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Por Carlos Sánchez

Hermosillo, Sonora, 26 de julio de 2023 [00:05 GMT-7] (Neotraba)

Hoy hice una pausa en mi rutina. Me despojé de los horarios, quedé mal con una cita ante la muerte. Hoy trepé de nuevo al cerro para mirar a mis camaradas: el Tarachi, la Ana, el Marce, la India.

Y pude sentir las manos de sólo observarlas. Miré, por ejemplo, cómo la Ana, señora madre de mis contemporáneos, ellos ahora presos de tanta valentía, estuvo para domar la vara y formar los misterios que incluyen un rosario.

La Ana corta con talento la vara, elabora pequeñas esferas, posteriormente las guisa en manteca de res, obviamente que encima de una hornilla, con lumbre desde leños. Y así se pasa las horas para lograr uno o dos o tres rosarios que arman con hilazas y luego vende en cincuenta pesos.

Hoy que hice la pausa pude ver el corazón del barrio, sus arterias que son los callejones y tienen como nomenclatura palabras yaquis, porque aquí, en el barrio La matanza, llegaron o nacieron, y se quedaron, los integrantes de la etnia.

Y ahora es que continúan con sus manifestaciones religiosas, el aprendizaje desde quienes le legaron la vida. Ahora es que cultivan sus tradiciones, y al regresar al barrio inevitable es mirarlos elaborar sus máscaras de fariseos, los colgantes, los cascabeles, sus básculas, sus manitas, e inevitable es verlos también bailar con sus máscaras puestas, con los huaraches de vaqueta, con la alegría de obedecer las consignas de la tropa que comanda el capitán.

Ante esta perspectiva, en torno de un jardín de sábilas y nopales, ramas y flores, en esta falda del cerro, con la vista hacia la post modernidad donde hay un cine y tiendas departamentales, y por donde antes corriera un río, al sentir el viento miro el recuerdo y los días de jugar futbol sobre la arena. Inverosímil me resultan las imágenes, y aún entendiendo que la vida avanza, no puede hacerme sentir, la transformación, otra cosa más que un arrebato a lo que he sido cuando niño.

Porque ya no el Marcelino Ruiz, a quien le decíamos El motor, esposo de la Ana, para bailar la danza mística del venado, y cómo sería si la muerte se le apersonó en los cuernos de una bicicleta para clavársele en el vientre y así hasta la sepultura. La Ana habla de su marido y parecería que lo mira andar por los callejones. Siempre que lo invoca inevitable es una sonrisa.

He vuelto en esta pausa, a los días de infancia, adolescencia, y entre la ternura y la nobleza de la Ana he degustado una sopa de coditos, un plato con frijoles, tortillas de maíz. Y he digerido también las otras muertes posteriores a las de su marido, porque aquí la muerte es tan constante como la alegría de entender que así es esto mientras se está en la vida.

La Ana entonces para reiterarme, refrendarme, que la semana pasada fue el Changai, el camarada que se equivocó de camino y tomó la jeringa equivocada, se le hincharon los brazos, después ya no más oxígeno para el corazón. La Ana otra vez para comentar la muerte porque sólo unos días después un cuchillo le arrebató los pasos al Metayo, aquel morro que fuera mi alumno en una cárcel para menores.

Lugo vino el mirar los rostros tristes en los vecinos a la casa de la Ana, porque apenas ayer la Chona, la mamá del Cali, la Franqui, el Mario, el Quesito, el Bombas, se fue de tantos años ya encima del barrio y todo tiene un fin.

En esta pausa a los horarios, la rutina, encontré de nuevo lo que nunca he extraviado: mi infancia, adolescencia, mis pasos yendo nomás para venir por los rincones todos del barrio, los mismos que permanecen dentro de mi cuerpo: las raíces que me mantienen para volver a andar.


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