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Por Juan Rivas

Puebla, México, 22 de mayo de 2023 [00:10 GMT-6] (Neotraba)

Alguna vez le pregunté a una alumna de secundaria por qué no subrayaba las páginas de sus libros. Se trataba de best sellers de literatura juvenil, que pueden ser puente a lecturas más complejas. Aquella saga de libros los tenía embebidos a ella y a varios de sus compañeros. Como se trataba de una escuela que fomentaba los valores, y de una alumna bien portada, al escuchar mi propuesta se abstuvo de mentarme la madre, aunque se le vieron las ganas. Sin duda se escandalizó: para ella, mancillar aquel objeto tan preciado con lápiz, marcatextos o, peor aún, bolígrafo, hubiera constituido un crimen impensable.

Como coleccionista de comics, entiendo ese fetichismo que conduce a la veneración exacerbada del papel impreso. Pero como lector lo veo de otra manera. Hace años me impuse la rigurosa labor de subrayar todo lo que leo, pues en varias ocasiones me vi en el penoso escenario de abrir algunos libros ya leídos y descubrir que no recordaba no sólo la trama o pasajes específicos sino una mísera palabra.

La lectura es un acto privado desde la invención del libro, pero las conversaciones que suscita entre lectores, así como el profuso intercambio de ideas, es una parte elemental, aunque extrínseca de la lectura. Uno de los más grandes actos de fe, de ingenuidad o de locura es prestar un libro. Hay quienes valorarían tal acto como la prueba más grande de amor o de lealtad, porque dicen que es tonto el que presta un libro, pero lo es más el que lo devuelve. Sin duda prestar un libro y que no te lo devuelvan es malo, pero no tanto como descubrir que ese libro nunca se leyó. Por otro lado, debemos reconocer que muchas veces uno como lector busca zamparle a sus inocentes amigos (lectores o no lectores), todos los libros sobre los que a uno le urge platicar. Si la amistad en cuestión demora mucho en realizar la lectura, cuando lo haga es probable que el dueño original del libro ya ni siquiera recuerde de qué se trataba. Todo, desde luego, por no subrayar lo que se lee.

Hay quienes sostienen que escribir implica abrirse de capa ante el lector. Es cierto. Pero subrayar un libro puede serlo aún más. Prestar un libro subrayado es una forma de exhibicionismo. Algunos lectores remarcan los pasajes más perversos, retorcidos, blasfemos y excitantes de cualquier libro de William Burroughs, de Rubem Fonseca o del Divino Marqués. Aunque ¿qué más va uno a subrayar en libros de esos autores?

Leer un libro subrayado implica una lectura paralela desde los ojos del lector previo. Toparse en una librería de viejo con un ejemplar cuyas páginas están plagadas de borrones y de notas puede disuadir a muchos de adquirirlo. A mí también, si he de ser honesto. Soy consciente de que al subrayar aniquilo un buen tajo de lectores posibles que el futuro le podría deparar a mis libros una vez que yo haya muerto.

Quizás el subrayado de libros implica un acto de apropiación que colinda con lo perverso. Ya no es sólo marcarlo con el nombre, la fecha o la dedicatoria. Es verterle un mapa de nuestras almas con todo e inseguridades, angustias, fobias, filias, placeres y tal vez la detección de una que otra errata. Suelo encerrar en un círculo estas últimas. En un cuadrado las palabras que no conozco; los nombres propios es bueno detectarlos desde el inicio de una novela, así como los títulos de libros, películas y discos. En las antologías de cuento y de poesía se subrayan los mejores títulos; párrafos, estrofas y cuando la página entera es buena, el número de la misma. Los libros de teoría contienen las frases más contundentes, abstrusas o incomprensibles, dispuestas para subrayarse. Uno vuelve a ellas, las contempla fuera de contexto y queda abstraído, con cara de idiota.

Subrayar un libro ajeno es una grosería. Hacerlo con uno de la biblioteca ya es de plano ser sociópata. Quizá haya lectores que lleven su bibliofilia a niveles idólatras y traten los libros con pinzas. Pero un lector de a pie (el problema de los lectores de a pie es que siempre se tropiezan por leer mientras caminan); un lector que lleva el libro a todas partes, mal metido en la mochila o doblado bajo el brazo, lo hace suyo y el libro lo atestigua. Baste pasar el dedo (cualquiera sirve para este fin) por los lomos de los libros para descubrir si los han leído o no. Desde luego, éste no es un exordio para manosear bibliotecas ajenas y averiguar las lecturas pendientes del prójimo, que suelen ser como la proverbial paja en el ojo.


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