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Puebla, México, 19 de diciembre de 2023

Comienza la guitarra. De pronto me sale lo poblano, me creo madrileño, y bailo flamenco en la regadera. https://www.youtube.com/watch?v=qahBeZB1g54&pp=ygUVMTkgZMOtYXMgeSA1MDAgbm9jaGVz

La memoria siempre me ha parecido curiosa. Más de una vez he sido presa de la nostalgia, aunque solo tengo 21 años. A veces recuerdo cosas que no ocurrieron, otras no recuerdo partes que deberían ser significativas. Se adhieren detalles, se pierden nombres.

La memoria es un lugar extraño, del que brota significado de múltiples signos, como le brotan árboles a la ladera del volcán sin que éste sepa en qué momento se llenó de raíces. Así nos llenamos de recuerdos. No como algo bueno, ni algo malo per se, es algo que ocurre en tanto el ser humano se pierde y reencuentra a lo largo de toda su vida. La memoria hiere, pero también llena de silencio. Y por ello la gente con más edad tiende a no hablar.

Remontar el por qué la relación con mi familia en general no es tan cercana, atendería a un espacio y una intención que no está aquí y que debería compartir con un psicólogo, tal vez. El caso es que hasta hace unos meses, había visto en mi abuelo y mi padre, figuras impersonales llenas de normas y conflictos. Pero en medio de las crisis, la primera parte para mantenerse a flote es observar aquello que no es uno. Para mi sorpresa –y quizá como algo predecible para la gente docta en estos temas– me di cuenta de que nosotros tres no somos tan distintos. Solo cambiamos de contextos, de voces, de ideas. Aunque en esencia nos persiguen los mismos fantasmas cuando nos quedamos callados en los desayunos familiares.

Sobre todo, mi abuelo. Muchas veces relegado a ser alguien que requiere de asistencia para caminar o para decidir qué va a desayunar. Reposa en silencio mientras excava la sencilla –pero confiable– capa de salsa, huevo y tortilla, hasta que mi padre interrumpe para preguntarle por partes de su juventud. De cuando vestía con traje charro, pedía prestada una pistola y cantaba en el kiosko de la Juárez los fines de semana. Es ahí que deja el bocado en la boca, toma de su jugo y comienza a contarnos. A veces en partes inconexas, otras en secuencias imposibles sobre sus muchos viajes en tren, o sobre sus hermanos, su tío revolucionario, la casa en Panzacola y algunas menciones esporádicas de mi abuela.

Pese a la edad, mi abuelo recuerda bien cómo era el mundo de antes. Y al describirlo parece guardar una solemnidad que comprenden sus pausas, su mirada gris, pero no mi familia, que discuten sobre realidades más inmediatas, como preguntarle a mi hermana cómo le fue en el concierto de Luis Miguel.

Salvo mi padre. Quién a veces pienso que debería escribir.

Desde niño lo he visto como una enciclopedia y, desde ese entonces, le preguntaba cosas. Pero ahora le ha dado por recolectar información nueva, una especie de cronista involuntario, que registra y acota las intervenciones de mi abuelo; precisa nombres, locaciones, contextos. Él, la enciclopedia por defecto, aviva de vez en cuando la conversación y pone en duda la veracidad en la memoria de mi abuelo. Aunque siempre opta por aceptar que quizá, lo único que hace falta en las historias del abuelo son solo nombres más precisos para las cosas. Y vuelve a la atmósfera de la mesa; una más ruidosa en la que se me cuestiona si el América quedará campeón –algo indudable.

Más tarde, camino al auto, mi abuelo recuerda las conversaciones en el desayuno. Agrega más detalles, me repite desde el asiento, sin mirarme, que él cantaba en la Juárez.


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