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Por Alan Román Méndez

Mexicali, Baja California, 1 de mayo de 2023 [00:10 GMT-7] (Neotraba)

–Me invitó la Vale. Sí, me dijo que no me ha leído pero que me recomendaron, por lo menos es honesta. Y como mi nombre sale en Tierra Adentro, pues se armó. Sí, los dos organizadores me dijeron que qué padre, que les gustaría mucho entrar al taller pero que estaban ocupadísimos llevando a no sé quién y trayendo a no sé cuál. No, ya sé que nada más es porque son las nueve de la madrugada y ayer le seguimos hasta las cuatro, bueno, algunos. Wey, aquí toman pura Tecate, roja si aguantas o azul si eres culo, y bien helada porque hace un calor bien cabrón, como bien seco así que sudas nomás de existir. Pues me mandaron una lista, pero no conozco a nadie. No, no me voy a poner muy mamón, ellos no pagan para eso, bueno, en este caso no pagan nada, pero igual, no vienen en taxi o camión o como sea para estar a las putas nueve de la mañana y que llegue yo y les diga sus verdades. Está botana la Casa de la cultura aquí, es como una versión pequeña de los centros que tenemos allá. Voy a preguntar por el aula, salgo a la una, te marco.

Pongo el modo silencio del celular y lo guardo en mi mochila. Le pregunto al recepcionista por la sala de usos múltiples. Me mira por encima de unos anteojos pequeños, como si fuera el ser más extraño que hubiera visto en su vida, y responde con una voz calmada, con acento norteño pero fresón, que subiendo las escaleras dos puertas a la derecha.

Las dos puertas están abiertas y cuatro mesas largas que forman un cuadro me reciben. Decido sentarme en el espacio queda frente a la puerta para ver quien llega. Dejo la mochila en el piso que huele a la mezcla infalible de Pinol y trapeador sucio, y saco la laptop para prenderla esperando tenga pila. Las paredes son blancas, al lado de la puerta está la mesita de ambigú obligatoria: Galletas Surtido Rico, una cafetera con el acabo plateado manchado, acompañada de la torre de vasitos de plásticos, además los sobrecitos de azúcar y crema correspondientes. Escoltados por dos botellas de vino que venden en las tiendas de autoservicio. Nada más que lo necesario para sobrevivir a un taller literario.

Ahora que lo pienso no vi a nadie en la antesala, ni muchos autos afuera, pero es muy temprano. Faltan diez minutos todavía, la gente con aspiraciones literarias es impuntual, creen que son dueños del tiempo, decía un maestro de la facultad cuando tocábamos la puerta del salón para ingresar veinte minutos después de la hora. Pero él con su bigote poblado y gafas enormes, creía que nos estaba enseñando algo y que era uno de los contemporáneos, pobre.

La laptop si tiene carga, sorprendentemente tiene carga. Cuando menos lo pienso ya estoy en la mesa sirviéndome un café que sale vomitado por la perilla. Está hirviendo, desearía que hubiera caguamas de Tecate como las de anoche, pero igual esto sirve para despertar.

Ya pasaron cinco minutos de la hora. Le marco a Hernán otra vez, pero no me contesta, se debe haber vuelto a dormir. Mejor abro el borrador de mi último cuento. No me convence, la premisa es muy básica, es algo que escribiría en mi época de estudiante, cuando comencé a asistir a los talleres como los que ahora doy.

Comienzo a imaginar quienes podrían llegar al taller. El primero en entrar sería el más entusiasta, de lentes y saco, con los hombros delgados y pantalón de mezclilla deslavado. Traería en la mano una de esas libretas con el dibujo de un gato estilizado en la portada y una mochila que van en un solo hombro, como para dislocárselo. Lo más seguro es que si pudiera traería botella de vino y copa en mano cargando todo el tiempo, pero como está es una institución respetable se limitaría a servirse un vaso de café. Se llamaría, digamos, Agustín. Saludaría de pie, batiendo por accidente el contenido en su vaso, aunque no llegaría a tirarlo. Diría que este es su tercer taller en lo que va del año y que ha llegado a la conclusión de que lo mejor en los talleres literarios a veces es lo que no se dice, pero él ha aprendido a leerlo, aunque no le gusta llamarlo taller sino “trinchera literaria”. El cringe es una sensación tan natural y cotidiana que debería escribirse más sobre ella, ¿los poetas no han dicho nada sobre eso? Debe ser fácil escribir sobre algo si lo produces de primera mano.

Después entraría otro asistente convencional, lentes oscuros, jeans limpios y camisa de manga larga fajada. De seguro todo comprado en California, porque frontera. Un apretón de manos, prolongado, y un nombre que olvidaría desde que terminara de pronunciarlo. Preguntaría por mi mañana, y mi estadía en la ciudad, pero con una maniobra conversacional digna de publicista de Starbucks comenzaría a hablar de su primera novela, que estaría esperando su respuesta de una importante editorial, que tendría todos los componentes para convertirse en un clásico instantáneo: ironía, sátira, pero al tiempo sensibilidad e inspiración, los mencionaría en ese orden específico. Tendría trabajando en ella desde los catorce, no, desde los nueve años, cuando leía a Poe, escondido en el salón de primaria durante la kermesse del 20 de noviembre.

Recuerdo la última vez que fui a una kermesse, acompañé a un compa para ver bailar a su hijo, íbamos en vivo y de ahí nos fuimos a su casa para seguirle. Como me gustaría más una Tecate roja en lugar de este café sin sabor.

Pero volviendo al tipo de la novela inédita más importante de Latinoamérica, me diría que me había buscado en la EML.

– ¿En serio? No sabía, hace mucho que no me meto, desde que era estudiante. –Él la consulta para encontrar nuevos colegas, usaría esta palabra, colegas. Por cierto, siempre arrasa en los open mics, y gracias a eso está en el portal, Eduardo Padilla. Eduardo, excelente, ya me quedaría grabado, ¿o no? Me mandaría las grabaciones de sus participaciones por correo. Apenas podría mantener mi rostro de interés, pero igual, no seguiría con la conversación porque entrarían saludando dos chicas jóvenes, Eli y Fany, amigas desde la secundaria que estudian en la Facultad de Humanidades. Nos pedirían que sigamos su cuenta de Instagram donde a fin de año llegarán a cinco mil seguidores, gracias a sus dibujos, pinturas y fotografías esporádicas de jardines, flores y playas del sur del país. Ahora quieren añadir cuentos a ese catálogo, y publicar los productos de este taller en su blog. El de la ropa gringa las atacaría con preguntas sobre su creación artística, y Agustín, más tímido, se limitaría a apuntar en su libreta los nombres de las cuentas.

Casi me acabo el vasito de café. Ya pasaron veinte minutos de la hora y no ha llegado nadie. Creo que lo mejor sería que me quedara hasta la media como cordialidad. Ojalá ni vengan.

Cuando ya casi daría por empezado el taller llegaría un grupo de siete estudiantes de preparatoria. Se acomodarían juntos como un banco de peces que solo habla entre sí, hasta el otro lado de las mesas. Puntos extras o parte de la calificación de Literatura I, lo más seguro.

El primer tema sería el género narrativo, la diferencia con otra clase de escritura, experiencias graciosas que he tenido con otros creadores, y los asistentes asintiendo como muñecos cabezones. En el primer ejercicio contarían una anécdota de infancia desde la perspectiva de la tercera persona. Mientras escriben, los estudiantes de preparatoria sonreirán unos con otros y Agustín me diría todo lo que va a contar antes de escribirlo.

Antes de que terminaran escucharía subir al bibliotecario que me recibió en la entrada. Me preguntaría la hora para terminar el taller, le respondería que, a la una, y diría, “claro, a las doce y media subo para cerrar”. No me imagino qué clase de expresión tendría ese sujeto cuando dijera eso, quizá podría darle una personalidad altanera pero evasiva y que lo dijera mientras nos daba la espalda caminando de nuevo a las escaleras.

Agustín sería el primero en leer su texto, luego Eli, haciendo reír a Fany con varios chistes internos dentro de su anécdota. Les haría observaciones básicas, no decir sino contar, tratar de ser verosímiles con los diálogos, no dar lecciones de vida a los lectores, etc. Agustín tomaría notas, agitando todo el lado derecho de su cuerpo, como si la vida se le fuera en ello. Y justo en medio de mi monólogo, el de la novela casi publicada sacaría la pregunta que siempre llega a cualquier taller.

–Antonio. ¿Cuál es la clave para ser publicado por un editorial grande a nivel nacional? –Agustín y las mejores amigas voltearían a verme. Yo pensaría: Mira, no tengo idea, porque realmente la industria editorial es un nicho cerrado y no vas a entrar. Con tu discurso de vato elocuente ninguna editorial, salvo algún premio chafón, te va a publicar a nivel nacional, así que lo mejor que puedes hacer es entrarle a revistas locales y esperar que un público pequeño y tóxico te lea para después hablar mal de ti en las pedas. Suspiraría para recordar que no debía arruinarle el día a la gente porque me estaban pagando el viaje, y reciclaría algún consejo que escuché en una presentación que ya no recuerdo. Agustín tomaría más notas, y el wey que hizo la pregunta, ¿Edgar?, sonreiría para agradecerme. Después les diría lo importante que es tener un discurso, y reconocer el contexto en el que están creando. Pero ya irán agarrando el chiste a esto, o lo dejarán, en el mejor de los casos.

El bibliotecario camina despacio, por encima de la pantalla de la laptop alcanzó a ver su cara de lástima, ¿para mí? Se acerca a la mesa, la examina unos segundos y toma la botella de vino.

Se me olvidó que volvería a recortarme el tiempo en el taller. Pero no hay pedo. Después de que terminara mi discurso, y antes de que pudiera darles las instrucciones para el segundo ejercicio, el bibliotecario, ya a mi lado, apareciendo sin haber hecho ruido al entrar, me diría que ya en media hora cerraba. Miraría el reloj del monitor, once y media. Voltearía extrañado, pero solo alcanzaría a ver otra vez la espalda de camisa azul clara planchada caminando hacia la escalera. Sería rápido y silencioso, gracias a la condición física resultado de subir y bajar escaleras a diario.

Diría que alcanzamos a hacer un último ejercicio antes de que nos corran. Así que seleccionarían tres motivos literarios, tras una rápida ejemplificación mía.

Ahora, el bibliotecario camina hacia mí y veo que lleva dos vasitos en la mano. Se sienta a mi lado y me alarga uno. Lo sostengo, dándome cuenta de que tiene vino dentro sin voltearlo a ver.

–Si no nos la echamos, se reutiliza. – ¿Cuánto llevará esa botella ahí?

En el taller habría otra botella. Agustín, se rebasaría a sí mismo y traería una botella de vino en su mochila. Se pondría nervioso, no escribría sus motivos. Tendría el cuerpo inclinado. Haría el sonido que se hace para llamar a un gato y me señalaría con la mirada hacia abajo. Una botella de Lambrusco saldría de la mochila y la levantaría para que yo la tomara. Le pediría que esperara, y me dispondría a cerrar el taller. El tipo de la novela legendaria preguntaría si íbamos a rolar el pisto. Agustín me vería un poco asustado, yo me levantaría hacia la mesita, tomaría varios vasos y comenzaría a servir. El recepcionista volvería, si es que alguna vez se fue del segundo piso, que ya son diez para las doce y deben cerrar. Al verme servir el vino puso una mano en su frente y dio un suspiro. Bueno, pero nada más para desquitar que lo mandaron a la guardia del sábado.

Agustín le sonrió mientras le pasaba un vaso recién servido. Los niños de prepa reirían y dijeron que podían conseguir más, todos armaron la vaquita y me preguntaron que si cuál cagua quería.

–Tecate, roja.

– ¿Eres del DF? –El bibliotecario me voltea a ver, ya sin lástima, más con complicidad en un momento terrible.

Me da gracia que no le dijera CDMX, como si aquí nada hubiera cambiado. Le respondo que sí.

– ¿Y llevas mucho dando talleres?

Quise corregirlo, no daba talleres, daba un taller, de cuento, de la única gracia que tengo. Y que llevo cinco años con él, con mínimos cambios, en su mayoría heredado de mi maestro de la facultad, y a su vez él lo heredó de José Emilio Pacheco, y el de otro maestro, y así hasta el inicio de los tiempos. Vuelvo a sentir ese sabor añejo, chicloso, en la boca.

–Cinco años. –Respondí luego de sorber un poco de vino para quitarme el sabor con el amargo tinto. –Cinco años en esto.

Ese sabor no cabría en el otro taller, donde el recepcionista me preguntaría por la importancia de la creación literaria, al fin y al cabo, estaríamos en una biblioteca, ¿verdad?

Respondería que nadie necesita la creación literaria, la verdad es que quizá varios de nosotros estaríamos mejor sin ella, y trabajaríamos en otra cosa que nos diera una vida menos complicada.

Todos me verían fijamente y sonreirían. No estaba seguro de que habían escuchado, pero a estas alturas no tenía sentido ponerse críticos. No tenía sentido hacer otra cosa que beber de un buen sorbo el vasito de vino para esperar la caguama. Siendo honesto, sería el mejor taller literario que habría impartido.

Tomo otro sorbo del vino, agarroso, me acalambra las encías.

– ¿Ya habías impartido el taller acá antes?

No diría que lo impartí, por lo menos no en esta realidad. Pero no me sorprende que en una ciudad tan pequeña y de la que apenas había escuchado en la vida por alguna noticia amarillista nadie esté interesado en un taller como éste.

–No, es mi primera vez aquí. –Hago la mímica de que tomó otro sorbo, pero sería matar el resto de mis pupilas gustativas.

–Va, pues espero te guste, según yo los van a llevar a la comida china. No creo que la Vale tarde mucho en llegar por ti. Nomás que se acabe el taller en el CEART.

– ¿Dónde?

–En el otro Centro cultural, el más popular de la ciudad, la neta. Allá está dando taller Mariana Márquez, por lo mismo del encuentro. Y como en Tijuana hay un taller permanente pues todos los de ese curso también vinieron, allá ha de haber más cincuenta personas, fácil.

No pasa por mi Valeria, es un joven, estudiante de ella, me cuenta. Cuando llego al restaurante están las mesas llenas, me hacen un lugar con los coordinadores del evento, que solo hablan para decir lo fastidiados que están de las vueltas.

Reconozco autores del centro y norte del país, con los que pisteamos ayer, y ríen mientras comen una especie de pollo en salsa de quien sabe que chingados que ya está frío para cuando me siento.

Le mando mensaje a Hernán, pero debe seguir dormido. Luego recuerdo que tengo una botella de vino en la mochila. Ah, no, era de Agustín que nunca llegó, o por lo menos no a mi taller.

¿Cómo se llamaba el wey de la novela mamona?


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