¿Te gustó? ¡Comparte!

Por Edgard Cardoza Bravo

Ciudad de México, 25 de junio de 2021 [03:16 GMT-5] (Neotraba)

…cuando arrecia la lluvia
detrás de las paredes
escucho el débil paso
de un pequeño animal que se esconde.

Óscar Oliva

Conozco a Juan Manuel Ramírez Palomares desde hace más de treinta años. Los recuerdos que me llegan de esos tiempos son siempre: los del poeta comprometido con su entorno social inmediato, su ya casi olvidada faceta de letrista de canciones de protesta en algún restaurante del centro de Celaya, la imagen del obstinado promotor cultural tratando de aglutinar y a la vez revelar a la luz pública las diversas voces literarias de Guanajuato.

De sus gestiones y dirección derivarán muchos de los logros en tal sentido que hoy perduran. Clubes de lectores, suplementos literarios, tertulias, revistas, encuentros de escritores, lecturas públicas, entre otras actividades.

A él se deben, el Primer Encuentro Regional de Escritores, realizado en las instalaciones del Instituto Celayense en diciembre de 1990, origen de los posteriores encuentros anuales de escritores convocados por el Instituto Estatal de Cultura de Guanajuato; la primera convocatoria (junto a Demetrio Vásquez Apolinar) para constituir la Asociación de Escritores de Guanajuato; y el impulso inicial de muchas ferias del libro en los diferentes municipios de nuestro estado.

En Juan Manuel Ramírez Palomares, la propuesta literaria particular, el intercambio de miradas con otros autores, y la promoción del trabajo creativo en permanente búsqueda de espacios, son haces de un mismo aliento.

De la escritura de este autor (pórtico del libro Aire en vendaval, Editorial del Gobierno del estado de Guanajuato, 1991) el poeta David Huerta dijo: “Una de las virtudes de los poemas de Ramírez Palomares es su claridad formal: ninguna extravagancia sobre el espacio de la página, ningún malentendido afán mallarmeano de epatar al lector. Una poesía transparente, de intensas fragilidades… A Ramírez Palomares le interesa, de veras, decir cosas y las dice bien y, por añadidura, estas cosas resultan interesantes, vivas, inteligibles, enérgicas”.

En el libro que nos ocupa, Historia del día (Editorial de la Dirección Municipal de Cultura de Guanajuato), aquellas apreciaciones de Huerta hacia la poesía de este autor siguen siendo válidas, mas habría que destacar otros componentes que ya venían perfilándose desde sus textos iniciales y ahora encuentran su concreción. Por ejemplo, la incidencia que en su discurso toman los elementos primordiales –aire, tierra, agua, fuego– sobre el cuerpo mismo del hombre. En Historia del día, la intuición (afilada y afinada por los cuatro elementos) es el gran habitáculo de la poesía, el sentido de sentidos que hace posible tal expresión humana:

El siglo
se mira en la luna infinita
hundido de fuego,
y escarba la tierra para encontrarse
en la corteza animal de los hombres

Pregunta al milagro
a la inocencia
Sin saber duerme
retorna a la oruga
al germen
a nada

Llora y exhuma sus huesos
 Perfuma años perdidos
Mira el ocaso
Duerme.

(Historia del día, pág. 23)

Entonces, ya no importan tanto los instrumentos de la forma que mencionaba David Huerta, la cubierta exterior porque, de donde viene, la poesía trae su propia claridad, su forma irrepetible ajustada al ritmo consumado de su atmósfera.

Como en el Altazor de Huidobro, en Historia del día la expresión es inequívoca cuando logra ser espejo de lo natural, de lo siempre creándose, pero, en consecuencia de lo mismo, para Ramírez Palomares la frase de Huidobro “el adjetivo que no da vida mata”, es inválida, porque el calificativo, el que sea, por gracia de la intuición viene ungido de gracia desde los manantiales del origen. Aún el adjetivo empantanado, excrementado, purulento, en una suerte de pecador reivindicado por su creador, puede ser ascendido –valga la mocha interpretación– al altar de la poesía a través de penitenciar en la intuición; ya que (volviendo a Huidobro) el tránsito intuitivo por las cuatro estancias de lo natural purifica los usos del lenguaje, porque en ese espacio todo está recién nombrado, recién amanecido.

Para Ramírez Palomares, detrás de los muros aparentes de la conciencia y la razón hay siempre un animalhombre intuyendo, imponiendo su sin ser, poetizando:

Largo es mi rastro de animal en el acoso.
Larga la huida.
Envuelto en la maleza de la noche,
oculto en la redundancia de los grillos el desatino
de mi huella perseguida.

(Historia del día, pág. 21)

Se descubre aquí otro tema dominante en la poesía del celayense: el envilecimiento del hombre por influjo del falso despertar de la conciencia, llamado madurez. Vamos ganando peso, pero vamos también ganando polvo, perdiendo humanidad, ganando muerte. La única vida posible del hombre es la inocencia, nos aclara el poeta. La madurez es podredumbre. Justo cuando acaba la inocencia el hombre inicia su tránsito de polvo. La conciencia razonada es final. La inocencia no presupone auto castigos porque la culpa no existe en sus dominios. Al ingresar al concierto de la razón, la madurez va sembrando heridas donde antes existía inocencia, y ese último resquicio de vida se diluirá imponiendo cicatrices: sólo en la madurez la muerte existe. De ahí que el lenguaje que evoca la inocencia perdida y define al hombre “consciente de sus actos” es tan adusto, tan sombrío, tan falsamente abarcador, tan dolorido. Al perder la inocencia, el poeta dedicará su vida física a reseñar la muerte de su alma:

Me llama la muerte, madre verdadera.
Con pisada vacilante entre la breña y el espino,
 busco refugio y me acerco al abrevadero de agua envenenada.

(Historia del día, pág. 21)

La poesía, reducto de inocencia –nos propone Ramírez Palomares–, sólo puede ser salvada con el juego de la intuición. Pero la intuición ha sido relegada al desván de lo insólito, no nos reconocemos seres intuitivos, renegamos de nuestra animalidad. El lenguaje que trata de expresarnos es cada vez más extraño a nuestra sustancia. Es maquinal, acartonado, sobrado de artificios. Abrevamos del río envenenado. En la visión del celayense, es misión del poeta refundar, reorientar la bitácora del hombre, reescribir la historia de los días más con sesgos intuitivos que con letras ruinosas. Si la poesía no baja a ras del hombre elemental, si la poesía no confía en el instinto, estaremos condenados por siempre a una caligrafía sin otro destino que los sueños.

Canto para que no se rompan los hechizos

No hay reposo para el sueño ni la vida
hay una luz que se marchita entre las manos
sucedáneo de llovizna.

No hay hogar ni fuego para el invierno
hay un run run de avispas
un hoyo negro

No hay néctar en el labio amante
hay un cascabel de espinas

No hay remedio para nosotros
ni la música
ni el confín de la noche
sólo frío
más frío
Un dolor de no ser en lo que somos.

Canto para que no se rompan los hechizos
Alumbro con veladoras imágenes
Oro ante la faz finita de este cuerpo
Invoco lo extraño de las horas
Inmolo una voz de las que se han dado
para ver si un ángel nos destruye
para ver si en nuestra carne florece la mañana.

(De Historia del día, libro de Juan Manuel Ramírez Palomares)

¿Te gustó? ¡Comparte!