ingresar a la neo-postmodernidad[1]. ¿Habrá pasado lo mismo entre el medievo?

Solemos pensar en el oscurantismo medieval como una mancha difusa, pero olvidamos que no fue sino el producto de años de crisis que no se resolvieron hasta principios de la ilustración del mundo moderno. Para ellos el mundo también se acababa, se había llegado al final de la historia porque no había más mundo que explorar, ni naciones qué conquistar, el poder se concentraba en pocos y la pobreza en muchos. Si me preguntaran, diría que la actualidad no está muy distante del medievo.

Aceptarlo no es algo malo necesariamente. El mundo que nos tocó vivir es una bola gigante de problemas, pero nimios en comparación a los que aguardan en el futuro, mucho más insignificantes respecto a las maravillas que un mundo deteriorado puede ofrecer. Considerando que lidiamos con la crisis de varias décadas no es sino signo de que pese a la dificultad podemos seguir creando cosas tan increíbles desde la cultura y el progreso como seres humanos.

Las mejores obras –a mí consideración– han salido después de eventos catastróficos. De un siglo que comienza con una pandemia, de contracciones económicas y hostilidades sociales, vendrán las voces de aquellos que contemplaron todo aquello desde aislantes artificiales de un camión o un manubrio de una bicicleta. Hasta entonces seguiré escribiendo desde el sofá, escuchando música y pensando en cosas que todavía no pasan.


[1] Lo digo un poco como broma, porque no puedo ver el futuro para entender cómo le llamarán a este periodo histórico. Lo usé hace poco en un cuento y desde entonces lo uso como sello personal. Bienvenidos a la neo-postmodernidad, queridos lectores neo-postmodernos.


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