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Ciudad de México, 20 de febrero de 2024 (Neotraba)

Todas las fotografías son de David V. Estrada

Cuando la tarde está por caer como los últimos suspiros de una vida, a uno le da por recordar aquello último que nos ligó al acontecer de otras personas. La pesadez de un cuerpo que se está despidiendo de su alma. La recapitulación de la vida y la angustia por saber de lo que vendrá si no es un simple y tranquilo descanso nada más. Un ya no ser, un olvidarse de la vida humana y sus tribulaciones. Y en ese tiempo escondido surge la filosofía y el desprendimiento de lo que somos y de los que nos fueron.

Algo así miro en Fin de partida, un clásico del teatro del absurdo de Samuel Beckett, quien, con un toque de comedia y su agridulce desazón por la vida, dejó un raro testamento que provoca risas incómodas, espanto y delirio.

Esta obra narra la historia final de Hamm, un hombre adulto y ciego postrado a una silla de ruedas con un ligero toque steampunk, y su absurdo diálogo con Clov, un sirviente o tal vez un hijo algo tardo de pensamiento, pero muy ocurrente y vital, quien no se puede sentar y tampoco puede brindar un diálogo cohesionado con su interlocutor. Añadiendo extrañeza existen otros dos personajes, los padres de Hamm, Nagg y Nell, quienes están dentro de botes de basura. Como un estorbo o como un recuerdo desagradable para el protagonista. Personajes vitales que, como fantasmas son convocados o desechados con un simple abrir y cerrar de tapas.

Podríamos pensar que es una obra que se trata de nada, porque hasta el mismo Beckett siempre fue reacio a develar los diálogos entre líneas o las inspiraciones que lo llevaron a escribir esa obra en una casa de playa donde al parecer no hay más vida que la poca vida que tienen Hamm y Clov, una especie de creación del doctor Frankenstein que más bien pareciera una especie de escisión de él mismo, ese lado puro y bueno que se niega a pensar en la fatalidad de la vida, o que la ha adoptado como una forma natural de afrontar el vacío de un calendario repleto de actividades o sin ellas.

Algo particular de esta puesta en escena es la integración de un famoso músico de la escena experimental mexicana, el estadounidense Steven Brown, quien ha sido partícipe de interesantes proyectos como Tuxedomoon, Ensamble Kafka o Nine Rain. Su participación como un ente invisible que parece ser una pieza arrumbada en el decorado genera una música incidental y extraña con un aparato retrofuturista, como una especie de juglar que nunca fue invitado, pero que ahí anda con un fantasma con los otros fantasmas.

En fin, esta obra posiblemente inspirada en El Rey Lear, Job, la postguerra o Hamlet, se trata de lo que el espectador quiera que se trata. Si bien podría parecer tediosa, su sinsentido está cargado de mucho sentido, y las participaciones de Luis Alberti, Adrián Ladrón, Alejandro Obregón y Rosario Sampablo, dirigidos por Agustín Meza, la llevan hasta sus máximas posibilidades interpretativas.

La obra se desarrolló en el Teatro Benito Juárez de la Ciudad de México.


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