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Por Mónica Maristain

Ciudad de México, 01 de abril de 2021 [00:01 GMT-5] (Maremoto Maristain)

Hay veces que hay películas que no te dejan dormir, como un barniz de bruma que te envuelve hasta querer entender lo inentendible.

De eso se trata El Club, quinto largometraje de Pablo Larraín, que en principio ataca a la iglesia católica con una finura y un razonamiento que está por encima del filme y que nos obliga a pensar en ese mundo tan cerrado que son todas las iglesias.

Al parecer, cuando militas, cuando tomas la comunión, cuando tomas la confirmación, te parece que el catolicismo es un camino que deberás tomar, que deberás constituirlo como órgano rector de tu vida, de tu pensamiento. Te parece en otros términos como una entidad abierta, donde podrás decirlo todo. No es así.

Prueba de ella es El Club, un filme estrenado en 2015, ganador del Gran Premio del Jurado en el Festival de Berlín, ganador en Mar del Plata y en La Habana, entre muchos otros premios que ha conseguido.

Ahora la vemos por Netflix, en uno de esos estrenos raros y gratos que nos hacen pensar que en el próximo mes nos desafiliamos, pero en este no.

Hay una casa perdida en la región marina de La Boca, alejado de la urbe, donde hay pescadores, donde hay surfistas y donde viven cuatro curas y una mujer que les da las órdenes y les rige la existencia, un sitio por otro lado alejado de nuestra mirada, donde los sacerdotes (recluidos de las actividades de la iglesia, cada uno ha cometido un delito), no son molestados.

El padre Vidal por abuso a menores (Alfredo Castro), el padre Silva (Jaime Vadell) por sus vínculos con organismos de represión de la dictadura, el padre Ortega (Alejandro Goic) por su participación en adopciones ilegales y el cuarto –el padre Ramírez (Alejandro Sieveking)–, es un sacerdote viejo y senil que lleva décadas allí y ni siquiera recuerda ya las razones que lo distanciaron de la práctica sacerdotal.

La carcelera Mónica (Antonia Zegers) establece con los curas una relación de dependencia, donde ellos son tratados como si fueran niños, entre algunas cosas que son para su esparcimiento y las reglas fijas e inamovibles.

El suicidio de un cura que recién llega, el arribo de la víctima del suicidado, que fue criado por él y luego abandonado, produce que llegue el padre García (Marcelo Alonso), sacerdote joven, ilustrado y progresista, para cerrar la casa y hacer que los curas reconozcan sus pecados.

La fotografía, como una bruma persistente, nos hace ver el dolor profundo que hay ahí. No hay manera de regresar a un gesto de ternura, a un gesto de solidaridad, al punto de que cuando las cosas “se resuelven” hay un síntoma tan claro de maldad sobre los animales no sólo por parte de los curas, sino también de Mónica.

“¿Me perdonarás?”, le pregunta Mónica al Padre Vidal después de haber matado a su perro y él le contesta: “No”.

La música a veces molesta, le falta ajuste, pero en general todo parece cuadros de Goya, donde los monstruos de la razón y del cristianismo expanden sus mandíbulas hasta tragarnos como sociedad y como humanidad.

Es muy difícil entender y aceptar el final (que no diré por una cuestión de spoilers), pero es precisamente esa oscuridad que no alcanzamos a simple vista percibir, lo que no nos deja dormir. Más allá de los grandes filmes que ha hecho Pablo Larraín, creo que con El Club se supera a sí mismo. Y nos supera.


Esta nota se publicó originalmente en Maremoto Maristain:

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