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Por Marco Sandoval

Puebla, México, 23 de agosto de 2023 [00:01 GMT-6] (Neotraba)

Estuve dándole vueltas al asunto y lo más racional era tomar las vacaciones. No quería dejar dinero en la mesa. Acepté el mes y me fui a casa. Habían tratado de persuadirme en diferentes ocasiones, año tras año, pero no aceptaba a pesar de que mi mujer estaba de acuerdo con ellos y me presionaba tanto como podía para tomar, en sus palabras, “un respiro”. Supongo que al final ellos ganaron, pero yo vencí.

El fin de semana fue como todos. Fuimos al centro comercial, compramos algunos enseres, los niños se subieron a los juegos mecánicos, comieron el helado y jugaron en las máquinas de capturar peluches de siempre. Nada nuevo todo viejo. El problema empezó el lunes. Cuando mi mujer y mis hijos salieron de casa, rumbo al trabajo y escuela, y yo me levanté a preparar café. El molido de café estaba rancio, hacia mucho que lo habíamos comprado y nadie más tomaba café en casa excepto yo, pero en la oficina.

El primer día de la semana me la pasé subiendo y bajando las escaleras. Vivíamos en una casa de interés social, así que anduve como perro de traspatio todo el día inquieto. Sin nada que hacer. Sin querer encender la televisión o escuchar música. Dormí hasta que los ojos se abrieron solos. Hojeé uno de los libros de mi esposa que siempre estaba en la mesa de noche, junto al florero sin flores en la sala de estar. El título del libro, Shakespeare para Managers, me pareció intrigante y bobo a la vez, aun así, empecé a leerlo y no pude parar hasta terminarlo. Tuve que pasar la noche en la sala de estar para no despertar a mi esposa con las risas. A pesar de que yo ya no era el ávido lector que solía ser cuando iba a la universidad, siempre había pensado que todos los libros son de autoayuda, excepto los libros de autoayuda, y esa noche lo confirmé. Ningún libro que se estime de autoayuda está a la altura de la complejidad del asunto.

El segundo día de la semana, o parte del segundo día de la semana, me la pasé dormido para recuperarme de la resaca por leer cómo el autor intentaba aterrizar sus ideas en personajes de Shakespeare para lograr equipos de alto rendimiento. El resto del tiempo estuve ideando qué hacer al siguiente día. Decidí pintar la fachada de la casa. Aquel día conocí más vecinos de los que había conocido en ocho años de vivir ahí. Ellos desfilaban mientras yo pintaba. Un señor con andadera, que en el asiento llevaba a su terrier blanco, fue el primero en saludarme. Me platicó que por más de veinte años fue nómada a lo largo y ancho del país, hasta que un día de sol en la alberca su mujer le dijo “Ya me cansé de andar del tingo al tango” y así acabo todo. Incluso su matrimonio. Dijo que actualmente se dedicaba a los banquetes, que su especialidad es la lasaña con queso menonita y que su distancia femoral focal nunca había sido un impedimento para lograr algo en la vida. Hubo una señora que me preguntó santo y seña de la pintura que aplicaba. Por el tono, la cantidad de agua al diluir, el precio y hasta por la dirección de la Comex. Cuando terminó de sopearme sonrió y se fue. El siguiente fue un niño que en un lapso de quince minutos me dijo tres veces “Buenas tardes, señor”. De vuelta y vuelta a la tienda dijo que ser mandadero era aburrido, que ninguno de los refrescos que había llevado hasta el momento le gustaban a su pa’ y que todo lo hacía por recuperar el control de Xbox que había sido secuestrado por su ma’. Luego, ese mismo día, vino el señor de unos ochenta y tantos años, con aspecto de esteta de los ‘80 que chuleó mi escalera: “…que por práctica y fácil de guardar”. Un tipo con aspecto Neandertal vino enseguida, llevaba gorra con logo de Jordan y tenis fluorescentes. ¿Ya casi? dijo. “Sí, ahí la llevo”. Respondí “Eso es todo, ya sabes”, dijo y siguió el paso. Finalmente, el vecino del Maverick azul cobalto no solo me saludó por primera vez, sino que también se mostró sorprendido cuando le dije que a veces reparo impresoras y que actualmente estaba cursando una certificación de reparación y mantenimiento para el Fax Brother 1380. ¿Todavía se usa eso?, dijo. Sí, para casos específicos contesté. ¿Cómo qué tipo de casos? Por ejemplo, cuando la información a enviar es delicada y el cifrado del documento debe cumplir con los estándares mínimos de seguridad. En fin, el aprendizaje era claro: La próxima vez debía contratar a alguien para que pintará la fachada.

El jueves no supe qué hacer y me la pasé mirando una trabe que cruza el ancho de mi casa. El albañil que intentó reparar las goteras el año pasado dijo que esa trabe fungía como cadena para unir las casas del lote y que trabajaran juntas en caso de algún temblor. A mí me pareció curioso no el ingenio para armar tal fragmento de piedra y ahorrar materiales, sino la forma en la que el albañil lo explicó tartamudeando y usando palabras rocambolescas. Estuve pensando cosas sobre la construcción de una casa de Infonavit, especialmente sobre aquella trabe. Que surcaba el cielo de la sala de estar y llegaba hasta la casa del vecino con una simetría poco ortodoxa (boluda) que obligaba a usar calzas cuando querías poner un lampara o cualquier otra chingadera que a mi esposa le daba por colgar.

Fue entonces que me vino aquel pensamiento liberador: los hombres que trabajan tanto todo el tiempo y que por consiguiente se sienten cansados de estar cansados usan el trabajo como refugio. Paso seguido, empecé a hacer algunos cálculos sobre el peso que debía soportar la armella en la que ataría una cuerda. Mi calculó arrojó que un mecate (armella, taquete y agujero) que soportaran ciento cincuenta kilos eran más que suficientes.

Para el viernes, mi mujer preguntó para qué el taladro y las tres armellas que compré, con sus taquetes de expansión y los dos metros de mecate amarillo. Le dije que era un ajuste que quería hacer en los tendederos. Salió corriendo como siempre a destiempo, apresurando a los niños y azotó la puerta.

Me senté parte de la mañana en una silla que puse frente al televisor para ver mi reflejo en la pantalla sin encender y tomé tazas y tazas de café. Reproduje unas diez veces el disco de Richard Hawley, Coles Corner. Pasadas las tres de la tarde até el mecate con parsimonia y cuidado, hube de seguir el tutorial de Nudos Náuticos de Geoffrey Budworth, en cuya contraportada podía encontrar la descripción precisa de cómo me sentía y lo que quería hacer: “Este libro es para quienes se embarcan en cualquier tipo de navío y reman, bogan, singan, navegan a vela o a motor, ya sea por aguas tranquilas en kayak, piragua o bote, ya sea bojeando con celeridad y pericia el curso triangular y balizado de las regatas en pantanos, estuarios y alta mar. También es para los que navegan por ríos y para los marineros de agua salada, para los que viven o trabajan en gabarras y naves pequeñas y para los que practican la vela deportiva o se divierten en embarcaciones tan diversas como botes de rafting, motos acuáticas, hidroalas, hovercrafts y fuerabordas. Con este libro aprenderán el cómo, el qué, el porqué, el dónde y el cuándo de los nudos, a través de numerosas fotografías y dibujos a color con los que se enseñan nudos tan diversos como: nudo tipo de Ashley, nudo constrictor, de estrangular, de margarita, as de guía, lazo de pescador, nudo de andamio, de Zepelín, de tejedor, ayuste de guía, ballestrinque, nudo de briol, nudo Killick, de bandolero, etc.”

No volví al trabajo porque ya no quería, ni volví a ver a mi mujer porque no me apetecía y mis últimas palabras fueron: Todos los suicidas somo seres principalmente egoístas.


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