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Por José Luis Aguirre

Tijuana, Baja California, 03 de diciembre de 2020 [07:00 GMT-5] (Erizo Media)

—Volteé, y mientras uno lo detenía por la espalda, otro lo revisaba y un tercero le apuntaba con una pistola en la cabeza— dijo César.

—Te gusta exagerar la historia— le repliqué.

— Ayuda a darle un mejor cierre cuando la recordamos en las pedas…

Se trataba de la primera vez que iba por trabajo, a vivir algunas semanas dentro de aquella gran mancha gris que compone la urbe, la que se encuentra en el top 10 de las ciudades más importantes en el mundo; la Ciudad de México.

Un monstruo que nunca duerme, tierra donde se junta la gastronomía de los rincones del país; donde puedes encontrar jugos, tacos, tortas, locales abiertos a deshoras. Parece que cualquier antojo se puede cumplir.

Una mañana, fui junto con César a la casa de un par de amigos, quienes nos llevarían a conocer las orillas de un barrio particular, aquel que se encuentra al norte del Centro Histórico, característico por sus costumbres, tradiciones, pero más aún por su gran zona comercial: Tepito.

Caminamos por la Roma, recorriendo todo el camellón de Obregón. Los restaurantes, cafés y bares se extendían por aquellas aceras. Los edificios viejos y remodelados te daban una sensación de júbilo, de darle un segundo aire a todo lo que habían vivido aquellos inmuebles.

Al llegar a la casa, ellos se seguían arreglando y nos lanzaron las llaves por la ventana del tercer piso. Subimos para esperar. Al salir nadie llevaba mochila, salvo yo, que vivía con la manía de cargar con un kit para ilustrar, escribir, para guardar cualquier idea que cruce de momento. “Nosotros sólo llevamos lo necesario”, nos dijeron nuestros amigos cuando ya estaban listos.

Vacié los bolsillos, de los que salieron el celular, cartera, llaves, un lapicero 0.5, una pluma punto fino, de esas Bic color amarillo feo que hace la línea muy finita. Algunas monedas y como seis boletos del metro.

Tomé el lapicero y la pluma, de la cartera saqué cuatrocientos pesos doblados como pequeños origamis, que de alguna manera me hacía sentido mantenerlos así y más práctico llevarlos. Tomé un cuaderno de un cuarto de carta que me puse en el bolsillo trasero y por último, los boletos del metro.

A diferencia de los vendedores ambulantes del centro de la ciudad, que escapan al dar el pitazo de que va a pasar la policía, saliendo del metro Lagunilla te encuentras en medio del desorden del tianguis. Aquel mercado desmontable y en su mayoría ambulante que resume y da un pequeño vistazo de la cultura de la región.

Al subir por la escalera recordé cuando empecé a trabajar en un tianguis en Guadalajara, el detrás de cámaras, antes de que llegan las personas, algunos crudos, otros dormidos, los deportistas que hasta ya forjaron un cigarrillo verde, para darse unas baisas antes de comenzar el trabajo.

El armar el puesto, el quitar la camioneta para dar paso a los que no han descargado la mercancía, el café, un pan, que te abran la cuenta del día en la tienda, siempre una coca con un par de sedales ayuda a superar la desvelada, a prolongar la llegada de la cruda en algunos casos, si no es que quieres conectarla.

En medio de puestos de pantalones, seguía a mis amigos mientras daba una mirada a todos los productos de los lugares por los que pasábamos; extraños rompían el espacio personal con el fin de crear una necesidad por alguno de sus productos. Las filas de puestos se colocaban sobre la banqueta en ambos costados de la calle, jugando a esquivar autos mientras encontrabas algo que comprar.

Zapatos, ropa de paca que siempre estaba en oferta, algunos que vendían antigüedades, teléfonos de disco, piedras para candil, monedas viejas, algunas cámaras y cajas de “cositas” por si querías buscar y pagar a diez pesos la pieza. Junto a una tienda y más allá del señor de antigüedades, encontramos una mesa con micheladas, donde al parecer no hay delito al beber en la calle, porque estás dentro del tianguis.

El hambre nos llegó después del primer litro de cerveza, comenzamos a caminar hacia Eje 1 Norte, hacia la estación del metro, donde abundaban los puestos de quesadillas y gorditas. No había comprado nada, por lo que sentí un sentido de urgencia si quería llevar algo.

Seguíamos en fila y yo los iba siguiendo por detrás de César, me terminé la cerveza y tiré la basura en una bolsa negra que estaba recargada en un poste, cuando faltaban pocos puestos para llegar al cruce, me distraje con un letrero: “$3.°°”, decía el anuncio en una cartulina verde fosfo en un pequeño puesto de películas, era verdad todo aquello que decían los rumores, con respecto a lo barato que era comprar cosas ahí.

¿Cuántas películas podría obtener con tan solo un par de billetes? Pensaba en títulos de películas de arte, cine de autor, animación, incluso algunas comerciales con el fin de tener algo para ver cuando no hubiera nada bueno en la tele.

Me distraje lo suficiente como para no darme cuenta que mis amigos se habían adelantado unos veinte metros y esperaban el semáforo para poder cruzar. Me despedí del puesto con una sonrisa y comencé a caminar tras de ellos. Una fila de pocos autos esperaba entre los puestos para poder cruzar, la gente se amontonaba a pasar junto a ellos, haciendo más lento su recorrido.

Entre tanta gente, no pude evitar ver varias personas con un estilo similar de vestimenta; pantalones holgados de mezclilla y playera de resaque, como si fuera un tipo cholo. Parecía carrera de relevos; unos se cruzaban la calle y le decían algo a otro, que vestía algo similar, se regresaba a su lado de la acera, y ahora este nuevo individuo caminaba hacia su siguiente símil para repetir la acción, fueron tres o cuatro personas que hicieron relevos, pero dejé de seguirles el paso cuando vi a César esperando parado para cruzar la avenida.

En ese descuido, sentí que me atoraba con algo, antes de voltear a ver de qué se trataba, una mano apretó mi muslo, solté un golpe a ciegas hacia atrás, pegó con un brazo, que a la par del sonido del golpe, escuché un “tranquilo carnal”. Apenas pude voltear a verlo a la cara cuando sentí que alguien me tomó por la espalda, traté de soltarme, “cálmate carnal, va a ser rápido”, dijo la voz a mis espaldas. otro tipo apareció por detrás del primero, se levantó la playera de resaque, tomó una pistola que traía en la cintura y me la puso en el pecho. Dejé de poner resistencia.

A veces, cuando llegábamos a poner el puesto, había dos tipos que traían su mesita y se ponían ahí en la esquina del puesto de tu abuelita —me contaba mi padre. Eran dos amigos que lo que hacían era hacer tranzas a las personas con el juego de “la bolita”. Nosotros los reconocíamos porque llegaban a la misma hora que todos los puestos, pero cuando empezaba a llegar la gente, uno se iba a dar la vuelta. Comenzaba a tantear personas y siempre había uno que creía que traía la suerte, pero el gancho era que el amigo, se hacía pasar por parte del público y te hacía creer que cualquiera podía ganar apostando por encontrar la bolita debajo de los vasos. Lo que no sabían las víctimas, es que de seguro ya los habían visto desde antes, y sólo esperaban a agarrarte distraído y solo, para comenzar con su acto.

Me revisaron dos veces cada bolsillo. Nadie parecía notar que a la entrada del mercado estaban tres tipos apuntando a un cuarto mientras lo asaltaban. Volteé alrededor y había un policía viendo hacia otro lado, inmutable el punto a donde miraba, e irónico lo que pasaba a sus espaldas. Algo cayó al suelo desde mi bolsillo, por más que quise, no pude voltear al suelo, se perdió la tensión en mi espalda y los tipos ya se habían ido por diferentes lados cada uno. Caminé a la esquina, aún me esperaban mis tres amigos para cruzar la calle.

“¿Estás bien?”, preguntó César mientras los otros dos comenzaban a atravesar, asentí atónito a lo que acababa de ocurrir, aún tenía hambre. Mientras cruzamos a la otra acera revisé mis bolsillos, había perdido la pluma, en el bolsillo trasero tenía un par de boletos del metro, el cuaderno seguía donde mismo, y al fondo de mi bolsillo delantero, sentí los origamis.

—…resulta que no lo asaltaron, lo manosearon. Porque Pepe tiene la manía de doblar los billetes en pinches origamis y no se dieron cuenta que llevaba dinero consigo— Dijo César y reímos al final.


Esta nota se publicó originalmente en Erizo Media:

https://erizo.org/manoseado-en-tepito/


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