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Argentina, 5 de mayo de 2024 (Neotraba)

“Me muevo sin moverme”, dijo Nina, y ese fue el último día que la vi.

La encontré en el baño de la escuela, acuclillada entre el inodoro y la pared. Tenía las rodillas juntas, las ajustaba con los brazos en posición fetal. Cuando intenté convencerla de salir, se sostuvo con más fuerza, los brazos parecían un cinturón de seguridad. “Me voy”, dijo. “¡No jodas Nina!”, dije en tono enérgico, y la sacudí fuerte de los hombros. En el suelo estaban desparramadas las invisibles que guardaba en un monedero bordó. Nina demoraba una hora en peinar su pelo afro, y se quejaba de no haberlo tenido largo en su vida. El pelo, según ella, le crecía para arriba, como una mata. Usaba espray, y otros productos. “Mi pelo es algo que nadie entiende” me decía riendo. Me contó que en la primaria había sido el blanco de todo tipo de ofensas, por su pelo rebelde, y también, por su color de piel. Algunos hasta le tenían miedo, me aseguró. Me costaba creerlo, para mí, era de las personas más amables, y consideradas.

Nina se destacaba en las clases de contemporáneo y clásico. Yo odiaba las zapatillas de punta, me lastimaban los pies, eran un flagelo. Ella parecía levitar. Ahora, no podía moverse, o sí, pero de otro modo. “Me muevo sin moverme” repetía en un transe. Me senté y me miré en el espejo, contuve las ganas de llorar. Habíamos ensayado un año bajo los ojos escrutadores, siempre alerta, siempre atentos, de las gemelas Beltrán. Eran una gota de agua, si es cierto eso de que las gotas de agua son iguales. No se distinguía una de otra, tal vez por eso, hartas de su mismidad, nos habían elegido a nosotras; una pelirroja y una negra, una tan distinta de la otra. El gen de las gemelas se había colado en una idea; para bailar juntas, Nina y yo, teníamos que pesar lo mismo. La balanza en estos ámbitos suele inclinarse hacia el número más bajo. Hay una aversión por los pechos voluptuosos, la mayoría de nosotras tenemos torsos de niñas. Nos midieron, Nina era cuatro centímetros más alta. Nos pesaron, Nina, pesaba seis kilos y medio, más que yo. Nada de harinas. Frutillas, arándanos, leche de almendra, ciruelas, compotas. Nada de azúcar, ni alcohol. Carnes magras, verduras. Tuvo que someterse a una dieta estricta, a mí me mortificaba, y trataba de no comer delante de ella, pero si no lo hacía, si dejaba de comer, la distancia de peso se ensancharía y la exigencia sería peor.

Nina era de Paraná. Viajó a Rosario para estudiar en la escuela nacional de danza. Vivía en una pensión ubicada en calle Urquiza, cerca del río. El frente tenía una enredadera que cubría el muro de piedra. Al lado del timbre, una placa, decía: “Japa Mala, hospedaje de bailarinas”. Con siete habitaciones y regenteada por una maestra jubilada, en la pensión, sólo se aceptaban mujeres, sólo bailarinas. Nina ocupaba la pieza más chica, la más fría de la casa. Había que subir una escalera alta y empinada: “Prohibido traer visitas”, “Prohibido hacer ruidos molestos” “Prohibido dejar platos sucios” “Prohibido mover cosas de lugar” Todo en la pensión parecía decir, estás de paso, este no es tu lugar. Para visitarla tenía que entrar de puntillas, sin hacer ruido. La habitación era un rectángulo sin ventanas. Una silla al lado de la puerta sostenía unos vinilos de Nina Simone. Ese, era el motivo por el cual, Nina, se llamaba Nina. No había tocadiscos, la ropa estaba colgada en un perchero con ruedas. El colchón medía lo mismo que la pared sobre la que apoyaba. Frente a la almohada había un cuadro de una obra de Sasha Waltz. Nina me contó que esa obra era un homenaje al holocausto, había sido hecha en un espacio dedicado a la memoria, en Berlín. Estaba puesto en un lugar estratégico: era lo último que veía antes de dormir, y lo primero que veía al despertarse. La imagen mostraba a un grupo de bailarines que usaba el cabello larguísimo de una mujer como instrumento de música. Ese pequeño rectángulo no era una simple imagen, era, según ella, una sustancia narcótica, un punto de fuga. El pequeño cuadro le aseguraba sueños recurrentes en los que tenía caminatas lunares. Daba un paso y se suspendía en el aire, a metros de distancia del suelo. Usaba la copa de los árboles y sus ramas como resortes para levitar, por ahí llegaba a encontrarse con Sasha Waltz, la encontraba dirigiendo sus obras: Dido y Eneas, Orfeo, siempre terminaba en Korper. Nina se preguntaba cómo podría ser su pelo un instrumento de música y pensaba en el jazz, en los primeros aulladores, en que, si alguien usara su pelo como instrumento, lo primero que se escucharía serían gritos.

Andábamos juntas por la ciudad, los pies en primera posición, el mentón altivo, y la malla como si fuera una remera. Cruzábamos la peatonal, y nos metíamos en la galería para perdernos mirando vidrieras de tiendas vintage. Siempre desembocábamos en la disquería de Ricky “Llegaron las bailarinas”, decía eufórico, cuando nos veía entrar. Nos dejaba escuchar los discos que quisiéramos. Nina y Ricky hablaban de músicos, además sabían biografías, o datos curiosos, por ejemplo; Nina Simone tocaba el piano desde los cuatro años. A los diez tuvo su primer concierto; mientras tocaba, vio que sus padres fueron echados de la primera fila para ceder sus asientos a espectadores blancos. Nina cantaba en inglés “Suzanne takes you down, to her place near the river… And you know that she´s half crazy, but that´s whay you want to be there…” cantaba para irse, siempre estaba en dos lugares a la vez. Ricky le ofrecía distintas versiones de la misma canción, La de Leonard Cohen la repasaban tantas veces como la original. Nina y Ricky empezaron a salir, ella no estaba convencida, decía que Ricky le caía bien, pero le gustaba por momentos. Nina no había conocido a su padre, inventaba historias sobre él, a veces su padre había muerto en la guerrilla en Haití. Otras en un tiroteo en New York. Otras, era músico, amaba el jazz y los instrumentos de viento. Su madre nunca le dio pistas para conocerlo, y se negaba a hablar de él. Nina se llevaba mal con su segundo esposo, se negaba a nombrarlo como padrastro. “Moverme sin moverme, es una habilidad que aprendí cuando era chica y el esposo de mi mamá me encerraba en el baño porque no hacía lo que él quería. Yo, me sentaba en un rincón húmedo, y cerraba los ojos, dejaba que se hundieran en las profundidades de mi mente y viajaba para conocer a mi papá. Mi papá me regalaba un barrilete rojo, lo soltábamos en un parque donde los árboles se incendiaban”. Ya me había hablado de eso que le pasaba a veces, el cuerpo se entumecía y la mente se liberaba y se disparaba, como en un sueño. Le habían dicho que se llamaba parasomnia, a ella le pasaba en cualquier circunstancia, no al despertar, o al intentar despertar.

En los ensayos las palabras quedaban suprimidas. Las gemelas, nos exigían un mismo tempo, desenterraban movimientos, los limpiaban con obsesión hasta que nos salían idénticos. Dos cuerpos tan distintos moviéndose igual. Eso, las fascinaba. Todo iba bien hasta que Nina, un día, faltó a un ensayo sin aviso. No atendía el teléfono. Fui a buscarla a la pensión. La mujer me dejó pasar, estaba preocupada, Nina no había salido de la habitación. Golpeé la puerta y no contestó, cuando entré, estaba metida bajó sus mantas como en un capullo de crisálida. Tenía fiebre y llorando me habló en un registro delirante. Había terminado con Ricky, no quería volver a verlo. Se había hecho un test de embarazo que dio positivo, su pelo, era intolerable, lo quería rapar. Al estirar con los dedos un bucle emitía notas, agitándose obtenía sonidos rítmicos y graves, ahora estaba aturdida porque su cabeza había sido el refugio de esclavos negros. En el medio de sus bucles, como resortes de otro tiempo, había un grupo de aulladores. La música manipulaba su cuerpo en una danza extenuante, me pedía que la ayudará a detenerse, y aunque trataba de demostrarle que estaba en su cama tapada por todas esas mantas, no lograba convencerla. Me quedé cuidándola toda la noche. Le puse paños fríos en la frente. Y cuando me había dormido en el piso de madera, me despertó con quejidos, y empezaron las contracciones, había tomado unas pastillas que ayudarían a desprender el óvulo. Al día siguiente todo había pasado, solo quedaban los rastros de sangre en las sábanas y en unas remeras que habíamos usado para limpiar el piso. Nina me contó que cuando vino de Paraná una mujer sentada a su lado dormía con la boca abierta, hacía un silbido molesto. En minutos había pasado del fervor de la conversación al silencio. La mujer le había contado que viajaba a visitar a su hija embarazada, le traía ropita de hilo que había tejido en colores neutros porque la hija se había resistido a saber el sexo del bebé. La mujer le daba vueltas al asunto y le preguntó con insistencia a Nina, qué haría ella cuando estuviera embarazada. La charla se disolvió con la respuesta “No voy tener hijos” La mujer le preguntó ¿y si quedas embarazada? “Aborto” había dicho Nina, y la mujer no le habló más. Según Nina la mayoría de las personas asocian a los negros con antropofagia, magia, animismo, erotismo animal. El único atributo que le conceden es el de ser buenos bailando. “No los voy a defraudar” me decía con ironía. Reanudamos los ensayos, Nina estaba en mi peso, y ahora me exigía llegar a su nivel en saltos y velocidad. Las gemelas quedaban asombradas y corrían los límites día a día, nos exigían más y más.

Nunca pude invitarla a mi casa. Mi mamá, no le tenía miedo, le tenía bronca. Me di cuenta cuando me prohibió prestarle ropa, decía que volvía con un olor insoportable, olor a cebolla cruda, le daban ganas de vomitar. Nina un día me dijo que hacía tiempo, los laboratorios buscaban un suero desnegrificador, que le contará a mi mamá, seguro se pondría contenta. Ahora, que la veía ahí, acuclillada en su transe, su cuerpo vibrando, yo me lamentaba de haber ensayado un año para un momento que no iba a llegar. Corrí hasta el salón de actos. Le avisé a una de las gemelas. Al rato vimos cómo se la llevaba una ambulancia. Fui a buscar mis cosas al locker. Ahí estaban las zapatillas de Nina, parecían dar comienzo a una coreografía sin cuerpos.


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