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Ciudad de México, 4 de mayo de 2024 (Neotraba)

En la década de los sesenta, Esteban vivía con su madre en un barrio pobre de Ciudad Juárez, y trabajaba en un taller mecánico cercano a la cárcel municipal. Quería hacerse “gabacho” y vivir como sus primos que habían nacido en El Paso, Texas. Ellos tenían buen trabajo, venían de visita manejando su propio automóvil, vestían bien y tenían novia “gringuita”.

Esteban sabía que si se enlistaba como voluntario en las fuerzas armadas que irían a Vietnam, con un año que permaneciera ahí podría tener derecho a adquirir la nacionalidad norteamericana. La gente decía que los mexicanos hacían labores de limpieza en los cuarteles, a veces laboraban en la cocina y no eran enviados al frente de batalla.

En cuanto cumplió 21 años inició los trámites en las oficinas de las fuerzas armadas estadounidenses ubicadas en Fort Bliss, Texas. Cuando Esteban regresó a casa, se le veía contento y le dijo a su madre que pronto iniciaría la realización de su sueño.

Poco después partió hacia Vietnam. Doña Carmen, su madre, se dirigió a la ciudad de México, y en la Basílica de Guadalupe suplicó protección para Esteban. Hincada ante el altar de la virgen musitaba: “Cuídamelo virgencita”.

Doña Carmen tenía otros dos hijos: Salvador y Renata.

Salvador, el mayor, desde muy joven empezó a trabajar en una maquiladora de piezas para automóviles ubicada en Ciudad Juárez. Cuando la compañía cerró sus instalaciones en la ciudad y se cambió a San Antonio, Texas, invitó a algunos trabajadores a continuar laborando allá, entre ellos a Salvador, otorgándoles documentación para obtener permiso de trabajo e ingresar a los Estados Unidos.

Renata se casó con un granjero, y se fue a vivir con él al poblado de Porvenir, Chihuahua. El menor era Esteban, en quien doña Carmen ponía la esperanza de que la acompañaría por mucho tiempo.

Semanas después de la partida de Esteban, doña Carmen recibió algunas cartas. En ellas le contaba lo duro que era su vida en el cuartel. A los mexicanos les encargaban las tareas más pesadas o los ponían a limpiar las áreas más desagradables y riesgosas donde podían adquirir enfermedades trasmisibles. Los entrenaban en el manejo de armas; aunque no creían ir al frente de batalla, debían estar capacitados para actuar en caso necesario.

Dos años más tarde, Esteban regresó a casa. Y pocos días después, doña Carmen fue a la capital del país a agradecer a la Guadalupana, llevándole un gran ramo de rosas.

En las semanas siguientes doña Carmen notó que Esteban permanecía largos ratos callado. No acudía a El Paso a realizar los trámites de la nacionalidad americana ni hacía planes para el futuro, que a ella le hubiera gustado conocer. Por las noches salía y regresaba varías horas después. Doña Carmen se inquietaba por los cambios en la conducta de Esteban. Por las noches no dormía bien, algo intuía en su hijo que la preocupaba.

Una noche decidió seguirlo, acompañada de su sobrino Benito. Salieron detrás de Esteban, quien en la esquina tomó la calle que lo condujo a la plaza central. Luego se dirigió por la calle Mariscal a la zona roja. Ahí observaba los bares y restaurantes con sus llamativos letreros y luces de neón, en donde entraban soldados estadounidenses. Un poco más adelante lo perdieron de vista.

Continuaron por la calle más iluminada. Ahí vieron vendedores de mariguana, prostitutas en busca de clientes, jóvenes en pequeños grupos ofreciendo productos que ni doña Carmen ni Benito sabían que existían. Patrullas policiacas hacían rondines pero miraban para otro lado. Se asomaron a los bares y preguntaron a los meseros si habían visto a un muchacho con las características físicas de Esteban. Nada.

Después de un tiempo que a ellos les pareció prolongado, por fin lo encontraron. Doña Carmen lo reconoció pero no podía creer que fuera su muchacho al que observaba. Al verlo sintió una soledad definitiva, un desamparo inesperado. ¿Cómo era posible que ese fuera Esteban? Pero sí, ahí estaba su hijo: sucio y hablando solo debajo de un farol.

Luego vio que empezó a caminar con la mirada extraviada y los brazos flexionados simulando portar un arma. De pronto, fuera de sí, Esteban comenzó a lanzar ruidos guturales y gritos que imitaban disparos de metralleta (taca, taca, taca) que alarmaban a la gente que por ahí pasaba. Esos eran los resultados de la guerra, que no sólo destruía a los combatientes sino también a los que no lo eran.

En ese momento, doña Carmen percibió de golpe, en sí misma, el efecto destructivo de las balas verdaderas.


Donají Ramírez Bautista. Originaria del estado de Puebla. Parte de sus primeros años los pasó en el estado de Chihuahua. En el Distrito Federal estudió y ejerció la medicina.

Más tarde, ingresó a un club de lectura y ahí leyó un número considerable de novelas, género que le gustó y que durante un tiempo lo consideró su favorito. Sin embargo, al entrar en contacto con los cuentos de Julio Cortázar y de Ernest Hemingway, quedó deslumbrada con sus cuentos cortos. Ahora, su género literario favorito es el cuento breve.


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