Gracias, Señora Berlin
EL PENÚLTIMO LECTOR || Una de las razones por las que conectamos tanto con Berlin dentro y fuera de los talleres literarios es una especie de sobredosis de vida en sus textos.
EL PENÚLTIMO LECTOR || Una de las razones por las que conectamos tanto con Berlin dentro y fuera de los talleres literarios es una especie de sobredosis de vida en sus textos.
Por Adán Medellín (@adan_medellin)
Ciudad Tula, Tamaulipas, 25 de junio de 2020 [16:33 GMT-5] (Neotraba)
Una de las facetas más estimulantes para quienes escribimos cuentos radica en la posibilidad de compartir nuestros acercamientos y reflexiones sobre la literatura mediante los talleres. Hace unos días, tuve el gusto de impartir el módulo de Cuento 1 del Diplomado Virtual de Creación Literaria del INBAL para narradores y entusiastas de la literatura del sur del país (Veracruz, Tabasco, Campeche, Yucatán, Quintana Roo, Guerrero, Oaxaca y Chiapas) y compartir intensamente algunas poéticas, relatos, textos teóricos, mapas de lectura y decálogos.
Además de que uno aprende y redescubre mientras intenta trasmitir pasiones y obsesiones narrativas a otros, armar un taller se parece en mucho al proceso de descubrirle tu biblioteca y tu visión de mundo a un puñado de invitados afines pero muchas veces desconocidos. Así que la selección de lecturas y los efectos sobre los participantes siempre me deja una sorpresa cuando los cuentos son leídos, analizados y comentados durante estas clases.
En distintas experiencias, uno de los hallazgos más felices ha sido la inclusión de cuentistas nacionales que han quedado ocultos detrás de una obra enigmática y que se tacha de hermética, como ocurre en el caso del veracruzano Juan Vicente Melo (1932-1996), a quien espero pronto dedicarle una columna. Pero también motiva la recuperación de obras narrativas que se vuelven visibles gracias a un acertado trabajo editorial y se suman como contemporáneas de nuestras penas y esfuerzos humanos, como sucede con la estadounidense Lucia Berlin (1932-2004).
El caso de la maestría narrativa de Lou choca porque parece hecho a la medida del estereotipo del escritor vivencial: Berlin tuvo una vida errante desde su nacimiento en la extraordinaria Alaska, pero hizo camino en Chile y en nuestro país, que recorrió de cabo a rabo, como atestiguan sus andanzas en Ciudad Juárez, la Ciudad de México, Acapulco, Veracruz y Oaxaca. Además, Berlin tuvo una lucha tormentosa con el alcohol, se casó varias veces, tuvo cuatro hijos, publicó en editoriales medianas o pequeñas y obtuvo todo tipo de empleos para sobrevivir y tirar en el día a día, desde encargada de limpieza doméstica hasta enfermera y profesora universitaria.
Pero ahí donde suele decirse que el escritor vivencial flaquea por descuido, repetición o impaciencia, Berlin sobresale. Es cuidadosa, equilibrada y cruel en el estilo. Pesa cada palabra. Y sin demeritar todas estas virtudes, creo que una de las razones por las que conectamos tanto con Berlin dentro y fuera de los talleres literarios es una especie de sobredosis de vida en sus textos. Un sentido de urgencia, de algo que debe ser contado con brevedad y plasticidad, con imágenes que raspen en la piel de tan físicas y materiales, de algo que apenas ha ocurrido en nuestras existencias azarosas y compartimos con los demás en la mesa. Nos desnudamos un poco, pero sabemos que todos están desnudos, solos y a oscuras cuando llegan a casa.
Así, hay nietas que les ponen dentaduras nuevas a sus abuelos sangrantes, madres que llegan a clínicas clandestinas para abortar, profesoras que pelean para ganarse el respeto de jóvenes chicanos, niñas que odian sus colegios católicos o mujeres que despiertan en la fauna del encierro del Détox. Todo eso está contado con una pasmosa naturalidad y compasión, con sentido del humor y una prosa transparente que siempre tiene golpes precisos y te deja flotando en los finales.
Es toda una clínica de escritura para cuentistas novatos y experimentados, pero que además se sienten revitalizados para el oficio: como si leer a Berlin también motivara a escribir, a querer decir eso que parecía tan sencillo y sin heroísmos, pero es el germen de nuestro mundo breve, doméstico, familiar, con nuestras luchas diminutas y secretas, con nuestros esfuerzos cotidianos por ser parte o recuperar algún trozo de esa “normalidad” a la que nunca terminamos de acostumbrarnos.
Leer y escuchar a los cuentistas en ciernes reinterpretando lo dicho por Berlin, buscando imágenes tan táctiles como las suyas, proponiendo finales alternos o posibles, hablando de lo que sentían en la piel o en los ojos cuando miraban a sus personajes tan parecidos a nosotros fue uno de los momentos mágicos de los últimos días. Ahí quedará quien ligó a Berlin con la fiesta brava o quien dejó en el aire la posibilidad de que sólo la sonrisa de un objeto anunciara la muerte de un personaje.
Todo eso ha sucedido gracias a Lou, una de las maestras recuperadas del cuento contemporáneo, y a quien siempre asocio con esa fotografía que le tomaron en 1964 mientras cruzaba las calles de Oaxaca con una canasta de compras: una imagen que sintetiza a la escritora aguda, el alma errante, la cuidadora y la mujer bien plantada en la tierra que miró con profunda empatía esto que somos desde sus árticos ojos azules.