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Por Jorge Orlando Correa

Chetumal, Quintana Roo, 16 de febrero de 2021 [00:02 GMT-5] (Neotraba)

1

Un grupo de palomas gorjea sobre el techo de uno de los palcos. El toro recibe la estocada. Del lomo del bovino brota un chorro de sangre. El público, de menos a más, celebra la muerte que se avecina, el triunfo del torero.

A espaldas de la plaza, calle abajo, policías en una formación compacta, con escudos de plástico a su frente y cascos en la cabeza, caminan hacia un grupo de personas vestidas de blanco que bloquean el tráfico.

Ahora el toro apenas se sostiene de sus patas traseras. Las delanteras las tiene dobladas y su hocico está pegado al aserrín del ruedo. El matador clava y desentierra un último sablazo en el lomo del animal. El chorro de sangre se hace espeso y abundante. Cae. El público se levanta de sus asientos: chiflan, aplauden, gritan. El matador, parado de puntillas da vuelta sobre su eje y con una mano extendida, sostiene la montera y la agita al aire. 

El estruendo de tres disparos de bala silencia la ovación. Las palomas levantan el vuelo.

2

Flechas de luz y polvo atraviesan la jaula. Menea el cuello y suelta mugidos. Sus cuernos rozan su angosta prisión. Siente las primeras punzadas: dos en la pierna, una en el lomo. Entre respiro y respiro, raspando el suelo, patea hacia atrás.

Escucha un golpeteo metálico y ve un umbral de luz que atraviesa a toda prisa. Siente el aire correr entre sus cuernos y sobre su pelaje. Está cegado. Luego, una punzada en la costilla lo toma por sorpresa, justo cuando comenzaba a distinguir formas. Contrae los músculos. De su costado izquierdo, una banderilla de colores pende. Suelta un mugido. Corre tras el hombre montado a caballo. El hombre lo elude. Da vuelta sobre sí. El caballo cambia de dirección y el toro es clavado ahora con una nueva banderilla.

Después, el hombre lo apuntala seis veces, por ambos costados. Cuelgan, enganchadas a su piel, banderillas adornadas con estelas en verde, blanco y rojo. Todo él palpita, a la par de las contracciones de su corazón. Aún se le ve firme.

Entre ovaciones, el matador hace presencia. Ahora es su turno. El toro está pegado a uno de los bordes del ruedo. El matador camina hacia el centro y extiende el capote a los ojos del animal que, mecánicamente, corre hacia la manta de tela roja. A cada faena la gente celebra, a cada corrida hacia la manta, el toro se ve más y más cansado. La sangre cubre ya casi todo su pelaje.

Con una mano extiende el capote frente al toro y con la otra, levanta la espada apuntando al lomo de la bestia paralizada, que no deja de observar la pantalla de tela.

Primero lento, de puntillas, el torero da unos cuantos pasos. Aumenta la velocidad, se encuentra a una distancia perfecta: deja correr y desentierra, por dentro del lomo, la espada entera. El toro menea la cabeza y da cornadas al aire.

Un chorro de sangre emana por detrás de su nuca. Sus piernas delanteras tiemblan. Bufa. El público chifla y aplaude. Al toro se le doblan las piernas delanteras y cae de hocico contra el suelo. Al respirar, tanto el aserrín como el polvo, se impregnan en su garganta y fosas nasales.

Sólo sus piernas traseras lo mantienen medio de pie. Respira contra el suelo con la vista en dirección al público. Comienzan a pararse de sus asientos. Entre la multitud, en la grada más cercana a la valla, un hombre apunta hacia el centro del ruedo con un rifle de cañón mediano. El matador se acerca al agonizante bulto de pelaje y le clava una vez más la estoca. El toro se desploma en el suelo. Se escuchan tres estruendos. Primero uno, con el que las personas dejan de celebrar, y luego, dos seguidos. Ahora todos buscan salir de la plaza, incluso el hombre que disparó.

El matador, junto al toro, yace tendido en el centro del ruedo. Un charco de tierra, aserrín y sangre, los rodea.

3

Las personas, vestidas de blanco, se sientan en medio de la calle; a un costado de la plaza de toros. Cuadras adelante, policías en formación compacta marchan hacia ellos.

Se escucha bullicio dentro de la plaza. Los policías están cada vez más cerca del grupo de manifestantes que, nerviosos, se voltean a ver entre ellos. Tragan saliva, murmuran. Al aire, levantan las pancartas y extienden una lona. Se escucha un balazo, seguido de otros dos.

Los manifestantes corren, se dispersan por distintas calles. Uno de ellos cae al suelo y se golpea la cabeza. En el cielo, un grupo de palomas vuela. Antes de que pueda levantarse es sometido y esposado. De su cabeza, escurre un chorro de sangre que resbala hasta su barbilla. Los policías lo tienen boca abajo.

Llegan patrullas a la zona.

Levantan al muchacho del suelo, pero éste se rehúsa. Patalea contra la patrulla, gira sobre sí e intenta empujar a los policías. Un macanazo lo deja inconsciente.

Cuando abre los ojos está tras las rejas. Se encuentra junto a un par de compañeros y un hombre de barba blanca, ropa sucia y raída. La cabeza le palpita. Se soba la nunca y sus dedos se humedecen. Huele las yemas, percibe un olor a óxido: sangra.

Camina de un lado al otro dentro de la celda. Intenta escupir al suelo, pero su saliva es tan espesa que de su boca sólo alcanza a salir aire y grumos blancos.

Contra la reja, grita. Pide la llamada a la que tiene derecho. Un policía pasa hurgando sus dientes con un palillo. El muchacho da un puñetazo a los barrotes y los deja vibrando por un momento. Suelta un bufido. Se soba el puño. El policía atraviesa una puerta y la cierra.  


Sobre el autor:

Jorge Orlando Correa (Chetumal, Quintana Roo, 1992). Textos suyos aparecen publicados en medios como Revista El Septentrión, Plástico, Tres pies al gato, Low-fi ardentía, entre otros. Autor del libro de cuentos Ya no hay fechas importantes (Pinos Alados Ediciones, 2020).


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