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Por Alicia Reyes Escageda

Ciudad de México, 19 de diciembre de 2020 [00:45 GMT-5] (Neotraba)

Así que nunca más pasearemos tan tarde de noche,
aunque el corazón siga enamorado,
y aunque siga brillando la luna.

Lord Byron

1

Abro la ventana que da a mi balcón, que está frente a una escuela; mañana de primavera entre semana. Los árboles se elevan majestuosos. Sin embargo, la calle luce desolada, muda; silenciados los trinos y el bullicio estudiantil. El aire, el silencio y el tiempo ventean diferente. Es mi calle, pero no es mi calle. Es mi ciudad, pero no lo es. Es mi país, pero no es mi país. Parece la descripción de un muerto pueblo marciano, según RayBradbury. ¿Es mi planeta?

Soy yo, pero no soy yo.

2

Qué increíble sensación me transmite, por medio de sus vibraciones, un instrumento tan rudimentario como la corneta. En cuanto lo escucho, salgo a recibir a Michel, detrás de la reja. Este jovencito de 10 años vino a alegrar nuestras vidas después de tantos meses de encierro. Julio, su papá, se quedó sin trabajo por la pandemia. Desesperado, decidió vender verdura a domicilio: la transporta en un carrito de supermercado que alguien le prestó. Presenta una afección en una pierna, pero eso no le impide caminar grandes distancias para llegar a las colonias donde provee. Como Michel no asiste a la escuela, debido a la cuarentena, lo acompaña en su recorrido: rompe nuestra monotonía con sus inocentes ocurrencias y su risa espontánea.

—Jefe, a la próxima le voy a ganar.

Mi esposo enseñó a Michel a jugar balero: el niño entrenó y entrenó; entrenó para competir con su maestro de juegos. Aprendió rapidísimo. Nos divertimos con su forma de hacer los movimientos, imita a mi esposo y lo amenaza con que, un día, lo va a vencer. Julio lo veía con ojos de orgullo.

—Jefe, a la próxima le voy a ganar.

3

Los signos de enrarecimiento aumentan, también las ausencias: cumplí un año sin poder visitar a mi madre en Torreón, Coahuila, y más de dos sin ver a mi hija y a mi nieto en Montreal, Quebec. Me pregunto ¿y si no los vuelvo a ver? Me siento desganada, somnolienta: el clamar de las sirenas nocturnas me impide conciliar el sueño.

4

Profesora por siempre —profesión de la que me siento orgullosa desde el primer día—, empecé a regalarle libros a Michel y a dejarle tareas sobre algunas lecturas de esos textos; él empezó a llamarme maestra.

—Michel, dile a la maestra qué te ha enseñado esta pandemia —le pide su padre, quien le repite constantemente que la gente es buena.

—Pues… he tenido muy buenas experiencias, he aprendido que hay gente buena, gente que nos ha ayudado a salir adelante.

Una vez más, admiro al pueblo de México, que se empodera ante las desgracias y encuentra la forma de salir airoso de estos avatares. Creo que hay de todo, pero existe más gente buena que mala.

Centro en Pandemia. Foto de Luis J. L. Chigo.
Centro en Pandemia. Foto de Luis J. L. Chigo.

5

Siento una fuerte opresión en el pecho, aumenta conforme las ambulancias chillan a su paso. Rezo por las personas que, enfermas (y sus familiares), viajan en los vehículos de salud. Pido por mi familia y por mis amigos. Pido por mí. El sosiego se rehúsa a acompañarme y mi mente sólo repite “¡Pobre gente, pobre gente!”. Como flashazo, me llega la imagen del edificio de la Secretaría de Comunicaciones, en el terremoto de 1985, desmoronándose como un terrón de azúcar ante mis ojos. “¡Pobre gente, pobre gente!”, repetía incrédula. El edificio se deshacía y las personas corrían despavoridas para ponerse a salvo. La madre tierra se cimbraba entre estertores de agonía. “¡Pobre gente, pobre gente!” El inmueble se desmoronaba.

Era la Secretaría de Comunicaciones y Transportes, pero ya no lo era.

6

Como no pudieron salir a pedir dulces, Julio invita a sus hijos a que lo acompañen para asustarnos: Michel es una calavera y su hermano un pequeño pirata; él es un monstruo peludo, peludo, peludo. Son ellos, pero no son ellos.

Mis vecinos son solidarios con esta y otras familias que, debido a la crisis, nos visitan vendiendo productos o pidiendo ayuda. Nos alegran los músicos que, al cerrar los restaurantes donde trabajaban, buscan el sustento en las colonias: arpa, marimbas y organilleros, nos hacen correr hasta las rejas de nuestras casas para escucharlos. (Si la montaña no va a Mahoma, Mahoma va a la  montaña).

Nos retratamos: yo poso con cara de susto y ellos amenazantes.

Somos nosotros, pero no somos nosotros.

7

Me veo de siete años, asomada a la ventana del departamento donde vivía, asombrada porque el parque en donde todas las tardes jugaba en el columpio y la resbaladilla, ahora está dividido por una enorme grieta. Me ha despertado el llanto de mi madre quien, histérica, escucha las noticias en donde hablan del número de muertos y heridos. Notifican la caída desde su pedestal del Ángel de la Independencia: voló en pedazos. Es el sismo de 1957. Desde esa fecha, durante cada temblor cuidábamos a mi madre porque era tal su trauma que temíamos que, como la Victoria Alada, volara por una ventana.

¡Pobre de mi madre, pobre de mi madre! La compadezco ante el recuerdo, en el pasado, pero aquí en el presente estoy yo, la pandemia nos robó nuestra libertad e independencia. Nos saturan con noticias de muerte y desolación. Sin embargo, la pandemia (la madre tierra, el universo o Dios, en lo que creamos) también nos enseñó la necesidad de respetar a los niños, a las mujeres, a los hombres, a los animales, a la naturaleza; a todas las formas de vida. Que existen otras formas de sobrevivir (económicas o emocionales). Otras formas de ser, otras formas de estar.

Porque estamos, aunque no estemos.

Centro en Pandemia. Foto de Luis J. L. Chigo.
Centro en Pandemia. Foto de Luis J. L. Chigo.

Alicia Reyes Escageda. Docente por más de 40 años e investigadora y directora de proyectos sobre discapacidad en el Instituto Politécnico Nacional, actualmente jubilada. Reconocimiento Nacional al Servicio Comunitario SEDESOL 2003.

Abuela niña que recorre cielos y montañas encantadas, escalando estrellas, para alcanzar la luna.


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