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Por Luis J. L. Chigo (@NoSoyChigo)

Puebla, México, 16 de enero de 2022 [02:02 GMT-5] (Neotraba)

“[…] —Vi de repente
los colores anteriores a la existencia de la vista.
—Lástima
que no me lo puedas jurar. […]

– “En la torre de Babel”, Wislawa Szymborska

En esta casa la luz sólo llega los sábados. Me gustaría decir que el fin de semana completo, pero no, únicamente disfruto de ella los días previos al domingo. Antes había también los martes y jueves, después de las 7 de la tarde y hasta poco antes de la media noche. Más antes, no había. Cuando llegué aquí me lo advirtieron, “este servicio no está en su contrato” y no quise preguntar nada al respecto porque por primera vez era independiente. El problema ni siquiera fue ese, sino que, desde su primera visita, como si de un avistamiento no identificado se tratara –no usaré la maldita palabra gringa, odio a los creyentes de lo anormal y a los gringos–, me acostumbré inmediatamente a su presencia. Al día siguiente, cuando el apagador ya no encendía el foco, sentí tristeza por primera vez en mi vida, la real, la pesada.

No me acostumbré del todo. Es complicado cargar la batería de la computadora y el teléfono, estaba al pendiente de los horarios. Para saber cuándo llega, el foco de la sala permanece “prendido” de forma eterna. Ni siquiera me acerco al apagador. Antes, cuando el foquito de 40 watts encendía, procuraba no desperdiciar ni un solo segundo. Corría por la casa, jalaba extensiones, conectaba electrónicos, hacía llamadas, enfriaba cervezas. Aunque eso es electricidad y no luz, la mala costumbre de no llamar a las cosas por su nombre.

Poco a poco pude deshacerme de los aparatos. Ya no guardo cosas en el refrigerador, cargo mis dispositivos en el trabajo y los miércoles lavo ropa en casa de mi mamá. La luz –la luz luz, la iluminación– es de lo único que a veces quisiera no prescindir. Aprovecho el día para leer cuanto puedo, incluso en mi horario laboral. Mis insomnios son regulares y en las noches sufro por no poder leer para calmar la ansiedad.

En algún momento intenté con las velas, sin embargo, mis aficiones no me permiten tener tanto fuego en grandes cantidades. Estuve a punto de prender la biblioteca: me quedé dormido en el sofá y cuando el libro cayó de mis manos tiró algunas ceras puestas en el suelo. No sé en qué película lo vi, la idea me había parecido bastante romántica. No fue lo suficiente cuando el olor a quemado de mi edición especial me despertó. Por un momento pensé en haber llegado a algún infierno de Dante y luego, cuando me quemé al tratar de apagar la pequeña fogata, me di cuenta de la mamada que estaba diciendo. Por eso sigo solo. Aparte, la decoración que ofrecen no es proporcional a la cantidad de luz que emiten. La danza de las flamitas me arrulló en aquel casi incendio. De no ser por el plástico quemado de la cubierta, aunque no se hubiera incendiado la casa, yo no hubiera despertado. La lección: aquello que se ve inocente, indefenso y desfasado del tiempo o hasta cálido y controlable, es en realidad una amenaza para la vida o al menos para la integridad de la misma.

Deseché mis motivos para llevar una existencia como las de Pinterest y me pareció más sensato ser un troglodita. Continúo en esta casa para poder ver la luz los sábados.

Al principio llamé a Comisión para solucionar el problema. La señorita del 071 no sólo me trató con la punta del auricular, al parecer nunca pasó mi reporte y es como si hubiera reducido la cantidad miserable del servicio a una todavía más penosa. “¡¿Cuál es su pinche contrato?!”, gritaba del otro lado de la línea. “Le digo que no sé, vivo en Violetas 80 de Bosques de la Virgen de Dolores. ¿No puede meter mi dirección en su computadora y decirme mi número de contrato o algo por el estilo?” Por supuesto no quise responderle como ella lo hacía conmigo, pero cada vez se desesperaba más. Sobra decirlo, tampoco conocía el nombre del anterior arrendado y perdí una copia del INE de mi casera entre los jodidos libros. La vieja viene cada cuatro meses –sin avisar los días específicos– a recoger la renta y se regresa a Sonora, de donde es originaria. Su achichincle, el Beto, dice no tener ningún documento o número de la ñora. Él nada más está ahí para darle baje con las rentas. Conoció al dueño anterior de los departamentos, fue su chofer mientras el militar retirado tenía vida. Después, la viudita heredó las rentas y se largó con todo y el contrato de la bendita luz al desierto. Por si fuera poco, dejó al Beto a cargo del negocito y pienso en sus dotes de contador porque es un milagro que la doña no haya perdido los departamentos del general.

No quise prestarle atención en su momento. Para dormir es indispensable la oscuridad y yo sólo llegaba a eso. Al tener un trabajo tan demandante, nunca me doy el tiempo necesario para ir a hacer un contrato nuevo. Además, no quiero la atención de la misma nerviosa del 071.

Fue el fatídico 14 de marzo cuando sucedió, el foco se encendió por primera vez y desde entonces no puedo vivir sin ella. Estaba recostado en la cama y la puerta vieja, de fierro y con ventana, se iluminó de repente. El vidrio craquelado se pintó de amarillo y las almohadas, los libros sobre el buró, una cáscara de plátano y mis pies proyectaron una sombra bastante atractiva. Eran más o menos las 9 de la noche, en martes. En el reflejo que tienen los que viven solos de hablar consigo mismos solté un “no mames” y quedé paralizado ante el juego de sombras. No sé cuántos minutos pude apreciar eso, se sintieron como días enteros. Y luego, así como vino, desapareció. Al día siguiente, estuve otra vez como pendejo frente al foco del cual no tenía noticia. Y también frente a la desesperación, pues los miércoles nunca llegó a encenderse.

El foquito me enseñó varias cosas durante esos días. Ordenaba mi cuarto de distintas maneras para ver qué figuras se formaban con las sombras. La cama tocó todas las paredes y algunas veces estuvo en el centro. Colocaba libros de diferentes tamaños en distintas posiciones. Deformaba las latas de cerveza y las giraba para ver cómo cambiaban a contraluz. Las velas no te pueden dar esas perspectivas porque no son capaces de detener el tiempo y el espacio. Generalmente me espantaba con sus proyecciones deformes y nunca dejaban de moverse. Una sola vez hice el juego de las sombras con las velas.

Foto de Alexis Salinas.
Foto de Alexis Salinas.

El culmen de mis andanzas entre la luz y la oscuridad fue cuando traje a la Fer a la casa. Después de un rato de estar en la cama, la puse encima de mí y la abracé. Me levanté ligeramente con ella encima para empezar a besarla y el foco me regaló el mejor momento de telenovela de mi vida: se encendió e iluminó su piel morena, quien continuamente se quejaba de eso y de su cuerpo regordete. Me detuve bastante rato a ver cómo mis manos ondulaban las sombras de su costado, sobre sus costillas. Al verme, ella se quedó igual, quietecita sobre mis piernas. No sé si veía lo mismo o me seguía la corriente. Lo que sí fue seguro es su gusto por ver mi cara de baboso. Y digo que le gustaba porque comenzamos a hacerlo martes, jueves y sábados sin falta.

Como todo evento repetitivo, se cansó de mi rutina de sombras. La última vez ya ni siquiera me quité la ropa, le pedí desvestirse y acostarse en la cama sin más. Accedió, entre tanta penumbra no pude distinguir sus gestos. Aunque sí su tono de voz, hablaba con monosílabos. “Ahora levanta tu pierna”, le decía. “Ajá”, me contestaba y yo le pasaba las manos por los muslos. “Gírate a tu costado.” “Ok.” “Siéntate en flor de loto.” “Está bien.” Al vivir sin la necesidad de aparatos electrónicos nunca pudimos hacer el amor con música o con la tele prendida o con cualquier interferencia tecnológica imaginada. Ese día se despidió con los ojos rojos y rechazó que la llevara a su casa. Nunca la volví a ver. Tiempo después, me enteré de que subió una foto con su nuevo novio con la leyenda “Amor es ver series con mi flaco hermoso” o una pendejada así, mientras de fondo se veía una pantalla de bastantes pulgadas con una escena épica.

Desde entonces no llevo a nadie a la casa, me da pena que vean que no tengo las suficientes pulgadas de pantalla, ni pantalla, y que me entretengo con un miserable foco.

Me sucedió lo mismo que con los libros: cuando aprendí a leer, ya no dejé de hacerlo. Cuando aprendí a leer esa luz, ya no quise dejar de acercarme a ella. No me importaba la luz del día –el sol no se puede ver directamente– ni la luz de otras casas. Yo quería mi propia luz, la del jodido departamento de Violetas 80. Pero esperar la llegada de los sábados era cada vez más cruel y comenzaron a aumentar mis idas al psicólogo y los calmantes. Tengo miedo de que algún día llegue por pausitas –como los “Ajá” de la Fer– o de plano ya no llegue jamás –como la Fer. ¿Qué hago si las cosas vuelven a ser como antes? ¿Cómo se vive para siempre sin la luz?

Pienso en ello cuando tocan a la puerta. Obviamente no es mi exnovia, hace dos meses que se fue –sip, la cabrona encontró el amor verdadero de nuevo en un mes–, pienso. No es el repartidor del agua, ese wey viene los lunes en la tarde. No es ningún amigo porque… bueno, no tengo. Miro el calendario pegado en mi cuarto y descubro la flamante fecha de 15 de marzo. Es el Betito que viene por la renta.

—Qué onda mi ticher, ya lo vengo a moler.
—No te preocupes, Beto, ahorita te lo paso —aún tengo puesta la ropa para dormir y me adentro en la casa para sacar el dinero. Aprovecho para ponerme las sandalias y regresar a la puerta. En el trayecto se me ocurre una idea y el Betito, con toda la maña que se carga, seguro me puede ayudar—. Aquí tienes, canijo. Oye, de pura casualidad, ¿no sabes cómo me puedo colgar de un poste de luz?

El méndigo enano panzón se caga de risa cuando me escucha, no sé si de mi sinceridad o de mi inutilidad para burlar a la Comisión.

—No, mi ticher, fíjese que ahí sí no le sé. ¿Sigue con su problema de la luz?
—Sí, sigo sin saber cómo arreglarlo.
—¿Y si va a la Comisión? —pregunta con una mirada de qué-pedo-con-tu-cabrona-vida.
—Iría, pero hoy voy a dar unas asesorías —claro que no es cierto, hoy, como todos los domingos, me voy a quedar en la cama.
—Búsquese unos tutoriales en internet —deja asomar una sonrisa burlona—, me cae que sí los encuentra.
—No tengo internet y hoy no abren en mi chamba.
—Ya veo, mi prof —me caga que use el posesivo—. No, pues, así ni cómo hacerle. Lo único que le queda es fabricar la luz usted mismo.

Dice esto último y vuelve a carcajearse, la panza le rebota como gelatina. Se despide con un “que tenga bonito día, mi ticher”, da media vuelta y baja las escaleras. Se sabe contento: hoy, después de jinetear las rentas, se pondrá hasta la madre de cerveza y les comprará pizza a sus hijos.

Cierro la puerta y me recargo en la pared. Pinche Beto, ojalá supieras cómo hacer eso de verdad, me digo mientras subo y bajo el apagador sin vida de la sala.


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