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Por Isaí Moreno

Ciudad de México, 26 de abril de 2023 [00:05 GMT-6] (Neotraba)

Supe del goce indecible de la guerra, creadora del desorden y la aventura imprevisible.

ELENA GARRO

Amelio, mi coronel, es una novela fascinante que arranca con el nacimiento mítico, casi bautismo de fuego y pólvora, de Amelia Malaquías Robles en el medio de un conflicto entre padre y madre, o más específicamente una batalla entre hombre y mujer para la asignación del nombre de este héroe, que signará el destino del personaje.

Desde el arranque del libro, ubicado principalmente en la época de la Revolución Mexicana, nos queda claro que no es una novela más de la Revolución (rotundamente no), pues a ésta ya la sepultó con justa razón el irrepetible Jorge Ibargüengoitia. Antes bien, este libro da un vistazo crítico a la Historia y a las historias de los muchos, varios sin nombre: la reunión de individualidades y anhelos más allá de los siglos. En mis manos, la novela histórica de Ignacio Casas dejaba visible su aguja medidora de los años, porque una novela histórica es una máquina del tiempo.

Una novela histórica también es un espejo. Por ello nos fascina leer novelas históricas, pues más que enfrentarnos ante una época antigua nos coloca frente a la nuestra y nos la vuelve más emocionante. La mejor novela histórica no es la que acumula información, sino la que la elimina (de la obligada investigación) y deja sólo la ínfima y necesaria para que resplandezca una verdad esencial. Ésa es la técnica de Flaubert y la de Victor Hugo, este último un maestro en el arte de volver una guerra napoleónica perdida en dechado de dignidad en medio del horror.

Asimismo ocurre en Amelio, mi coronel, hay épica y hay horror entre sus páginas:

‘Mientras la lluvia disminuía nos acercamos al cuerpo del maldito. Le escupí y lo observé con calma. A pesar de lo nublado de la noche, un rayo de luna se coló y pude mirar que un escarabajo subió por su cuello, continuó con sus bigotes, llegó llegó a los párpados y, una vez traspasadas las pestañas, empezó a comerse uno de sus ojos.’

Este pasaje nos delata a Casas como un narrador diestro de la guerra, volviendo su novela, más que una novela histórica, una novela bélica dialógica y testimonial, porque es por otra parte una historia contada entre dos: Angelita, la amada de Amelio, y él mismo ya transcurridos los años. Casas maneja una técnica natural, llena de recursos y deleite en la voz, donde los dos personajes se cuentan lo que podría llamarse una confesión de vida ya en su avanzada edad, frente a frente, en palabras de intimidad que se antojan a susurros. El autor despliega las mismas destrezas que ya le conocíamos en La esclava de Juana Inés (novela donde nos regala a otro personaje entrañable que emancipa su dignidad, narrándonos su (auto)biografía con una voz personalísima), llevándolas a un punto de inflexión en su obra trazando personajes y, sobre todo, creando la voz precisa en la cual radica el secreto de una buena novela.

Insisto en la naturaleza bélica de esta obra desde un punto clave de de la Historia. Lukács ve en la novela histórica una herramienta para evidenciar las distinciones de clase franco contraste de polos sociales. Una novela de la guerra va más allá porque va a desnudar a cada personaje y lo obligará a llevar bajo la montura del caballo todo lo que posee, a campo raso, bajo el sol quemante o el cielo de estrellas frías. Amelio Robles sabe de esta idefensión, y siempre busca las mejores estrategias para que mueran los menos, porque las vidas de sus hombres vale mucho. No es un suspense, pero sí estrategia, espionaje, velocidad sobre caballos desbocados, y mucho movimiento en el espacio como en el tiempo.

Es inevitable traer a la mente, con Amelio, mi coronel en las manos, el valor en el sentido de la valentía, que ha sido siempre la virtud más preciada en tiempos de guerra: el arete de los guerreros griegos y latinos, el valor y arrojo de Julio César yendo más allá del Rubicón sobre el lomo de su caballo Genitor: siempre al frente de sus soldados, sin miedo a la muerte. En ese mismo sentido, el coronel Amelio Robles es un virtuoso, alguien bajo el relámpago del arrojo (dice: Vine por la locura de la edad. Por vivir una aventura como cualquier otra… y también porque me gusta disparar, donde pongo el ojo pongo la bala). Amelio jamás permitirá la humillación. Antes bien, pondrá en primer lugar la urgencia de la honorabilidad, lo excelente, eso que en la ética, la ética como una disciplina bélica, es lo que nos hace mejores sin la necesidad de los principios morales tan trillados.

Para Amelio –una vez emancipado de ese cuerpo que no reconoce como suyo, vestido con el uniforme de un soldado muerto e impulsado por haber llevado un nombre como Malaquías, cuyo significado es mensajero–, la ley del ejército, el código marcial, es algo sagrado: hecho manifiesto en el momento de drama en el que, al no poder portar un pequeño un escapulario por no estar bautizado, y sin sacerdote a la mano, se le bautiza en el nombre de la ley del ejército.

Sin duda Amelio vive en un cuerpo equivocado, y si pretende el salto al género con el cual no nació, no es por protegerse del machismo y la violencia de los varones, porque defenderse sabe, y a balazos con la Casimira en la diestra sabe hacerse respetar, defenderse y defender (sin considerar que en esa época no era tampoco necesario hacerse pasar por varón para sobrevivir a la barbarie del género: la coronela Rosa Bobadilla fue un ejemplo vivo): su salto de género, obedece a la más genuina búsqueda de la identidad, que no consiste en bordar flores sino en cabalgar libre, disparar al aire, beberse sus mezcales. ¿Bordar? Jamás, o sí, pero bordar pistolas, granadas, caballos con jinete u ornamentar telas con emblemas de la Revolución.

Ésta es una novela, ya sin rodeos, sobre la identidad y sobre por qué deseamos ser libres.

Al cabo, Amelio, mi coronel es una novela desde cuyo planteamiento, junto con su protagonista, nos liberamos y nos volvemos lenguaje.


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