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Por João Melo

Traducción de L. F. Lomelí

Angola, 27 de julio de 2023 [00:15 GMT+1] (Neotraba)

Chiquinha Setenta salió de su casa más temprano que de costumbre. Iba a hacer una cobranza. Le debía quinientos dólares desde hace más de un mes una mulata ladrona, venida de Uíge, por la compra de una ropa que le había traído de Río de Janeiro. Y no parecía que le fuera a pagar. Siempre que le mandaba recados, respondía que la próxima semana. ¡Y nada! Cuando iba a su casa, no estaba (o mandaba decir que no estaba…) Por eso, aquel día, resolvió salir de casa bien tempranito para agarrar a la hija de su madre (es claro que Chiquinha Setenta utilizó otra expresión, más corrosiva…) todavía en la cama. La mulata tenía que entregarle los quinientos dólares aquel día, por las buenas o por las malas, pues Chiquinha acababa de comprarse un celular con uno de los vecinos y le tenía que pagar. Como mujer de negocios, tenía que poseer –obviamente– un teléfono celular y, además, no podía tener fama de morosa.

Chiquinha palpó discretamente su bolso cuando pensó en el celular, para certificar que el nuevo aparato continuaba en su sitio. Tal preocupación tenía una razón muy simple de ser: ella iba dentro de un taxi (para quienes no los conozcan, digamos que los taxis luandeses no son, ciertamente, tan cómodos como los de Nueva York, aunque tal vez sean más emocionantes), apretujada entre una verdulera con su cubeta llena de ocras y amarantos[1], una estudiante de nariz respingada y cabellos alaciados de cuyas axilas, sin embargo, se soltaba irremediablemente un tufo ferocísimo, y un albino con una suerte de escamas en la cara, además de un policía a sus espaldas que movía nerviosamente las manos y se inclinaba a cada brinco del carro hacia el cuello de ella. Probablemente para librarse, así sólo fuera psicológicamente, de aquella situación incómoda, Chiquinha Setenta decidió hacer mentalmente el balance sumario de su vida, comenzando por su propio nombre:

Perdí mi primera panza en 1970. Por eso es que toda la gente me conoce como Chiquinha Setenta… Nací en Benguela, en la Baía Farta, pero estoy en Luanda desde escuincla. Viví primero con unos tíos, pero después decidí caerle de lleno a la vida… Conocí a muchos hombres, tuve varios abortos, pero nunca me casé. Tengo dos hijos y ni sé quiénes son los padres de ellos, ¿pero qué importancia tiene eso? Después de la independencia me puse de revolucionaria (¡sí que estaba bien pendeja!) e ingresé a las FAPLA, pero felizmente conseguí salir de ahí[2]… Ahora soy una mujer de negocios. Viajo a Brasil, Sudáfrica y Namibia y compro ropa y otras mercancías para revenderlas por acá y no sólo…

Chiquinha Setenta palpó nuevamente su bolso para confirmar la presencia del celular que adquiriera de uno de sus vecinos con el fin de facilitar sus transacciones, incluidas las internacionales. Sólo por dar un ejemplo, al día siguiente tenía que llamarle a su comadre Aparecida, en Río, para saber cómo iba la encomienda de las medias para señora (un modelo osado, con abertura erótica al frente, en forma de corazón, el cual, según su experiencia, sería un gran éxito entre sus clientas) que le había hecho a principios de mes. La evocación de esa tarea le hizo, por uno de esos irresolubles misterios del cerebro humano, acordarse nuevamente de la mulata de Uíge, pero el pensamiento que le dirigió no podía ser más escabroso: Esa pinche retrasada de mierda ni siquiera debe usar calzones…

El taxi estaba pronto a llegar a la parada donde habría de bajarse. Al darse cuenta de que el albino también se iba a bajar en el mismo punto, no pudo dejar de experimentar un leve sobresalto. Pero una maniobra arriesgada del conductor que rebasó dos filas de carros y, enseguida, se clavó bruscamente a la derecha acelerando a fondo mientras, en el interior del vehículo la estudiante de cabellos alaciados y tufo agresivo daba unos grititos histéricos, le hizo distraerse de momento. Aunque, como ya se verá, fue sólo por un instante. En efecto, después de haberse acordado de que, al salir de casa, los hijos todavía dormían, había decidido echarles una llamadita para ver si estaba todo en orden… pero el albino regresó de nuevo a sus pensamientos cuando constató lo que estaba pasando.

¡Ah, chingados! ¡Mi celular! ¿Quién me robó mi celular?¡A ver, chofer, deténgase! ¡Que pares esta mierda, verga!..

Un robo más en Luanda. Esta ciudad nuestra tan amada (aunque de manera liviana e irresponsable) tiene más de cuatrocientos años y, según se cree, no sé por qué, la pequeña burguesía local es simultáneamente parecida a la de Río de Janeiro y a la de Salvador de Bahía, por lo que un robo más, un robo menos, ¿en qué beneficia o perjudica su imagen? Además, ese día, y a pesar de que aún no eran ni las siete de la mañana, el sol se veía esplendoroso, el cielo estaba más azul que de costumbre y la tierra más bermeja (dispense la poesía). Sin embargo, Chiquinha Setenta veía todo obscuro a su alrededor y, mientras gritaba, no dejaba de mirar al albino:

¡Pare! ¡Pare esta mierda, verga!… A ver, albino desgraciado, ¿dónde está mi celular?

Mal paró el taxi, con una enorme chilladera provocada por los frenos desgastados, Chiquinha Setenta tuvo la tentación de abalanzarse contra el albino, quien la miraba con nítido terror tal vez pensando en los enormes atropellos por los que había pasado (y, no se ilusionen, todavía pasa) su raza. Chiquinha fue impedida por una voz que se hizo escuchar, perentoria, atrás de su cabeza. Era una voz habituada a mandar.

¡Alto, doña, alto! No haga eso. ¡La autoridad aquí soy yo!..

Era el policía. Abriéndose camino entre los otros pasajeros, comenzó a dirigirse hacia la puerta mientras ordenaba que nadie abandonara el vehículo pues él, como garante de la seguridad y el orden público, iba a tomar nota de lo ocurrido. Lo bueno es que él estaba ahí, pues si no la confusión podría acabar muy mal… Sus esfuerzos para llegar a la puerta, sin embargo, no dieron fruto debido a que la confusión ya era general. El albino había sido agarrado por la verdulera (pero ignoro –lo juro– si eso constituía una demostración de que la solidaridad de género no es una mera ficción de la política moderna). La estudiante de cabellos alaciados había sido, literalmente, aplastada contra una de las paredes internas del taxi. Chiquinha Setenta volteaba completamente su bolso para abajo y dejaba caer el contenido, el cual, obviamente, no interesa ser aquí descrito, pues el contenido de cualquier bolso femenino, en Angola o en la Conchinchina, es uno de los más fantásticos misterios de la humanidad. Al mismo tiempo, gritaba tan alto y desesperadamente que parecía que parecía que estaba dando a luz a su segundo hijo.

¡Estaba aquí!… ¡Aquí mismo estaba!…

Se refería, claro está, a su celular. Pero a pesar de eso el policía, atorado a mitad del carro en su tentativa legalista y bien intencionada de llegar a la puerta para asumir el control de la situación, se atrevió a preguntar:

¿Estaba ahí qué cosa, doña? ¿De veras, señito, usted tenía un celular? ¿O sólo quiere crear confusión entre los pasajeros? ¿Y por qué señaló luego luego al albino como culpable? ¡Eso es discriminación! Según la Constitución de Angola…

Hacía muchos años que Chiquinha Setenta había perdido la paciencia para ciertas cosas.

A ver hijo de tu puta madre –dijo– ¿crees que no tengo dinero para comprarme un celular, cabrón? Mira que yo soy una mujer de negocios y te puedo comprar a ti y a toda tu pinche familia… Agárrame a ese albino de mierda ahoritita, que él mismo fue el que me lo robó…

Hasta aquel momento, el único ocupante del taxi que todavía no había dicho absolutamente nada y ni siquiera había emitido sonido alguno (si añadimos al intercambio de palabras y a los comentarios de la mayoría de los pasajeros los grititos de la estudiante de cabellos alaciados y tufo en los sobacos) era el chofer. Se había limitado a conducir el vehículo, a rebasar arriesgadamente a sus competidores directos mientras los saludaba con gestos efusivos y a tocar el claxon de improviso contra los incautos que, aquel día, se habían atrevido a enfrentar el tránsito caótico y violento de la ciudad. Cuando la confusión del celular comenzó, él paró inmediatamente el carro y le hizo una discreta señal al cobrador, el cual, sin que nadie se hubiera dado cuenta, atrancó la única puerta de salida de los pasajeros. Pasados algunos minutos, como la discusión no paraba de darle vueltas a su misma cola, y se volvía cada vez más tenebrosa, el chofer sacó su propio celular de la bolsa del pantalón y preguntó, dirigiéndose a Chiquinha Setenta (pues era necesario acabar con esa bronca de kimbundu de una vez por todas pues el día estaba iniciando y él tenía mucho trabajo; además, el narrador precisa de terminar este relato de cualquier manera…):

Doña, ¿cuál es su número? Hasta hoy, el caso del garante de la seguridad y del orden interno que robó el celular de Chiquinha Setenta es conocido en la ciudad, no se sabe bien por qué, como “el caso del bota-que-atendía-telefonazos”[3].


[1] “Jimboas” en el original. Nota del traductor (N. del T.)

[2] FAPLA fueron las siglas de las Forças Armadas Populares de Libertação de Angola que constituyeron el ejército mismo del estado de Angola desde su conformación como nación independiente en 1975 hasta 1991. El nombre es tomado del Movimiento Popular de Libertação de Angola, el grupo armado que logró, finalmente, expulsar a los invasores portugueses y consolidarse en el poder. Aquí, Chiquinha Setenta afirma que se une a las FAPLA “después de la independencia” porque la expulsión de los otrora colonizadores no significó la paz en el país, sino que tuvieron que resistir la invasión de la Sudáfrica del apartheid (quien buscaba anexarla, como había hecho con Namibia) y enfrentar a otros grupos armados locales pero financiados por los EE.UU. y el mencionado y racista estado sudafricano. N. del T.

[3] Cabe aclarar que, en el portugués angolano, “bota” es una palabra que se utiliza para designar lo mismo que en el español: un tipo de calzado. Y, por consecuente sinécdoque, también se utiliza para referirse a los policías y a los miembros de la policía militar, quienes suelen calzarlas. Más aún —y tal vez por ese amor incontrolable que a veces se siente por los elementos del orden público en ciertos, o en todos, los países— “bota” también se utiliza como sinónimo de “estúpido”. N. del T.


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