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Galeana, Nuevo León, 24 de enero de 2024 (Neotraba)

La luz era tenue en aquella pequeña habitación. El rostro de ambos se iluminaba por el destello de cientos de bombillas distantes en la calle, cerca de la iglesia de San Jorge, adornada con multitud de flores blancas en señal de un matrimonio por celebrarse.

–Ni se te ocurra –advirtió Mario, sosteniendo la mirada del otro, procesando lo que este le acababa de insinuar.

Las manecillas del reloj en la pared continuaron su lento circuito, al igual que los movimientos de Mario por la habitación. Solo se detuvo frente al espejo para acomodar el cuello de su camisa y anudar de manera nerviosa y torpe la corbata roja que le había regalado su exesposa. Fue entonces cuando el otro insistió.

–Sólo te lo sugiero.

Mario se quedó quieto, giró el rostro hacia el otro y le contestó agresivo.

–¿Qué demonios estás diciendo? ¡Puras tonterías!

–Piénsalo bien, podría ser la mejor solución –agregó el otro.

Mario intentó ignorarlo mientras ataba los cordones de sus zapatos. No obstante, el otro continuó mirándolo de cerca, imitando sus pasos.

–Está bien, pero no quiero que luego te quejes si te sigue molestando la vida, ya estando casada con ese pendejo –concluyó el otro.

La mente de Mario se sumió en el pasado. La habitación desapareció para dar paso a los recuerdos agridulces de su extinto matrimonio. Hubo una época en que le temblaban las rodillas y le hormigueaba el estómago antes de verla; antes de cada beso; antes de que todo se fuera a la mierda.

Al principio, ella fue la droga más adictiva: caricias, abrazos y la forma en que lo veía. La conoció una tarde de octubre mientras caminaba por la plaza. Ella se deslizaba solitaria sobre las hojas ocres de los antiguos álamos. Bastó una mirada para entenderse y dos sonrisas para crear un lazo. No hubo palabras sino hasta pasados unos días, cuando volvieron a encontrarse en misa. Ella pasó como en cámara lenta al lado de la banca en que Mario estaba sentado y se posó en la fila contigua.

–La paz… –dijo él. –La paz… –dijo ella.

Fueron las primeras palabras que se dijeron al unísono. Lo demás surgió como surgen las cosas destinadas a ser, pero también a morir. De las salidas casuales pasaron a los besos tiernos, después a los abrazos apasionados y a los encuentros carnales. El frenesí los llevó a tomar decisiones impulsivas, como vivir juntos y casarse a los pocos meses. Ese fue el punto de quiebre en el que todo lo que intentaban construir, como un castillo de arena, se empezó a desmoronar.

Las caricias y el calor de los abrazos se extinguieron con el paso de los meses; con el paso de las dudas, de los secretos; con la ausencia de ella, de sus miradas, de sus besos. Era claro que algo pasaba, algo que no se decía y que no era necesario. La cosa se apagó y Mario no supo cómo volver a encenderla cuando descubrió todo, agotando, en el proceso de divorcio, su paz y tranquilidad mental.

Mario comprendió, una vez más, que la felicidad de entonces jamás volvería y que las ocasiones en que sentía lo contrario, cuando estaba con ella, al fundir sus cuerpos en una pasión diferente, eran sólo reflejos de un pasado que no imitaba fielmente la realidad.

Tiempo después del divorcio, las demandas matutinas de ella, con la urgencia de satisfacer el hambre carnal, se volvieron cada vez más frecuentes, al igual que los arranques de ira, los reclamos injustificados y los silencios en los que lo ignoraba, como un juego tortuoso que fue desgastando la mente de Mario hasta romperla. Todo esto lo llevó a comprender, una vez más, que ella sólo jugaba, y que él lo permitía a pesar de todo el dolor que le había causado desde el día en que la encontró haciendo lo mismo que ahora hacía con él.

–Bien, entonces. ¿Qué sugieres? –preguntó Mario con desánimo.

–La respuesta está en la mochila junto al buró –respondió, como si revelara la solución universal a todos los problemas.

–No puedo… No podría.

–Estoy dispuesto a ayudarte. Estaré contigo –añadió el otro.

–No de esa manera. No hoy.

–Si no hoy, ¿cuándo, entonces?

Mario terminó de arreglarse el cabello y observó el reloj para cerciorarse de la hora. Fijó la vista en la mochila junto al buró. Su mirada denotaba temor. El otro esperaba en silencio cuando Mario se dio la vuelta para mirarlo a los ojos. No hubo palabras; el otro supo que había convencido a Mario.

–Hoy, esto llega a su fin –sentenció Mario, lo que inquietó al otro de repente.

–¡No! ¡No seas tonto! Eso no es lo que quise decir –protestó, pero Mario lo interrumpió.

–No, no. No te estoy preguntando. Debe ser así, para siempre, para poner fin a todo. Como dirá el sacerdote: “Hasta que la muerte los separe” –dijo mientras caminaba hacia el buró, abría la mochila y tomaba la pistola con algunas municiones.

–No vayas a hacer lo que estás pensando –le rogó el otro. ¡Idiota! Solo a ella, mátala a ella –agregó desesperado.

Mario sostuvo el arma en sus manos y caminó por la habitación hasta detenerse frente al espejo. Observó al otro haciendo lo mismo.

–No tenemos otra opción; como bien lo dijiste, es la mejor solución –dijo Mario de manera irónica.

–No de esa manera; solo mátala a ella y todo estará bien, te lo prometo –suplicó su reflejo.

Vestido de manera impecable, Mario tomó el arma ya cargada y la guardó en la bolsa interna de su saco. Luego se dio la vuelta y caminó hacia la puerta, con la firme intención de acudir a una boda a la cual no fue invitado. Mientras lo hacía, el otro, en un acto irreal, se quedó allí, inmóvil, de pie, al otro lado del espejo.


Miguel Díaz foto por cortesía de Adán Medellín

Miguel Azael Díaz López (Galeana, N.L. 1990). Licenciado en Educación Primaria por el CREN “Amina Madera Lauterio”, Asesor Técnico Pedagógico con Maestría en Apreciación y Creación Literaria por el Instituto de Estudios Universitarios de Puebla, combina su devoción por la enseñanza con su amor por la lectura y la escritura. Autor de la novela Real de ti, ha publicado algunos relatos en revistas digitales, además de haber obtenido mención honorífica en el Primer Concurso de Cuento de la Cafebrería Ítaca.


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