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Judith Castañeda Suarí

Puebla, México, 25 de julio de 2023 [00:10 GMT-6] (Neotraba)

Miro las páginas que Alejandro Meneses dejó tras de sí, y me parece que a 18 años de su muerte persisten sus ecos. Su pensamiento hecho tinta haya soporte en sus libros, volúmenes que hojeo de vez en vez, pero que siempre me acompañan. En mi biblioteca personal, en mi sitio de trabajo. Se trata, además de un maestro y un amigo ido, de un escritor singular, que guardó sus archivos-cuentos y los publicó en revistas, sueltos, o en el conjunto de un libro, sin que ello significara una versión final.

Escritor singular, en sus frases encontramos imágenes poéticas, algunas llenas de extrañeza, cubiertas con un velo de tintes oscuros, como el momento del rezo a un difunto en el cuento “El barco de cristal”.

Publicado en Días extraños (BUAP, 1987) y segundo dentro de dicho libro, nos entrega el viaje del personaje-narrador a la playa, a la casa de su niñez, donde su padre acaba de morir. En el cuento sentimos la soledad, esa atmósfera polvosa, de bruma, donde los personajes parecieran una forma aislada de las demás.

Entre acciones como conducir, sentarse en una sala, dormir en un lugar extraño, tenemos esos instantes de reflexión, de recogimiento, en presencia de unos restos ahora vacíos de alma. Entonces es el respeto a un difunto, la solemnidad. Pero su autor, en cambio, esboza un párrafo donde se concentra un odio semejante al magma de los volcanes: contenido durante un determinado lapso, por fin el cuerpo lo expulsa y entonces la materia incandescente avanza, se extiende sin respetar las superficies. Y no importa si hay testigos, si quien pronunció la plegaria se da cuenta de esa presencia, el magma es el mismo. Escribe Alejandro Meneses:

“Tristísima cara de oveja, babeante niño idiota, no quiero que descanses. No vas a notar en mi rostro el dulcísimo deseo de arrojar tu cajón por la ventana; las cosas seguirán igual que antes para que te des cuenta que desperdiciaste tu vida de la manera más estúpida, hincándonos con tu odio sin sentido, abarcando nuestras vidas como si la tuya no te bastara. Esperas, ya sé que estás esperando que algo suceda y nos soltemos a llorar, que sientas que nuestro amor, aunque sea impostado, te toca allá donde te encuentras. Pero nada pasa y tu hijo duerme como si no hubieras muerto, y yo me arrodillo ante ti por última vez, para decirte lo largo de mi odio, mi sangre espesa que ya no se mueve y nada siente con tu muerte. Cría tus gusanos. Yo te escupo, golpeo tu pobre cuerpo de vejiga vacía, tu piel de pescado, te mato ya muerto, maldigo tus ojos, tu lengua, tus dientes. No pienso dejar que descanses en tu más allá de soles pardos, con tu pierna rota y tu vida rota y tus pústulas explotando, interminablemente” (Días Extraños, pp. 33-34).

Alejandro Meneses. Fotografía tomada de la página de FB de Judith Castañeda Suarí
Alejandro Meneses. Fotografía tomada de la página de FB de Judith Castañeda Suarí

Y leyendo esto, a casi 20 años de distancia, pienso en el libreto que Arrigo Boito escribiera para Otello, la penúltima ópera del compositor italiano Giuseppe Verdi, estrenada en febrero de 1887 en el Teatro alla Scala de Milán. Mi atención se detiene en el llamado Credo de Jago. Es el principio del segundo acto y el antagonista, que ha comenzado a mover los hilos de la tragedia en desarrollo, se declara creación de un dios cruel, arropado por la música más siniestra que Verdi haya hecho.

Ambas obras, la ópera y el cuento, guardan relación con otra disciplina: Giuseppe Verdi tenía como libro de cabecera, como una Biblia, las obras completas de William Shakespeare; Alejandro Meneses nombra tres de los cuentos que integran Días extraños, y al libro mismo, con títulos de canciones del grupo The Doors.

Además de esta coincidencia, tenemos el odio de un personaje: a la madre del narrador de “El barco de cristal” le molestan, incluso, los ruidos de su esposo al bañarse, al vivir; en Otello, Jago es malvado porque es un hombre, según la pluma de Boito, y odia porque es algo inherente a él, a su naturaleza. Vemos en la ópera:

“Creo en un Dios cruel que me ha creado a su semejanza, y que en la ira yo nombro. De la vileza de un germen o de un átomo vil he nacido. Soy malvado porque soy hombre, y siento el fango originario en mí. ¡Sí! ¡Esta es mi fe! Creo con firme corazón, tanto como cree la joven viuda en el templo, que el mal que pienso y que en mí procede, por mi destino lo cumplo. Creo que el justo es un histrión burlón tanto en su rostro como en su corazón, que todo en él es mendaz: lágrima, beso, mirada, sacrificio y honor. Y creo al hombre juego de una inicua suerte desde el germen de la cuna hasta el gusano de la tumba. Viene después de tanta irrisión la Muerte. ¿Y luego? La Muerte es la Nada. ¡Vieja fábula es el Cielo!” (Otello, acto II escena segunda. Introducción al mundo de la ópera, Daimon, 1986).

Ambos textos, el de Arrigo Boito y el de Alejandro Meneses, exudan un sentimiento lejanísimo de aquel que, por lo regular, se hace presente durante un velorio o una misa. En los dos hay desprecio por el habitante de un plano distinto al terrenal –incluso hacia el dios de Jago, dios cruel que forma a sus creaturas con fango, es decir, con algo que significa degradación o descrédito en una de sus acepciones, y por lo mismo digno del odio de quienes de su mano salen.

Como Jago, la madre del narrador de “El barco de cristal” es quien mueve los hilos detrás de la narración: al avisarle a su hijo de la muerte de su esposo –al matarlo ella misma, colocando veneno para ratas en su comida– es quien pone a girar los engranes del cuento.

A la distancia, tengo más o menos claros los gustos musicales de mi maestro, mi profe. Era de su agrado el rock, dado el título de varios de sus cuentos, o el hecho de que fuera traductor del inglés de manera autodidacta, escuchando canciones. En una ocasión lo oí mencionar que le gustaba Johan Sebastian… Bach –sí, hizo la pausa como una broma– y en otra, reunidos luego del taller en un lugar que ahora es un restaurant, contraesquina de la Catedral, lo vi bailar un poco, antes de que saliéramos, con una canción de Timbiriche puesta a todo volumen.

Admiradora sin remedio de Verdi, y con el hallazgo de esta coincidencia entre Otello y “El barco de cristal”, me gustaría imaginar que Alejandro pone un disco o ve algún video en YouTube, y disfruta escuchando ese Credo, esa oración tan sorprendente, dada su naturaleza, que mucho se parece a lo que escribiera hace más de 36 años.


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