¿Te gustó? ¡Comparte!

Por Samantha Ivana Lamas Ramírez

Guadalajara, Jalisco, 10 de noviembre de 2021 [00:32 GMT-5] (Neotraba)

La luz del letrero rojizo del bar de enfrente se derrama sobre la ventana del café situado en la esquina, donde Leia mancha su taza de porcelana con un rastro de labial escarlata. Ingiere su late a tragos lentos, al tiempo que alterna la mirada crispada entre la cajuela de su automóvil y la joven que atiende a los clientes.

Intenta permanecer tranquila, pero el suceso irremediable se repite una y otra vez dentro de su cabeza, como una película terrible de la cual trata de olvidarse y de la que, lamentablemente, es la antagonista. Toma una bocanada de aire lleno de vapor. Afuera llueve y el cielo poblado de nubarrones le provoca una sensación de alivio porque, quizá, los ojos de Dios permanecen ajenos a su pecado.

Las piernas le comienzan a temblar debajo de la mesa, hace un esfuerzo por mantener las manos firmes y sostener su taza. Sin más remedio, hurga en el bolsillo interno de su chaqueta de mezclilla y saca una cajetilla de cigarros, extrae uno y comienza a fumarlo para sosegar el tamborileo de su corazón. Tiene la intención de llenar sus pulmones de humo hasta la asfixia, hasta que se evapore y ascienda en florituras grises que se pierdan con la lluvia.

Una vez más sus ojos recorren la parte delantera de su auto. Escudriña la parte abollada, inmediatamente recuerda el sonido sordo, el alarido y el rechinar de las llantas al frenar de manera abrupta.

El cigarro se le consume entre los dedos cuando se ve en compañía de otro ser.

—Está ocupado —dice ella, huraña, al ver cómo un hombre vestido de gala toma asiento.

Lleva un sombrero negro de gamuza y un pañuelo de seda rojo se expone ilustre en el bolsillo superior de su saco. El sujeto mantiene la cabeza gacha, como si estuviese indagando en los bordes de la mesa cuadrada.

—Así es, está ocupado por mí —sisea. Su voz posee un timbre suave y las palabras se deslizan por el viento.
—Me temo que me está confundiendo, nunca antes lo he visto y, en lo personal, no me gusta compartir mis veladas con extraños —se remueve incómoda.

En un principio no le parece que el hombre luzca una figura amenazante, sino todo lo contrario. Es alto, delgado como una espiga y de piel tan blanca que se aprecian un centenar de ríos rojos y morados bajo su piel. El cabello negro y lacio lo mantiene atado con un lazo fino en una coleta baja.

—No es lo que he escuchado —el hombre encara a Leia. Sus ojos son de un anaranjado refulgente y pareciera que dentro de ellos el fuego se consume a sí mismo. La mujer se lleva la mano al pecho por instinto, tratando de aplacar el ardor que se desata en su alma. Abre la boca en una expresión grotesca y de esta brota humo—. Tú me debes algo, y estoy aquí para que saldes tu deuda.
—¡Quema! ¡Quema! —chilla Leia, desesperada, sintiendo que no hay lágrimas que alcancen para apagar el incendio que, de a poco, marchita su interior— ¡Basta!

Nadie la mira, nadie le presta la más mínima atención y ella jura que se va a convertir en cenizas en esa cafetería. El hombre baja la mirada una vez más y Leia consigue respirar de nuevo. Sus dedos se aferran a su garganta calcinada y la lastima el escozor que recorre su cuerpo.

—El hombre que mataste hace tres días me debía algo. Ahora, como no pudo saldar su deuda gracias a ti, tendrás que ser tú quien me pague.

El corazón de Leia revienta en palpitaciones desbocadas, se inclina hacia enfrente y solloza que ha sido un accidente. “¡No lo vi! ¡Juro que no lo vi! ¡Salió de la nada!”

—Él hizo un trato conmigo, yo cumplí mi parte y él… bueno, tenía intención de cumplir, pero tú te interpusiste.

El rostro distorsionado por el miedo y la desesperación de Leia se humedece ante la llegada del llanto. Se cubre los labios mientras repite que lo siente.

—N-No lo conocía de nada… Él apareció y yo iba muy deprisa… No debió cruzar así.

El hombre azota la palma de su mano contra la mesa, la luz del letrero rojizo del bar mengua hasta extinguirse por completo. Un par de miradas curiosas se dirigen a la mesa donde discurre la conversación. Esos ojos ajenos solo alcanzan a ver a una mujer que llora y habla con un asiento vacío.

—Entiende, lo mataste y ahora tú debes saldar su deuda. Si él hubiese cumplido su parte y ahora estuviera muerto no me podría importar menos. ¿Acaso eres estúpida? ¡Ya deja de llorar!

Leia esquiva las palabras afiladas del extraño y se vuelve a mirar su automóvil, aparcado justo en la entrada. El cuerpo sigue en la cajuela y casi le parece que percibe el hedor a sangre seca. El miedo le provoca arcadas.

—¿Cómo lo sabe? ¿Q-Quién es usted?

No está segura de querer recibir una respuesta.

—Yo sé todo lo malo que hacen ustedes los mortales. Y aquí una pequeña adivinanza: ¿con quién haces tratos que ni la muerte te salva de cumplirlos? Cuando logres responderla sabrás quien soy. Ahora, él me prometió diez almas.

Leia sabe la respuesta a la adivinanza, pero prefiere morderse la lengua antes que pronunciar su nombre. Alza los ojos al cielo, busca entre los nubarrones un resquicio por el que pueda filtrase un rayo de sol. No lo hay.

—¿Por qué alguien prometería algo así? —musita, más para ella que para él. Leia ha matado a un solo hombre y arrastra la culpa a cada paso que da, sin importar que haya sido un accidente.
—Te sorprendería. En fin, su contrato terminó por tu culpa. Él solo me entrego cuatro almas, me debes seis.
—Yo no te debo nada. Nunca hice un trato contigo.
—Tú impediste que él cumpliera con su parte, por lo tanto, la deuda es tuya —corre la silla hacia atrás y se pone de pie. Se abrocha los tres botones de su saco y agrega— Tienes hasta la medianoche de mañana.
—¿Y si no lo hago? —le tiembla la voz, mas necesita saber las consecuencias.
—Si no lo haces, tomaré esas almas de los cuerpos de las personas que amas… ¿Cómo se llama tu pequeña? ¿Elena?

Leia ahoga un grito de impotencia.

—No le hagas daño, por favor, te lo suplico.

El sujeto sonríe, saca la billetera de cuero y coloca un par de billetes sobre la mesa.

—Yo pago esta cuenta —dice, se gira sobre sus talones y antes de marcharse le sugiere— Responde la adivinanza, Leia, tengo más de un nombre. De hecho, tengo muchos.

Se va y Leia se queda sentada, atónita, segura de que ha tenido una conversación con el Diablo.

Foto de Alexis Salinas
Foto de Alexis Salinas

Regresa a casa bien entrada la madrugada, pues tras el trago amargo que le ha hecho beber el Diablo fue a refugiarse en el bar que estaba frente al café. Bebió hasta perder la conciencia, preguntándose si realmente ocurrió ese encuentro.

Elena duerme en su habitación, Leia entra y besa su mejilla al tiempo que se recuesta junto a ella en un abrazo maternal. Fija la vista en el espejo del tocador antes de quedarse dormida y en él contempla, horrorizada, el par de ojos anaranjados. Se levanta de golpe, histérica, rompe el espejo y despierta a Elena, quien comienza a llorar por ver a su madre tan alterada. Esta última la abraza y la llena de besos, mientras piensa en sus víctimas, en esas almas que le ayudarán a conservar a su pequeña.

Antes del alba, Leia sale de su casa a hacer unas compras, más tarde regresa a su morada. De los desechables de poliestireno saca la carne que acaba de comprar, la mira fijamente y se dispone a prepararla. Apenas termina se dirige al barrio más pobre de su ciudad.

Ha pasado la noche entera pensando en un plan y, aunque es imperfecto por la escasez de tiempo, llegó a una solución. En el asiento del copiloto lleva bolsas de comida. Comida envenenada.

Llega y se topa con una anciana de piel apergaminada, hebras blancas y ojos negros, profundos, en los que le parece ver el reflejo del Diablo, sonriéndole. Leia toma las bolsas de comida y se las da. Le dice que está tratando de ayudar, que seguro tienen hambre.

—Es carne.

Y la anciana asiente, contentísima, pues no ha comido carne en mucho tiempo. Y el olor rápidamente la inunda y le hace agua la boca.

—¡Gracias, güerita! ¡Es rebuena gente usté!

Leia traga saliva. Ya no es güerita, hace años lo era, pero tiñó su cabello de rojo, y puede que tampoco ya no sea buena, porque llenará sus manos de sangre inocente.

—Repártalo con su familia —Leia intenta que suene como una sugerencia, pero por el timbre de su voz, demandante, suena más a una orden.

La anciana vuelve a asentir, casi chilla de alegría. Invita a Leia a conocer a los suyos. Están todos ovillados en una esquina, encima de cartones y pilas de basura. Hay niños, mujeres y hombres. Los cuenta, son ocho. Siente que no puede evitar que se pierdan dos vidas más. En silencio se pregunta cuántas vidas vale Elena y en ese mismo silencio se responde: Las que sean necesarias.La anciana venera a Leia y les cuenta a los otros que les ha traído comida.

—¡Es carne! ¡Es carne!

Y se alborotan y besan las manos de Leia, y le agradecen, y la miran como si fuese un ángel; sin saber que es el ángel de la muerte. La mujer se cerciora de que coman, de que coman mucho y bien, y solo cuando ve sus semblantes rebosantes y sus barrigas llenas, se marcha.

—No me siento bien… —confiesa uno de los niños.

Y Leia sigue su camino, sin importar que el chiquillo haya empezado a llorar. El cielo está despejado, el sol lame sus pasos hasta su auto.

Llega a casa temprano, manda a Elena a dormir a casa de su madre y le pide a esta que no se la traiga hasta mañana por la tarde. No se atreve a decirle que es porque recibirá la visita del Diablo y quiere cerciorarse de que no quede rastro de él y su ominosa presencia.

La media noche inunda la casa de Leia, se filtra por las ventanas y la sala se convierte en unas fauces gigantes que la devoran mientras ella permanece sentada, apacible, incapaz de conectar consigo misma.

El Diablo timbra y Leia abre la puerta. Él entra. La mujer siente que las piernas se le vuelven de papel, sólo ahora que lo tiene enfrente cae en cuenta de lo que ha hecho. Comienza a llorar.

—He cumplido —recita entre lagrimones.
—¡Vaya que has cumplido! —se jacta él y suelta una risotada.
—¡Ya no te debo nada! ¡Lárgate! —estalla Leia ante la maldad del Diablo—. Déjame en paz a mí y a los que amo.

El hombre sigue riendo hasta que se le desinflan los pulmones de fuego.

—Nunca me debiste nada, mujer tonta —los ojos le brillan y absorben la oscuridad.
—Ya sé que no, el que te debía era el otro y yo tuve que pagar…
—¿Cuál otro? ¿El hombre que atropellaste? —vuelve a reír. Leia no entiende qué le hace tanta gracia—. Jamás hice un trato con él, ni estuve presente en su vida, pero te veías tan triste en el café que quise animarte con un juego. Me encanta jugar.
—¿D-De qué estás hablando? —Leia está a punto de desmallarse.
—Yo te lo dije, Leia, tengo muchos nombres…
—¡Eres el Diablo! ¡El Diablo! ¡El maldito Diablo!
—El Diablo, El Príncipe de la Oscuridad, Lucifer, Satanás, La Bestia y, mi favorito… El maestro del engaño. En fin, gracias por tu aportación, Leia, ahora tengo un alma más. En verdad me divertí jugando contigo. Supongo que te veré pronto.

Leia retrocede, incapaz de creer lo que está escuchando.

—No nos volveremos a ver jamás… —replica, contrariada— Y-Yo cumplí. ¡Te entregué seis almas!

El sujeto sonríe, fascinado ante su falta de entendimiento.

—No, sólo me entregaste un alma. La tuya.


¿Te gustó? ¡Comparte!