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Por Karime Montesinos

Puebla, México, 10 de julio de 2021 [01:57 GMT-5] (Neotraba)

[Se recomienda escuchar “Tokyo” de RM, de su álbum >>Mono<<, mientras se lee esta columna.]

No me gusta soñar. Nunca sueño. Todas las mañanas y madrugadas oigo a la familia y amigos, entre bostezos, decir que soñaron con personas de la familia que ya no están aquí, con casas de la infancia o alguna pesadilla. Tengo envidia.

Duermen plácidos, pues verán cosas fuera de la realidad. Así sean buenas o malas, fantasean, y al día siguiente se despertarán con una sonrisa al recordar a alguien, o después de soñar mal y ver que no existe tal cosa.

Pero yo nunca sueño, y cuando lo hago, despierto sin recordar la mitad. Debo dormir –o hacer un intento– para recrear lo que mi cabeza quiera que suceda.

Siempre tengo insomnio, mi mente se quedó sin imaginación para escribir o soñar. Por eso decido no dormir, porque es lo mismo que estar despierta: estar vacía.

Pero hay una excepción, un sueño que se repite cada cierto tiempo y me deja con los ojos secos y dolor de garganta: no me deja tragar el té de valeriana para los nervios después de despertar.

Uno donde me visita.

Uno donde nos encontramos.

Estoy en Tokio, bajo una lluvia de neones morados, rosas, azules y amarillos.

Cuando ese sueño inicia, estoy al frente de un espejo, mirando mi vestimenta: un kimono color rojo, estampado de flores de cerezo.

En la pared da el reflejo de todos esos colores neón. Siento nostalgia porque estoy a oscuras, eso es lo único que me da luz. La suficiente para ver y aborrecer mi sombra.

Algo dentro de mi mente no para de silbar mientras me peino. Mi subconsciente quiere pensar que es la existencia de un algo que pensábamos ya no existía, pero se manifestaba justo ahí.

Con esa presencia, silbé la canción que estaba reproduciéndose y hablaba sobre Tokio. Al final de la tonada, me decía que no podía seguir, tenía que desaparecer otra vez. Que, cuando quisiera, me daría señales de estar ahí; señales disimuladas que no demostraran su cobardía.

Cuando yo necesitara esas señales, no las tendría. Le pedí una última vez para cantarla y aceptó. Lloré y me quedé allí.

Desapareció de mi subconsciente poco a poco, se desvaneció mientras cantaba la última línea de la canción. Silbé, parpadeé. Cuando abría los ojos de nuevo, estaba afuera, empapándome de lluvia y neones japoneses.

Llueve, disimulo mis lágrimas, pero no mis muñecas desangrándose. Y desaparezco, entre luces y gente.

En mis delirios y sueños, también logra escaparse de mí. No puedo tenerlo en la vida real, ni tampoco en el Tokio de mis pocos anhelos, ¿de qué se trata esto?

Nunca me duran los deseos ni los bostezos. Los sueños tienen la costumbre de desaparecer cuando no estás mirando. Tal vez somos uno, soy uno, uno malo.


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