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Por Luis Rubén Rodríguez Zubieta

Tijuana, Baja California, 11 de septiembre de 2020 [00:01 GMT-5] (Neotraba)

“A los muertos no les importa cómo son sus funerales.

Las exequias suntuosas sirven para satisfacer la vanidad de los vivos.”

Eurípides

“Los muertos al cajón y los vivos al fiestón”

“El muerto al pozo y los vivos al gozo”

Dichos populares mexicanos

Dado el fervor por hacer propósitos con cualquier pretexto y también que mí encuentro con la parca cada vez lo siento más cercano, decidí hacer mi lista de peticiones mortuorias, por si se da el caso. No quiero que me agarre de sorpresa sin haberla escrito. Esto viene de los valores que me inculcaron mis padres, dentro de los cuales está el que reza: “más vale prevenir que lamentar”. Además, eso de proponerse bajar de peso y hacer ejercicio me suena a vanidad. Eso es pecado o es un antivalor, y eso sí que no. Aclaro que soy un hombre de elevados valores morales. Tampoco me voy a proponer dejar de fumar y de beber, pues dada mi pérdida inexorable de libido, son de los únicos placeres que me quedan por disfrutar. Menos voy a proponerme una alimentación sana, porque tendría que decidir entre muchas versiones de lo que es sano y, eso, puede consumirme mucho tiempo.

Pienso seguido en mi propia muerte y me la imagino de diversas formas, pero no puedo imaginarme a mis dolientes. No tengo ni idea de que vayan a hacer conmigo a pesar de mis deseos póstumos, por la simple razón de que estaré muerto y ya no podré hacer ni reclamar nada. Por lo que he podido observar, a los dolientes les viene valiendo madres lo que el muerto haya dispuesto en vida. Si era ateo, le rezan diez mil rosarios en el velorio y le hacen un chingo de misas, aunque haya dispuesto que no las quería. Si pidió que lo incineraran, lo amortajan y lo entierran, porque lo otro, dicen, no es de Dios. ¡Que pinche falta de respeto! ¡Les van a venir a jalar las patas un día de estos!

Hace algunos meses, en una reunión con amigos, cada quien expresó lo que le gustaría que hicieran con ellos después de su muerte. Hubo quien dijo que lo aventaran a la fosa común, otro, que para nada lo fueran a quemar, otro, que lo incineraran, y otros, que querían velorio y ritos propios de su culto religioso. Aunque sé que no necesariamente mis dolientes respetarán las decisiones que tome en vida, les comparto mis deseos póstumos.

Como el boato no fue mi estilo de vida ni mi destino, no es necesario que haga testamento. Eso garantiza que, al menos por eso, no habrá pleitos entre mis deudos. Seguirán siendo fraternos, al menos eso espero. Mis escasos bienes materiales, que no incluyen inmuebles ni jugosas cuentas bancarias, serán para ellos en la proporción que decidan. Si no los quisieran, podrían regalarlos o donarlos a quien los pueda necesitar. Puedo asegurar que ya muerto, no aparecerá ningún hijo ni una viuda no reconocidos, que vayan a intentar reclamar algo. Pero como nunca faltan oportunistas y, el muerto, en este caso yo, no podría decir nada ni defenderme ante semejantes injurias, se querrán aprovechar y sacar raja. En caso de que así fuera, se la van a pelar, porque a menos que pelearan por intangibles, sería fútil su afrenta.

No quiero velorio porque es un acto social muy caro, poco auténtico y lleno de hipocresía. Los dolientes, invitan al velatorio a más personas que las que invitaron a alguna fiesta sorpresa de cumpleaños del muerto. Asisten personas que ni el muerto conoció en vida o que si lo hubiera hecho, ni se acordaría de ellas. Es más, hasta asisten cabrones con los que el muerto tenía rencillas irreconciliables, como si no hubiera pasado nada. Luego, esos andan diciendo puras mentiras de uno.

El duelo debería ser un acto íntimo, donde la familia expíe su dolor, en caso de que lo haya, porque hay muertos que, en vida, fueron unos verdaderos hijos de la chingada. La familia del muerto tiene que andar oyendo condolencias comunes, a veces de quien ni siquiera convivió con ellos ni con el difunto, y se distraen de su expiación. En esos eventos dan café muy malo y no dan de comer. Solo me gusta el alcohol clandestino que circula y los chistes que se cuentan a escondidas.

Hace unos meses asistí al velorio de la madre de un amigo y ex compañero de trabajo, y recordé todos los velorios a lo que había asistido en mi vida. De todos ellos, solo me produjeron congoja los de mis padres, el de Alicia, abuela de mi hijo, el de Ofelia, abuela de mis hijas y el de Lizander, mi cuñado. Pero esa congoja no era tanto por los fallecidos, que ya habían partido, sino por los dolientes. La muerte de alguien que quieres produce un efecto liberador, pero te deja una consternación insondable. En esos velorios no tuve que emitir palabras de consuelo para los deudos, porque el desconsuelo también era mío. En otros, nunca he sabido que decirle al pariente o parientes del fallecido. Confieso que me angustia no tener ningún sentimiento auténtico que transmitirles. Preparo mi discurso de pésame, y cuando estoy frente al doliente, me quedo mudo y pongo cara de pendejo, que seguro parece de apesadumbrado, porque algunos han llorado inconsolables en mi hombro.

Uno puede sentir más la pérdida de alguien que no es familiar, con mayor pesar del que sentiría por alguien de su familia. Esto obedece a que los afectos no son heredados, se adquieren. Yo sentí más la muerte de amigos o de quienes no eran de mi familia, que la de mis propios padres, por diversas razones. Por eso, no me quiero arriesgar a que, en el remoto caso de que algún familiar, en mi velorio, no se notara profundamente acongojado por mi muerte, se hicieran chismes. Eso de estar muerto y andar de boca en boca, sin poder aclararlo, me parece innecesario.

No quiero que me entierren porque uno queda a merced de los gusanos. A mí, desde que se me apareció uno en un mango que me estaba comiendo cuando era niño, los alucino. Los panteones son muy sombríos. Eso está bien para una noche romántica, pero para el descanso eterno se necesita mucha luz. Luego ya nadie lo visita a uno. Los familiares, en el mejor de los casos, solo van una vez al año. Las lápidas quedan abandonadas y descuidadas, con flores de cempasúchil marchitas y con agua insalubre que daña el medio ambiente y que produce nocivos mosquitos, que también alucino. No quisiera enfrentarme a profanadores de tumbas ni a que me fragmentaran ni a que anduvieran vendiendo mis huesos a desconocidos. Y vayan ustedes a saber a quienes iría a tener de vecinos. En caso de que no me cayeran bien o fueran xenófobos, no me podría cambiar de tumba. Dicen que la muerte es el descanso eterno, ergo, los tendría que soportar para siempre.

Cada vez que renuevo mi licencia de manejo o mi seguro de vida, me preguntan si quiero donar mis órganos al morir. No sé por qué, siempre contesto que sí. Debe ser porque creo ser una persona generosa y de buen corazón. Pero, pensándolo bien, debo ser un verdadero hijo de la chingada. Qué sentido tiene donar algo que no sirve. Mis pulmones severamente dañados por el tabaquismo. Mis riñones carcomidos por la hipertensión y por múltiples infecciones que he tenido a lo largo de mi vida. Mi hígado, graso y cirrótico, derivado de mi forma de beber –moderada pero constante–, así como por corajes, posterior a los cuales, comí aguacate. No se diga mis ojos, que además de que solo puros cabrones ven, están pervertidos por todo lo que han visto.

Por eso quisiera que me incineraran. En mi caso no tendría costo, porque como soy derechohabiente del ISSSTE, sería gratuito. Podrían dejar las cenizas en el crematorio, porque estoy seguro de que las que les entregan a los deudos, ni siquiera han de ser las del muerto que acaban de chamuscar. Cualquier ceniza resultante de una cremación, no soportaría la prueba de ADN para constatar que son del que uno supone. Hasta residuos de carbón les han de dar. Si mis deudos quisieran hacer un acto simbólico, podrían meter mis supuestas cenizas en una urna o ponerlas como abono en una planta de mariguana. Pero no quisiera que las llevaran a una iglesia, de cualquier culto. En el improbable caso de que fueran mías, me sentiría muy incómodo entre la mocha feligresía y no quisiera meterme en broncas post mortem. Quisiera gozar en muerte. Tampoco vayan a tirarlas al mar, porque si fueran mis restos, es probable que se dañaran, irremediablemente, la flora y fauna marina. Yo sé lo que les digo.

Me encantaría que después de mi cremación, mis deudos hicieran una fiesta, con mi música preferida de fondo –estoy buscando a un sicario musical para que se encargue de vigilar y en su caso liquidar, a quien se le ocurra poner reggaetón o narco corridos. Que en la fiesta pusieran una barra con mucha bebida y comida, a la que pudieran entrarle veganos, vegetarianos, carnívoros o equilibristas de la nutrición. Que pasaran algún video o exhibieran fotografías en las que esté con mis deudos y con los amigos que marcaron mi vida.

Si alguien se embriagara y no quisiera irse temprano, que lo dejaran quedarse. Yo lo llegué a hacer en la casa de algunos amigos y fui tolerado. Si alguien llorara, que no lo consuelen. No lo necesitará. Es una de las etapas de la borrachera y nada tendría que ver con el aprecio que me tenía ni con lo mucho que me fuera a extrañar.

No sé si mis deudos vayan a cumplir mis deseos póstumos o si les alcance mi herencia para cumplirlos. Como ya muerto uno no puede hacer nada, quedo a merced de ellos, pero dejo constancia de lo que deseo para mis exequias paganas. Ahora que, espero que estos deseos no se cumplan, para seguir transitando. En cambio voy a proporcionar afecto a mi familia y a mis amigos, para ganarme el suyo. Eso no es deseo, es producto de la práctica.


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