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Por Oswaldo Buendía Galicia

Estado de México, México, 23 de agosto de 2022 [00:02 GMT-5] (Neotraba)

Para Jannet

5 de agosto de 2015

Otra vez el mismo techo, la misma cama, la misma habitación, la misma maldita ciudad, pensó Julián Sorel, apenas al abrir los ojos, la mañana de su cumpleaños número 298. Maldito clima, dijo al ver el nublado paisaje de Ciudeath por la ventana. Tantos jodidos años y continúan quemando carbón, parece la maldita Londres del XIX. Somos un maldito cáncer: eso es lo único que los años me han confirmado. Un puto cáncer, dijo y se dirigió al baño. Después de vaciar su vejiga, se lavó las manos y miró de cerca su rostro en el espejo. Ni una maldita arruga, se dijo. El cutis angelical aburre luego de los ciento cincuenta años. ¿Dónde estaba a esa edad?, se preguntó, tumbado de nuevo en la cama. Encendió el televisor. París, recordó. Sí, París era una fiesta en ese entonces… ¡Uff!, los culos de las francesas… Michelle… También ya recordé por qué salí de París: maldito Boris Vian y su matrimonio de porquería.

–…De una víctima más de “El cegador”. Vamos con nuestra compañera Jeanette Lorenzo desde el lugar de la noticia…

–¿Que no “cegador” se escribe con “s”? –pensó Sorel en voz alta al ver el cintillo del noticiario.

–Se refiere a que el asesino enceguece a sus víctimas –le respondió Fergus, su compañero fantasma, quien de pronto se había materializado junto a él.

–¡Ah, putas! –exclamó asustado, Sorel–. Ya te dije que no hagas eso, enano, o que te pongas un maldito cascabel.

–Lo siento –dijo el pequeño fantasma.

–Te apareces de repente y no eres ni para traer el desayuno. ¿No sabes qué día es hoy?

–¿Día de San Oswaldo Rey?

–¡Qué? ¡No! Olvídalo… ¿Quién putas es San Ubaldo?

–Es Oswal…

–No respondas, ¿a quién coños le importa?

–Tú preguntaste.

–Solo era retorico –dijo Sorel, sentándose a la orilla de la cama y levantando sus pantalones del piso.

Fergus le subió el volumen al televisor:

–…Con ella ya son cinco las víctimas de “El cegador”. Las autoridades no han revelado si la sustracción de los ojos obedece a tráfico de órganos o alguna clase de rituales religiosos o a la simple firma de un asesino serial.

–¿Cómo saben que se trata de un hombre y no una mujer la asesina? –preguntó Sorel, abotonándose la camisa.

–Un testigo vio a un hombre salir de la casa de una de las víctimas, horas antes de que hallaran el cadáver sin ojos.

–Okey, veo que sabes mucho del tema y eso no es nada bueno. ¿Quieres decirme de una vez qué sucede?

–El Comandante nos pidió que ayudáramos en el caso.

–¿A nosotros? Vaya, nos vamos acreditando como excelentes detectives.

–Bueno –repuso Fergus–, la verdad les pidió ayuda a todas las agencias de detectives de Ciudeath. Quieren que esto se resuelva pronto y no cuentan con el personal necesario.

–Okey, haremos el trabajo de la policía: nada nuevo.

–Nos mandaron el archivo del caso. ¿No lo viste? Lo dejé ayer encima del escritorio, incluso te escribí una nota: “Échale un ojo al caso de ‘El cegador’”.

–Ay, enano. Yo todo creo que son cuentas por pagar, me hago un favor no viéndolas. Así hago como que no existen.

–¿Funciona?

–¿Eres tonto? Por supuesto que no.

Fergus tomó un sobre manila del escritorio. Le quitó el post-it en el que había escrito su nota y la tiró a la basura. Sacó las fotografías del caso y se las pasó a su compañero. Sorel las observó con detenimiento y, contrario a su costumbre, no hizo ninguna broma o comentario sarcástico. Todas las fotos presentaban los cadáveres completamente carbonizados y con las cuencas de los ojos vacías. Todas las víctimas fueron asesinadas al interior de sus casas. Sus cuerpos los colocaron a un extremo de una estrella de cinco puntas, en el interior de un círculo en el que se hallaba una inscripción en una lengua que Fergus no entendía, pero que Sorel sabía dónde encontrar su significado.

–Este sujeto no se detendrá muy pronto, enano. Está invocando demonios.

Fergus rio de manera nerviosa:

–Demonios, ¿es en serio?

–No me estoy riendo.

–Lo veo, solo que es raro.

–¿Más raro que una ciudad llena de fantasmas deambulando por las calles, exigiendo derechos y salarios justos?

–Somos una minoría en crecimiento –dijo Fergus.

–Entendiste el punto, ¿no?

–Sí, pero ¿de verdad crees que una persona mata para invocar demonios? ¡Es de locos!

–La humanidad aún cree que los ricos lo son porque trabajan arduamente, enano.

–No se puede comparar… Y qué hace: ¿les saca los ojos como ofrenda y luego los mata o cómo?

–Los ojos son lo primero que arde cuando se aparece un demonio.

Fergus se levantó de la cama:

–¿O sea que el demonio trae al infierno consigo? ¿De verdad, Sorel? ¿No se trata de un loco que cree en la brujería y ya?

–No, se trata de un tipo muy desesperado que espera que un demonio le proporcione algo.

–¿Los demonios dan regalos? Yo creí que poseían y te enfermaban del estómago como a Linda Blair.

Sorel se acarició la frente con fastidio.

–¿Y cómo sabes todo esto? –preguntó el pequeño fantasma–. ¿Eras parte de un culto?

–No soy satánico.

–¿Una exnovia?

–¿Por qué crees que están esos libros en el librero? ¿Para adornar el televisor?

–Suponía que eran novelas, no estudios sobre satanistas.

Sorel tomó la botella de bourbon de su buró y le dio un trago:

–De verdad uno no quiere beber desde temprano, pero a veces me obligas a ello, enano.

–¿Lo siento?

–Llevas un año en este lugar, conmigo, con esta agencia; eres un fantasma que no duerme nunca, ¿y me dices que ni una sola vez has ojeado alguno de los libros que tengo ahí?

Fergus se encogió de hombros.

–Recuérdeme qué hacías antes, cuando estabas vivo.

–Era diseñador gráfico en una agencia de publicidad.

–Okey, cuando encontremos al demonio te avisaré para que lo coloreemos de la manera correcta, ¿te parece?

El pequeño fantasma no dijo nada y miró al piso.

–Tú irás a investigar el caso mientras yo hago otras cosas.

–¿Beber en la cama y ver Netflix?

–No, enano; pero si lo hiciera ¿qué tiene? Hoy me lo merezco.

–Por lo visto siempre te lo mereces.

–No haré caso de tu sarcasmo –le dijo Sorel mientras apuntaba algo en un trozo de papel.

Fergus murmuró algo entre dientes.

–No te estoy haciendo caso, enano. Toma –dijo y le dio el papel–. Allí está el nombre de un libro que debes robar de la Biblioteca General de Ciudeath. Y antes de que preguntes: no, no lo prestan; es un libro muy antiguo.

El pequeño fantasma contempló la arquitectura de estilo dórico de la biblioteca. Le llamó la atención que en el frontón de la entrada se encontraba un relieve con la escena bucólica entre fantasmas y vivos, muy parecida a la propaganda con la que el gobierno de la ciudad tapizaba paredes y espectaculares: Nada más lejos de la verdad, pensó, negando con la cabeza. Luego subió por la escalinata y se detuvo unos segundos a repasar lo que debía hacer cuando se encontrara dentro: buscar la ubicación del libro en las computadoras, ir al área señalada, encontrar el libro, tomarlo, desmaterializarse y salir. Fácil, se dijo. Realizó solo los dos primeros pasos conforme al plan porque cuando llegó al área de incunables, ésta se encontraba cerrada con candado y con un letrero que pedía acudir a recepción por un permiso de consulta. Fergus volteó a ambos lados para cerciorarse que nadie lo veía y se desvaneció. Atravesó la puerta entre risas. Luego buscó el libro. No es posible, se dijo. Revisó una, dos, tres veces el estante, pero fue inútil, no halló señales del ejemplar por ningún lado. Quizá lo prestaron, pensó. Así que le llamó a Sorel por teléfono.

–¿Ya tienes el libro? –le preguntó su compañero.

–No está. Ya lo busqué varias veces. Seguro se lo prestaron a alguien.

–Que esos libros no los prestan, enano.

–Oh, sí. Entonces tenemos un problema, ¿no?

–Tienes un problema. Ahora debes buscar en los registros de la biblioteca quiénes han pedido ver ese libro en particular.

–Oh ya. Me tomará algo de tiempo. La chica de la recepción no se despega de ahí.

–Hazle plática. Seguro no pasa mucho para que encuentre una excusa para huir del lugar.

Fergus no dijo nada.

–¿Sigues ahí, enano?

–Sí.

–¡Contesta!

–Estoy contestando.

–Okey. Inténtalo, me dices qué sucede. Me voy porque tengo cosas que hacer.

–Qué estás…

Sorel colgó.

Fergus salió del área de incunables, se alisó la camisa, se pasó las manos por el cabello y se deslizó hacía la recepción, dando pequeñas brazadas como si fuera un patinador sobre hielo.

–Hola –escuchó la joven recepcionista; pero al no ver a nadie, siguió sellando la pila de libros que tenía a un costado–. Hola, aquí abajo –repitió Fergus.

La recepcionista dejó el libro que sellaba y se asomó por encima del recibidor:

–¡Ah!, hola niño. ¿Te perdiste?

–Muy graciosa, señorita. De verdad es usted muy graciosa –le señalo el pequeño fantasma con fingida amabilidad.

–¡Ah! Lo siento, señor. No me percaté… Lo siento.

Fergus cambió de humor y le sonrió:

–No se preocupe. Me pasa más seguido de lo que imagina.

–Lo siento. ¿Qué puedo hacer por usted?

Después de media hora de conversación, risas y flirteo, Fergus salió de la biblioteca con el domicilio de cinco posibles sospechosos del robo del libro y con el teléfono de la recepcionista, a la que prometió hablarle una vez que resolviera el caso del que todos los periódicos y noticiarios televisivos hablaban.

El pequeño fantasma bajó la escalinata bailando. Ya en la calle, fiel a su costumbre de seguir comportándose como un humano vivo, levantó su manita y pidió un taxi. No tardó mucho para que un vehículo se detuviera.

–¿Adónde lo llevo? –le preguntó una mujer robusta y con gorra tipo Peaky Blinders.

Fergus de inmediato se sintió un poco intimidado:

–Al Barrio Central –dijo. Debía mostrarle a Sorel lo que había conseguido. Sin embargo, mientras repasaba los nombres de las cinco personas que habían acudido al área de incunables en el presente año, se le ocurrió investigar un poco las direcciones. Una de las virtudes y, al mismo tiempo, desventajas de ser fantasma era que no sentía cansancio. Así que, después de tragar saliva, le pidió a la taxista de Birmingham que diera vuelta y lo llevara de nuevo al Barrio Sur.

–Como gustes, pequeñín. Tú pagas –le dijo.

No tardaron en llegar a su primer destino.

Fergus bajó del auto y entró en un edificio de departamentos. Cruzó la entrada, se cercioró de que la mujer del taxi no lo viera y se desvaneció. Muy bien, se dijo. Ahora el departamento 201. Atravesó la puerta indicada y avanzó por la sala. Había algunas cervezas vacías en la mesita de centro y un cenicero con dos colillas de cigarro. El pequeño fantasma registraba todo visualmente con la intención de hallar algún indicio que revelara que esa era la vivienda del asesino, pero al parecer solo era la de un diseñador gráfico cualquiera. Su librero tenía varios de los tomos imprescindibles de la especialidad. Escuchó entonces unos gemidos muy familiares. Se dirigió a la recámara. No fue necesario atravesar otra puerta: estaba abierta. Desde el vano observó al diseñador cogiendo con Violet, una scort de cabello morado que él pedía a menudo a su agencia. Fergus suspiró y salió del edificio. Subió de nuevo al taxi.

–A la calle Thompson 1280 –le dijo a la taxista.

En ese momento recibió una llamada:

–¿Cómo vas, enano? –le preguntó Sorel–. ¿Conseguiste los nombres?

–Sí, Julián, los conseguí. Acabo de ver a uno: descubrí que solo es un idiota con el que comparto a Violet. Ya casi llego al segundo domicilio.

–Okey, excelente. Andas muy motivado, enano. Sigue así. Yo continuo con mis cosas. Me llamas si encuentras algo importante o que no entiendas –dijo y colgó.

–Estúpido Julián –pensó Fergus.

–Llegamos –dijo la taxista.

–No tardo –le advirtió el fantasma y salió. Cruzó la calle. Se trataba de una casa estilo art decó con el número 1280 grabado en una de las paredes, en una tipografía Broadway. Fergus vio que la taxista estaba entretenida en su celular y se desvaneció. Una vez dentro de la casa sintió una extraña presión en el pecho y la cabeza comenzó a darle vueltas. Qué sucede, se preguntó, sosteniéndose de un muro. Tardó unos segundos en incorporarse. Finalmente continuó. La casa lucía tranquila a pesar del aire enrarecido. No había nadie; pero cuando llegó a la recámara descubrió los restos de velas en cada una de las esquinas de una estrella de cinco puntas. Te tengo, pensó Fergus.

7 de enero de 2015

Clarice abrió la puerta y vio de nuevo a Bernard con sus maletas.

–¿Se te olvidó algo? –le preguntó ella.

Bernard soltó las maletas y estrechó a Clarice entre sus brazos. La besó como quien sabe que la mujer que ama morirá en menos de doce horas:

–Te extrañaba, cariño –le dijo al oído.

–Ay, amor, solo te fuiste una hora.

–Para mí han sido meses.

–¿Se retrasó el vuelo?

–No –dijo Bernard tomando la maleta–, lo pensé mejor y no es tan urgente mi presencia. Creo que se las pueden arreglar muy bien sin mí.

–Siempre te he dicho que das mucho de ti a esa empresa. Qué bueno que comienzas a recapacitar.

–Sí, tuviste razón.

Bernard subió a la recámara y dejó las maletas sin deshacer en el clóset. Escuchó el timbre. Se metió al baño y se enjuagó el rostro en el lavabo. Se vio al espejo: ¿Qué otra cosa puedo hacer?, se preguntó mientras se secaba con la toalla. Se vio de nuevo al espejo y sonrió. Comenzó a desabotonarse la camisa. Se descalzó las botas y se quitó el pantalón; por último, los calcetines y el bóxer.

Clarice entró a la habitación:

–Cariño, pedí una pi… ¡Bernard! –exclamó con una sonrisa.

–Te extrañé, te lo dije.

–Ahora me queda claro que sí –le respondió ella, rodeándole el cuello con los brazos.

–Te amo, Clarice –le dijo y la besó; le mordió el labio con ternura, descendió por su cuello y olió su perfume, aspiró hondo, tan profundo como aquel que trata de retener cada pedazo de tiempo. Luego le introdujo su mano por debajo de la blusa y le acarició la espalda, llevó sus dedos hasta la cintura y los pasó al frente para desabotonarle el pantalón.

–¿Haremos esto de una vez? –le murmuró ella al oído.

Él mojó entonces el índice y el dedo medio en el interior de Clarice.

–¿Eso qué te dice? –le preguntó Bernard.

Ella aspiró en medio de un ligero temblor de su abdomen.

Bernard la ayudó a sacarse la blusa y la tumbó en la cama; le cubrió de besos los pies; luego tomó el pantalón del dobladillo de las piernas y lo jaló hasta deshacerse de él. Acercó a Clarice a la orilla de la cama, le abrió los muslos y hundió su lengua en el fondo abisal de su sexo. De inmediato ella siseó de placer. Él la giró y le acarició las nalgas. Clarice se hincó y apoyó su rostro sobre el colchón y él le dio un beso oscuro y delicado, que ella recibió con los ojos cerrados mientras oprimía las cobijas entre sus puños, conteniendo la adorable euforia.

–Te necesito adentro –le dijo.

Y él obedeció.

Juntos se sumergieron en secretas humedades, fingiéndose criaturas marinas, o tal vez demonios cómplices de ángeles golosos y tristes, hasta que estallaron en miles de fragmentos, como estrellas al final de su vida.

–Jamás me he salido de ti –le confesó Bernard, viéndola a los ojos y acariciando su mejilla–. Algo en tu forma de ser –añadió– me hace sentir que no puedo vivir sin ti, me lleva siempre a desear que te quedes, Clarice. Quédate conmigo. Quedémonos todo el tiempo del mundo en esta habitación, ¿quieres?

–¿Adónde he de ir?

–A otro mundo, tal vez.

–Eres un tonto.

–Más tonto enamorado –le dijo él y rieron.

Fue su última risa juntos.

10 de agosto 2015

La noche era fría y neblinosa; la calle solitaria y los pasos de los dos detectives producían un pequeño eco que se extendía por todo lo largo. Olía a tierra mojada, a fresnos después de la lluvia.

–Ese es su auto, Julián.

Se trataba de una cerrada típica del Barrio Poniente, semioscura, con jardines al frente y una que otra farola con pésima iluminación.

–Ya vi. ¿Ahora en qué casa se habrá metido, enano? Te dije que no nos detuviéramos, pero quisiste seguirlo a pie.

–Era para que no se percatara de nosotros.

–Tus ideas ridículas… Debe ser una de las cuatro casas de alrededor.

El pequeño fantasma se paró a mitad de la calle para escuchar mejor cualquier ruido que delatara al hombre que buscaban.

–¡Chissst!

Fergus volteó a ver a su compañero. Julián lo llamó con la mano.

–¿Estás imbécil, enano? –le susurró–. ¿Quieres que te vean? Desde acá se escucha bien –le dijo, oculto bajo un árbol.

Guardaron silencio unos segundos.

–¿Aún crees que aparecerá un demonio, Julián?

–Es muy probable. Por lo menos ese tipo… ¿cómo se llama?

–Bernard, Bernard Harlan.

–Okey, Bernard lo cree, enano: eso es suficiente.

En aquel momento se oyó el grito de una mujer.

–¿De dónde vino? –preguntó Sorel.

–De ese lado, pero no sé de cuál casa –respondió Fergus.

–¡Maldición, enano!

–¡Aaaahhh!

–Es de allá. –Sorel señaló una casa de dos pisos, a unos cien metros de donde estaban–. Adelántate, enano –le ordenó. El pequeño fantasma estaba por desvanecerse cuando una luz rojiza estalló frente a ellos y los arrojó al piso.

–¿Qué sucede? –preguntó Fergus, con los ojos llenos de temor.

–Ya está aquí –dijo Sorel.

–¿Quién?

–Esa es una muy buena pregunta, enano.

–¿El demonio?

–Sí, pero “cuál” es la verdadera cuestión.

Se dirigieron a la casa a toda prisa. Del segundo piso continuaba saliendo aquella luz rojiza. Algunos vecinos se asomaron desde sus ventanas, pero no se atrevían a salir. La neblina se sentía pesada, como cargada de siglos de odio y crueles tristezas. Llegaron a la puerta. Fergus se desvaneció y abrió la cerradura desde adentro.

–Okey, vayamos al segundo piso.

Fergus ya se adelantaba cuando Sorel lo sujetó del brazo.

–Si hay problemas, márchate, enano. ¿Me oyes? No hay lugar para los héroes frente a un demonio, ¿me entiendes?

–¿Y tú que harás?

–Es largo de explicar. Solo confía en mí, ¿quieres?

El pequeño fantasma asintió con la cabeza.

–Perfecto. Voy primero –le dijo Sorel.

Subieron la escalera con cuidado. Debajo de una de las puertas se escapaba aquella luz rojiza.

–Es ahí –señaló Sorel en voz baja. Se colocó frente a la puerta. De su abrigo sacó una navaja y se cortó la mano derecha.

Fergus estaba confundido.

Sorel contó hasta tres con los dedos y abrió la puerta.

La cama de la recámara había sido levantada y puesta a un costado. En el piso había pintada una estrella de cinco puntas con velas en cada extremo. En medio de ella flotaba Bernard en posición de loto y con los ojos vueltos hacia atrás.

Sorel miraba fijamente. Fergus no creía lo que estaba presenciando:

Un hombre apuesto, completamente desnudo, rodeado de un aura rojiza y montado en un caballo alado, emergía de una grieta en una de las puntas de la estrella. El hombre, sin bajarse del caballo, violaba a la dueña de la casa. La embestía con furia. Ella parecía una muñeca de trapo, sin voluntad y a merced de la verga infernal de aquel demonio. La mujer ya no tenía ojos.

–¡Seere! –exclamó Sorel y de inmediato comenzó a dibujar un sello mágico en el aire con la mano ensangrentada. El demonio volteó y miró al detective con sorpresa.

–Un inmortal –dijo con voz cavernosa.

Fergus estaba paralizado.

Quem si fata mulierem servant –recitaba Sorel–, si vescitur aura aetheria, neque adhuc crudelibus occubat umbris, non metus

El demonio observó a Julián y arrojó a la mujer a sus pies.

–Ya está muerta –dijo. De inmediato la grieta del piso lo tragó a él y su caballo.

La recámara quedó iluminada solo por la luz de las velas.

–¿Qué ha ocurrido, Julián? –le preguntó el pequeño fantasma.

Bernard aún seguía flotando en medio de la estrella.

Sorel revisó los signos vitales de la mujer, pero el demonio había dicho la verdad: estaba muerta.

–Piensa, piensa –se dijo el detective en voz alta.

–¿Ya se acabó? –le preguntó Fergus–. Aún está volando ese psicópata, Julián.

–Ya lo vi enano, todo mundo puede verlo –le dijo, poniéndose de pie–. Pero eso no –añadió, mostrándole a su compañero el retrato de una mujer en el regazo de Bernard.

–¿Qué significa? No entiendo nada.

Sorel vio de nuevo a la dueña de la casa tumbada en el piso. Trató de recordar los atributos de un demonio como Seere. Pensó luego en Bernard y el retrato:

–¿Este sujeto tenía esposa?

–Creo que sí.

–¿Lo investigaste o no?

–Sí, se llamaba Clarice. Murió hace unos meses mientras él estaba de viaje.

–¿Cuándo se perdió el libro de la biblioteca?

–Hace dos semanas.

Sorel comenzó a reír.

–Nada de esto es gracioso, Julián.

–Lo sé, enano.

–También no entiendo por qué la cosa esa te dijo inmortal y cómo es que sabes ahuyentarlos.

–¡No lo ahuyenté!

–¿Por qué se fue?

–No lo invocaron para iniciar una pelea.

–Oh, eso resuelve mis dudas.

–Okey, enano. Soy un inmortal. Hace algunos días fue mi cumpleaños número 298 y fui entrenado para matar a todo ser sobrenatural que existe sobre la tierra…

Fergus tenía la boca abierta.

–…Pero lo más importante, enano, es que podemos solucionar este desastre.

–¿Dodo… dodocientos noventa y ocho años? –tartamudeó el fantasma.

–No te preocupes, no lo recordarás, enano –le confesó Sorel–. Y lo mejor es que podremos salvar a todas las víctimas: Bernard invocó a ese demonio para volver en el tiempo y salvar a su esposa…

–¿Cóco… cócomo?

–…Supongo que no lo ha logrado porque continúa ofreciendo sacrificios.

–¿El… el titi… tiempo?

–Sí, enano, el tiempo. Se puede volver en el tiempo, ¿no estás oyendo? Bernard lo lleva a cabo en este preciso instante. Por eso aún podemos salvar a todas esas chicas.

–¿Cómo?–Así. –Y con su navaja apuñaló a Bernard en el corazón.

5 de agosto 2015

Otra vez el mismo techo, la misma cama, la misma habitación, la misma maldita ciudad, piensa Julián Sorel, apenas al abrir los ojos, la mañana de su cumpleaños número 298. Maldito clima, dice al ver el nublado paisaje de Ciudeath por la ventana. Tantos jodidos años y continúan quemando carbón, parece la maldita Londres del XIX. Somos un maldito cáncer: eso es lo único que los años me han confirmado. Un puto cáncer, dice y se dirige al baño. Después de vaciar su vejiga, se lava las manos y ve su rostro en el espejo. Se acerca. Ni una maldita arruga, se dice. La cara de ángel aburre luego de los ciento cincuenta años. ¿Dónde estaba a esa edad?, se pregunta, tumbado de nuevo en la cama. Enciende el televisor. París, recuerda. Sí, París era una fiesta en ese entonces… ¡Uff!, los culos de las francesas… Michelle… También ya recuerdo por qué abandoné París: maldito Boris Vian y tu matrimonio de porquería.

–…Desmantelan un club de suicidas en el Barrio Central. Vamos con nuestra compañera Jeanette Lorenzo desde el lugar de la noticia…

–La gente debería tener derecho a morir, si de verdad lo desea –le dice Julián al televisor.

–En eso estamos de acuerdo –añade Fergus, su compañero fantasma, quien de pronto se ha materializado junto a él.

–¡Ah, putas! –exclama asustado, Sorel–. Ya te dije que no hagas eso, enano, o que te pongas un maldito cascabel.

–Traje cervezas –dice.

–Ookey, enano. Así se inicia un día festivo –dijo y destapó una cerveza.


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