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Por Verónica Mastretta

Puebla, México, 10 de abril de 2021 [00:01 GMT-5] (Mundo Nuestro)

Hace ya muchísimos años que tuve frente a mí una de las obras de arte más bellas que he visto en mi vida. Cuando la vi no sabía nada acerca del autor ni de esa particular pintura, pero me atrajo de una manera extraña y dolorosa.

No era para menos, estaba frente al cuadro El Jilguero, que pintara Carel Fabritius en 1654 a la edad de 32 años, la obra maestra por la que es más conocido y cuyo título textual es “jilguero atado”. El cuadro está pintado sobre una tabla de tan solo 30 centímetros de altura. Un joya perfecta e invaluable. Cuando pintó ese cuadro, el pintor holandés ya era un famoso y reconocido artista por su especial manera de dar luz y atmósfera a sus creaciones. En ese mismo año contrajo matrimonio y también, en el mes de octubre, perdió la vida mientras pintaba en su taller, en la explosión de la fábrica de pólvora ocurrida en la ciudad de Delft, que dejara cientos de muertos.

Casi todas sus obras desaparecieron, no así El Jilguero que encontraría la fama hasta llegar el siglo XXI, y ahí está, 350 años después, en la casa que alberga a la Colección Freack, en Nueva York. En el cuadro, el jilguero es el centro de una composición adelantada a su época por su minimalismo y aparente simplicidad, sin más entorno que un muro desnudo que refleja una luz envolvente de un amarillo pálido; el jilguero fija en el espectador una mirada enigmática desde la repisa de madera a la que se encuentra atado por una cadena dorada. También un toque de amarillo fuerte vibra en las plumas de sus alas obscuras.

Fabritius es el eslabón entre dos de los más grandes maestros de la pintura universal, ya que fue alumno de Rembrandt y maestro nada menos que de Vermeer. Ambos pintores fueron maestros de la luz; Carel también lo fue y lo muestra de manera magistral y conmovedora en el pequeño cuadro del jilguero, que podría no solo ser un autorretrato del autor, sino del espíritu humano atrapado en las complejidades de la vida terrenal. Hay una extraña similitud entre la forma de mirar al espectador que Fabritius plasmará en los dos autorretratos que se conservan de él, y la forma de mirar hacia nosotros del jilguero.

En el pequeño cuerpo del jilguero podemos ver el reflejo de nuestra propia vida, un pequeño ejemplo de coraje, un conjunto de plumaje etéreo y huesos frágiles, negándose a retirarse del mundo a pesar de su cautiverio, igual que nos pasa a nosotros cuando la vida se nubla, o no la comprendemos y la encontramos cruel. Somos como el jilguero, imposibilitados para volar, sin embargo, libres.

El jilguero es una obra maestra tristísima e irresistible. La indiferencia no cabe cuando uno entra en contacto con una obra que simboliza todos los cautiverios, todas las esperanzas, todas las ansias de libertad y las cadenas que la impiden.

La digna y trágica gran alma del ave prisionera representada en el cuadro de Fabritius refleja el espíritu inquebrantable de todo aquel que nace con el deseo imperioso de ser libre, aun cuando todo en el plano terrenal esté lleno de piedras y obstáculos para serlo. La mirada del jilguero nos da la esperanza de alcanzar la libertad a pesar de todo.


Esta nota se publicó originalmente en Mundo Nuestro:

https://mundonuestro.mx/content/2021-03-28/cautivos-pero-libres

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