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Ignacio Padilla fotografía de Pascual Borzelli Iglesias
Ignacio Padilla fotografía de Pascual Borzelli Iglesias

 

Por Juan Manuel Aguilar Antonio (@travelerjm)

 

En 2010 viaje a la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, fue uno de mis primeros viajes en solitario, y esta travesía tenía como fin alimentar mi sed de lector y mis vacilaciones de adolescente que deseaba escribir.

 

Tenía dieciocho años, un año terminado en la universidad y un poco de dinero que había sacado del verano al trabajar como mesero. En ese tiempo, era un fiel visitante de la Biblioteca Vasconcelos, ubicada en la Colonia Buenavista, de la Ciudad de México, y en ella había descubierto cientos de autores que deseaba conocer en la FIL.

Por los pasillos de la Vasconcelos se cruzaron conmigo los libros de Juan Villoro, Sergio Pitol, Mario Vargas Llosa, Daniel Sada, y algunos poemarios de Juan Gelman. Autores que había leído con emoción y hacían tentadora la idea de viajar al bajío mexicano para verlos.

 

Entre mis lecturas ininterrumpidas y cientos de préstamos bibliotecarios, uno de los descubrimientos más significativos fue el libro Tres Bosquejos del Mal, un pequeño volumen editado por Siglo XXI, que contenía tres novelas breves de escritores que para mí todavía eran desconocidos, la generación del Crack, pero en específico: Ignacio Padilla, Eloy Urroz y Jorge Volpi.

 

 

Las novelas contenidas en Tres Bosquejos del Mal me divirtieron, asombraron e hicieron sentir que estaba en contacto con otra literatura. La prosa y temas de los narradores se me hicieron frescos y pensé que leía a nuevos y desconocidos autores de la literatura mexicana. No obstante, pronto me enteré que el manifiesto del Crack, con sus cinco novelas significativas, se había publicado en 1996, y que esos autores eran los nuevos “maestros” de la prosa mexicana, de la siguiente generación de escritores nacionales que encabezaba Juan Villoro.

 

 

De ahí empezaron mis lecturas de Nacho Padilla, Volpi y Urroz. Por mis ojos pasaron libros suyos como: Amphitryon, En Busca de Klingsor, La Gruta del Toscano, Memorial del Olvido, Un Siglo Detrás de Mí y Fricción.

 

En mis primeros acercamientos la generación del Crack me parecía innovadora, sus temas se alejaban de la realidad nacional, no tenían un compromiso netamente político y para ellos primero estaba el compromiso literario y narrativo, antes que nada. Ante los ojos del canon mexicano se presentaron como un grupo de ruptura, pero el tiempo, y mi opinión, han hecho ver que eran buenos discípulos y continuadores de la tradición solemne nacional.

 

A pesar de que cambiaron la tonalidad de sus novelas, había mucho de Carlos Fuentes, Sergio Pitol, José Emilio Pacheco, Salvador Elizondo y Augusto Monterroso en sus letras. También, Juan Villoro era una figura cercana a ellos, a pesar de que cada uno intentó forjarse a sí mismo como un nuevo perfil del plano de las letras mexicanas.

 

 

De los tres el que siempre me pareció menos innovador fue Volpi. Desde la lectura de En Busca de Klingsor pensé que ahí estaba una novela que entendía a la perfección el mecanismo de los best-sellers o long-sellers (que hace a un libro amistoso y de pretensiones pedagógicas) pero que se dota de los suficientes atributos y méritos de estilo para no caer en esa clasificación y detentar un “valor literario”. Formula que Volpi ha usado de forma ininterrumpida hasta La Buscadora de Sombras, última novela de él que intenté leer.

 

 

Eloy Urroz fue el más experimental de los autores del Crack y el que apostó más a la fórmula de la metamorfosis de la novela. Sus libros trataban de jugar siempre con la estructura narrativa y la forma. Aunque a veces los resultados no son los mejores, hecho evidente en Fricción.

 

Las descripciones anteriores me llevan finalmente a Nacho Padilla, sobre su narrativa puedo decir que nunca buscó las fórmulas complacientes y efectivas de Volpi. Y que cada una de ellas, si bien no trato de ser “innovadora” o “subversiva” en sus estructuras, siempre fue original como se ve en Amphitryon y La Gruta del Toscano.

 

En la FIL de 2010 se iba a presentar el libro La Isla de las Tribus Perdidas, un excelente ensayo de Nacho Padilla –que ganó el premio debate de ese año, sobre la ausencia del mar como escenario y tema en la literatura latinoamericana–, al que planifiqué asistir.

 

Una noche antes de la presentación del libro de Nacho, en la FIL se vivió la famosa venta nocturna en la que se pueden encontrar viejos ejemplares, rarezas de libros y buenas ofertas para hacerse con un botín literario. Entre mis búsquedas asistí al panel de la editorial Siglo XXI con la esperanza de encontrar un volumen de Tres Bosquejos del Mal y que me lo firmará Padilla al día siguiente junto con sus dos secuaces, que con seguridad, asistirían la presentación. Lamentablemente, no lo encontré.

 

Al día siguiente, me sorprendí de la poca concurrencia de asistentes a la presentación. Éramos unas quince personas. Volpi –el premio Debate del año pasado– comentaba el libro junto con Nacho en el escenario y Eloy Urroz estaba sentado entre el público.

 

 

Al terminar el evento me acerqué y les externé mi pretensión fallida de encontrar un volumen de Tres Bosquejos del Mal, además de que les relaté cómo había descubierto su narrativa, hacía unos años, en ese libro. De forma interesante Eloy Urroz se emocionó y empezó a platicar conmigo, Nacho Padilla también, ante lo cual saqué mi ejemplar de La Isla de las Tribus Pérdidas que firmaron los tres.

 

 

La dedicatoria, que aún conservo, junto con la literatura de Nacho, considero es un gran reflejo de la persona que fue este escritor en vida.

 

“Para Juan Manuel, cómplice generoso en tus lecturas y palabras. Con mi amistad,

Nacho Padilla.”

 

El pasado 20 de agosto se cumplió un año de la muerte de este maravilloso narrador mexicano. Un escritor que muchos extrañamos y tuvimos la fortuna de conocer, pero más que nada, de leer su obra, hecho que le sobrevive y que está entre nosotros.

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