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Por Adriana Barba

Monterrey, Nuevo León, 28 de mayo de 2021 [00:01 GMT-5] (Neotraba)

Contéstame, aunque duela dime por qué

No te brillan igual que ayer

Las pupilas cuando me miras.

Fey, Azúcar amargo

Hace unos años se me hizo costumbre ir a desayunar a un lugar muy fifí al sur de Monterrey. Todos los sábados elegía el mismo platillo: puntas de res a la mexicana con frijolitos refritos, guacamole y tortillas de harina no recién hechas –no eran unas típicas de harina, más bien parecían de las que uno come en los United States, insípidas, duras, pero al fin de harina– y de tomar, unas 10 tazas de café. Entre taza y taza me dedicaba a observar, actividad que más disfruto. En el rancho le llaman “andar de chisme”.

En las tres horas que pasaba en ese asiento con sillones cómodos veía la entrada y salida de personas que iban por la misma razón que yo –pero con más preocupaciones: niños escupiendo la lechita con chocolate, pegándole al hermanito, señoras con el cabello remojado, señores pegados a su móvil, niños jugando es sus tabletas y papá y mamá con la mirada al infinito. ¿Por qué no saborean la comida?

Comían rápido, casi ni veían el menú, ordenaban en automático. Había una familia en esa mesa, pero yo la veía vacía. La rapidez con la que viven los regiomontanos, el trabajo, los niños, la monotonía, hacían que la mayoría de las parejas fueran a desayunar y ni siquiera hacían contacto visual entre ellos.

Esas escenas no dejan de sacarme de onda: matrimonios jóvenes –incluso más jóvenes que yo y con ganas de salir corriendo– querían ser rescatados de los berrinches de sus propios hijos o de la indiferencia de ambos. ¿Eso es el amor? ¿Se acaba cuándo llegan los hijos y el trabajo se intensifica? ¿Por qué no se miran a los ojos? Al menos para decir: “¿verdad que va a venir el viejo del costal y se va a llevar a los niños llorones, amor?” Complicidad, empatía, equipo. ¡Algo! Nunca vi nada de eso por las mañanas en ese restaurante.

La etapa de observar en restaurantes sola por fin acabó: el fin de semana llegué con mi novio a un lugar muy lindo, veíamos el menú, y elegimos diferentes opciones para así compartir y probar más platillos –que además todos lucían exquisitos. En eso, vi una pareja a mi lado derecho, el caballero tenía videos de YouTube a todo volumen; la dama, escuchaba audios del grupo de whats app. Volteé dos veces porque me sorprendió: se me apachurró el corazón, hice contacto visual con mi novio y asintió con la cabeza: “Yo no quiero eso”, me dijo. “Yo tampoco”, le contesté. Por más de una hora la pareja estuvo hundida en otro mundo, entre el YouTube, Facebook, Instagram y Twitter. Jamás se miraron a los ojos, ¿se les acabo el amor?

Adriana Barba. Foto de Óscar Alarcón
Adriana Barba. Foto de Óscar Alarcón

Me fui al pasado y recordé que en el verano de 2019, desayuné menudo y taquitos de barbacoa con un foráneo. Yo tengo la mala manera de hablar y hablar y no callarme; él me observaba detalladamente sin interrumpirme, pero después de casi un ahora contándole anécdotas, me dijo: “Pausa, tenemos unos minutos para checar redes sociales”. Yo me quedé con cara de what?, pero le hice caso. Nuestra atención se fue a contestar mensajes importantes sin quitar importancia a quién teníamos cerca. Después de los minutos retomamos la plática hasta que llegó la hora de partir.

No tengo la fórmula secreta para una relación feliz, pero tengo acuerdos. Tenemos acuerdos. Esos que hacen a las parejas ser buenos equipos para llegar a una edad adulta y no sentir que nuestro único escape son las redes sociales.


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