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Rinoceronte
Rinoceronte

 

 

Por Iván Gómez (@sanchessinz)

 

El pobre infante ve a un carnicero enterrar los objetos afilados en su piel, la luz nítida no le permite verlo a detalle. Gimotea aterrado para que lo escuchen sus hermanos, cree que están muy cerca de ahí. Su mamá no, porque ya murió. Pero la verdad es muy distinta, no sólo está separado de ellos por esas 4 paredes verdosas, hay más kilómetros de distancia entre la clínica y su hogar. Cuando acaben con él irán por los demás.

Quienes lo cuidaban le pusieron cariñosamente Robertito, porque fue Roberto quien auxilió de lejos a su madre cuando dio a luz. Luego de dos años lo dejaron porque les asignaron otra zona y los que llegaron en reemplazo, en parte, permitieron la horrible cirugía que, aunque costosa para el millonario excéntrico, fue el acuerdo al que llegó con la empresa, pues bien cortado, el cuerno volverá a crecer; entonces reabrirán el área de los de su especie. Mientras, justificarán la ausencia de ellos con cualquier mentira sosa a la que nadie le interesa. La imagen del rinoceronte se vende fuera de África y eso la empresa lo sabe, acceder a su asesinato hubiera sido menos benéfico a la larga.

 

A Robertito no le pusieron anestesia por lo mastodonte, aún es un niño y ya pesa casi 400 kilos, sólo está amarrado de las 4 patas y un asistente se recarga sobre su lomo para que el cirujano no se equivoqué en los cortes.

 

La sangre que emana es excesiva, se vuelve mortecina al chocar con la piel gris, de aspecto fragmentado y reluciente, como un mineral. Las hebras de sangre avanzan al hocico y se mezclan con las lágrimas etéreas de Robertito. El veterinario y sus asistentes sabían que el llanto no sólo es de los humanos, pero con ese mamífero halagüeño entendieron la labor desalmada que llevaban a cabo. La amputación ya rebasaba la mitad y no había más que terminar. Las manos jóvenes le temblaban. Al acabar, con los guantes ensangrentados acarició a Robertito como queriendo disculparse, se quitó uno de sus guantes para tocar la piel áspera y de inmediato le recordó a la lengua de su gato, que creció con él y murió hacía el final de su infancia; la lengua fue la primera señal de su vejez. Era color pardo, su papá fue a una tienda de mascotas el día que nació y pidió un gato lo más pequeño posible. Recordó que fue justamente por él que decidió hacerse veterinario y especializarse en la cirugía de animales: cuando el gato pardo envejeció y enfermó una operación costosa era una opción imposible.

 

A él también le brotaron lágrimas etéreas. “Ni hablar, trabajo es trabajo”, y aceptó su paga a las pocas horas.

 

 

Rinoceronte
Rinoceronte

 

 

 

Robertito tiene la cara vendada, descansa en la tierra humedecida. Si pudiera alzar los ojos lo haría. No puede, tampoco sabe lo que ocurre, sólo entiende su dolor, no sabe por qué se siente vacuo. No puede verse en un espejo, no hace falta: sabe que perdió, que le quitaron algo importante que nunca conoció pero estuvo ahí. Exactamente como el cielo oscurecido que no puede ver.

 

Una de sus antiguas cuidadoras pasa por el lugar pues desea ver a los rinocerontes infantes antes de partir a casa; sobre todo a Robertito, no es secreto que a él lo quisieron más por su piel más brillosa que la del resto de la manada. Siempre destacó hasta por encima de los adultos y ahora más con ese vendaje. La cuidadora intuye lo que ocurrió y se siente impotente al saberse una trabajadora más, al saber que podría denunciar la atrocidad aunque ya de nada serviría, el cuerno y la vitalidad de Robertito no regresarán. Sólo hay una cosa que puede hacer. Concluye su llamada con un “Discúlpame, amor. Yo también te amo”. A los pocos minutos regresa con una manta extensa. Acaricia a Robertito y se acuesta junto a su lomo, la manta los cubre a los dos.

 

Despierta al otro día, ve a otros cuidadores observándola confundidos. También, a su alrededor, ve al resto de los rinocerontes pequeños con la mitad de la cara vendada.

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