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Por Edgard Cardoza Bravo

Ciudad de México, 10 de agosto de 2022 [00:02 GMT-5] (Neotraba)

Las hormigas que van y vienen por el sendero bajo la hierba

con sus inmensas cargas solidarias su voluntad constructora

su disciplina ciega.

José Emilio Pacheco

Su peso es unas sesenta veces menor que su fuerza física y un millón de veces inferior a su disposición para el trabajo, en su vida aparentemente diminuta y falta de sentido caben todos los roles ideados por el hombre, sus mejores ciudades, sus túneles perfectos, los mapas de sus sueños imposibles, los caminos que transforman lo latente en sustancia cotidiana. Pero hasta aquí hemos visto superficie, únicamente la hoja seca que se ve destellar sobre su espalda…

Según intrincadas versiones, cuando algo o alguien muere, el tiempo ya vivido queda en forma de tamo venenoso flotando por el mundo y es este insecto invasor y rastrero hasta el cansancio –que no parece afectarle para nada– el responsable de asir con sus tenazas y extinguir tales briznas de muerte suspendida. Tras su apariencia de puntos suspensivos en tránsito al vacío ocurre que la hormiga carga los fragmentos ruinosos, del tiempo, que ha mudado de luz hacia el olvido.

Por la imaginaria semejanza de su comportamiento con el nuestro, se especula que estos bichos son hombres de otros tiempos, expatriados de su envoltura humana por razones de karma –de signo aún oculto– a una suerte de limbo fronterizo entre la indiferencia y lo recóndito: esa fila que vemos en testimonio tácito del orden, son almas que divagan a su infierno, y volverán al sol después de un día, a continuar cargando los trebejos de sombra para seguir tejiendo el precipicio: porque el infierno es tal: paso sin colofón, ademe eterno… Ya en el colmo de la figuración hay los que apuntan que sucede lo mismo con nosotros: somos el hormiguero de alguna especie hermana viviendo su reembolso (trasterrada a su vez del premio o penitencia de cierta edad perdida) en actitud de eterno pisotón: así hasta el infinito.

Hasta logros científico-proféticos o de índoles varias le confieren a este émulo / micro de los hombres. Que el señor punto y raya, Samuel Morse, una tarde descubrió en aquel paso–por–leve–contundente, su interpolado rollo telegráfico: raya y punto. Que fue una hormiga posada en la espalda de Colón quien le animó a cruzar la mar océano a dar con unas Indias de orientales maneras de decir –pues como no entendía aquel raro lenguaje, era lo mismo que hablaran nahuatlata o mandarín. Que la diosa del pulque, Mayahuel, la curandera de almas, la de los cuatrocientos pezones alumbrados de leche de la tierra, desde sus aguamieles sigue oronda sostenida en su ejército de hormigas. Que cada liliputiense formación sugiere cosas de lo que va a ocurrir durante el día para los habitantes del espacio en donde está instalado el hormiguero: por ejemplo seis pites separados por dos y así hasta el nido, significa que irán seis cobradores en fijos intervalos de dos horas, o que a las seis en punto de la tarde tendrás la disyuntiva de estar donde estarás, o en otro lado.

Existen los que afirman que cómo la observación de los insectos es un oficio estéril e inaudito, no existe más salida razonable que el ejercitamiento en dones nuevos del ínfimo animal que nos ocupa. La Equitación extrema galopante en grupas de caballo de ajedrez, el Tenis en la punta de un zapato, el Futbol de salero sin balón, la Garrocha en palillos mondadientes, son algunos deportes cuyas reglas estoy desarrollando y ya verán que en menos del tronido de una roncha ya estarán compitiendo mis hormigas en los juegos mentales taraolímpicos.

No exagero si digo que estas breves hechuras de polvo transmigrado –si fundáramos plantas en la teorización de hace unas líneas–, son tan equivalentes a nosotros que sus habitaciones son las nuestras en proporción directa a las más que palmarias discordias de tamaño; que hay hormigas nutricias –los llamados pulgones– ordeñadas por rechonchos granjeros hormigueantes en establos más sanos que los nuestros cuyo único encargo es la manutención de sus criaturas, que hay bichos–policía ocupados tan sólo de la seguridad del hormiguero, lo mismo que guardianes de tránsito e individuos que asean aposentos, y amables sabandijas cuya vida transcurre en plan de zánganos.

En fin: en cada rubro de hombre hay mil y una hormigas repitiendo el esquema hasta el delirio de este yo, que concluye desde el ojo: que la hormiga no duerme ni se cansa.


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