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Relevancia
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Por Iván Gómez (@sanchessinz)

Hace unos días unos compinches y yo, encontramos a una cachorrita abandonada en una mini fosa, envuelta en una funda de almohada, manchada de sangre seca. Lloraba con intensidad; su chillido traspasaba nuestra piel hasta que llegaba al corazón para estrujarlo y terminar por romperlo.

Después de rogar por varios minutos a mis familiares, nos dejaron conservarla para cuidar de ella y tratar de mejorar su salud. La cubrimos con una sábana, la colocamos en una caja muy pequeña, en la cual cabía perfectamente. Pasaron los minutos y la sábana nuevamente se manchó de rojo. Eso nos hizo llevarla con el único veterinario de la comunidad en la que nos encontrábamos.

 

Ya en el consultorio (un patio con dos gatos e intensos ladridos de fondo), nos dijeron lo que no queríamos escuchar: fue lastimada adrede; su caso era realmente crítico, ya que su cráneo estaba demasiado hinchado, incluso, debido a su condición, sus ojos permanecían cerrados. La hemorragia provenía de la nariz.

 

El veterinario fue muy sincero al decirnos que no creía que sobreviviera, aun así, con su actitud perseverante y lo barato de las inyecciones nos incentivó a tratar de hacer algo por ella más allá de brindarle la inyección letal. Nos recomendó hidratarla y alimentarla con caldo de pollo y arroz molido por medio de una jeringa.

 

Regresamos a la ciudad con la perra en la cajita. Chillaba más fuerte que cuando la encontramos; pensamos que las inyecciones o ya estaban haciendo efecto, o se nos estaba muriendo.

 

 

De momento salía de la casa que le habíamos improvisado: moribunda, guiada quién sabe por cuál sentido, porque un perro sin su preciado olfato es igual al pavor que a mí me da la idea de quedar ciego, supongo. Buscaba un cuerpo, cuando encontraba mi pecho ahí se acostaba un buen rato hasta que el dolor la despertaba para hacerla llorar.

 

Su llanto era un grito que se acercaba de la lejanía hasta que invadía por completo el oído. Erizaba mi piel. Por momentos el camino que tanto me gusta ver de noche no existía, los que estaban junto a mí tampoco existían. Sólo éramos ella y yo, ella llorando, yo rascando su lomo.

 

Le cambié la sábana, la coloqué en una caja más grande y debajo de ésta le puse una cobija azul que me dio mi mamá. Yo aún trataba de hacerla tomar agua, era imposible. Así que, desesperado y consciente de que esa noche no podría hacer algo por ella, me quedé un rato a su lado, acariciándola, tratando de calmarla, le hablaba, le decía que ahí estaba, que no llorara. Recordé en ese momento el nombre que Ángel (la persona con la que la rescaté) le puso: Manzana. Cuando se tranquilizó por más de diez minutos decidí taparla muy bien e ir a dormir.

 

Mi sueño siempre ha sido pesado. La mañana siguiente fue mi hermano el primero en verla tiesa, inmóvil. Yo confirmé su muerte.

 

La hemorragia ya se había detenido, calculé que murió en la madrugada, no al amanecer. Confirmé mi teoría cuando quise meterla en su caja, pues su cabeza quedó colgando del filo de la caja hacía el piso. En cuanto la toqué, retiré mi mano de inmediato: su piel estaba helada, como cuando sacas un recipiente que lleva mucho tiempo en el refri.

 

Mi hermano la puso en la caja, la tapó muy bien y la cerró. Qué bueno que yo soy el mayor.

 

Salimos de casa, la cobija azul que me dio mi mamá la utilicé para enrollar la caja. Le tocamos al vecino para pedirle una pala, no tenía. Le platicamos de Manzana y él nos platicó sobre sus perros: todos rescatados. Mientras lo hacía, la vecina de arriba se mantenía observando hacía el cielo. El vecino cerró la puerta, de inmediato la vecina se dio la vuelta para hablarnos. Siempre he sido ingenuo. Creí que nos externaría una condolencia pero no, nos preguntó por nuestra mamá, le dijimos que, como siempre, estaba trabajando. Nos pidió que le dijéramos que la buscó y que cuando pudiera subiera a verla, pues quería venderle una loción.

 

 

Me hubiera gustado aventarle mi zapato. El que una persona pierda la vida genera toda clase de emociones, se guarda respeto hacía el cadáver y hacía los familiares, entonces, ¿qué no debería aplicar también para los animales?

 

A Manzana no la enterramos, la depositamos en un pequeño hoyo que encontramos junto a la barranca. Murió con la cobija en la que yo nací.

 

No pienso darle el recado de la señora a mi mamá.

 

 

A Iván también lo puedes leer en: https://vertederocultural.wordpress.com/

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