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Por Ramsés Oviedo Pérez

Querétaro, Querétaro, 23 de abril de 2022 [13:00 GMT-5] (Neotraba)

Hace más de un año comenzó una muerte sin fin –técnicamente llamada coronavirus– que dejó resentir, naturalmente, muchos murmullos, alteraciones en los oficios de la medicina, reparos e insatisfacciones en los laberintos de los hospitales, e historias que ya pueden figurar como asuntos personales de inminente juicio público. Ahora que he releído al poeta Miguel Aguilar Carrillo me doy cuenta que los títulos de sus poemarios previos perfectamente podrían armar una frase para caracterizar el presente: historias, defectos escogidos, acasos y desventuras, ocupaciones en la nada, cenizas donde hubo un cuerpo, etc. Estos títulos anuncian lugares comunes que, indecisamente, hemos recibido o heredado en los últimos tiempos.

No pretendo ahondar en esta caracterización, donde las proposiciones poéticas, con sus elementos de toma y daca con la realidad y el deseo, irrumpen como si fueran profecías. Quiero aprovechar el contexto de la Semana Santa, de ritual y connivencia, para comentar un libro que, hace unos meses, llegó a nuestras manos, Calvario es, publicado por la editorial independiente Ediciones Monte Carmelo.

Si bien poemarios sacados a la luz antes y después de la antología poética de Miguel, Lejos de juzgar a los espejos (Calygramma, 2017), ya incorporaban temáticas religiosas y de tinte filosófico, ahora el poemario que salió a la luz hace plena alusión, condensada y compacta, al diálogo interno de un poeta con su cristianismo. Enfrentado a las cualidades de su fe, los textos de este poemario llevan a preguntarse por qué significa tanto el madero de Jesús, sin olvidar justamente que a lo largo de la historia su singularidad se ha cifrado en una tradición, por nadie ignorada, que ahora es puesta en escena por un poeta de enormes vuelos teológicos. Así, ¿qué cabe esperar entonces de un libro que recobra el interés por la presencia del leño de Cristo? ¿Qué desafíos tiene el lector con un tema engendrado y multicitado por la tradición judeocristiana?

Tan pronto se abre el libro, la saludable accesibilidad de Miguel Aguilar Carrillo convierte en dócil una complejidad difícil de comprender y escribir, que veo como clave explicativa del poemario, y se puede hablar de ella como la vida humana enfrentada a la fe (en el sentido de la inquietud existencial de algo que nos interpela vitalmente en la engastada cotidianidad de todos los días).

Miguel Aguilar tiene una obsesión por cierta constelación de temas que lo han acompañado (o esclavizado) desde Oficios de la luz (CECAQ, 1996), y uno de tales es la cotidianidad y sus audaces exigencias para adaptarnos a ella. El detalle acá radica en que Calvario es la contemplación del tiempo y destiempo transcurrido en la cotidianidad de nuestros alborozos se maneja distinto. Vemos cómo desde los primeros poemas se instala la vieja imagen del ángel. Cuando habla de “ángel” el poeta se refiere a la presencia “sin nombre, anónimo” (2020: 14), cuya faena no es invadir innecesariamente la soledad humana, u ocupar un rol terapéutico en las voces que claman comprensión y ayuda moral. Es el ángel la presencia que atina a acompañar sin enjuiciar. Distintos episodios cotidianos que se nombran en el poemario confían en la solidaridad de esa presencia.

Miguel Aguilar Carrillo. Foto de Juan José Flores Nava.
Miguel Aguilar Carrillo. Foto de Juan José Flores Nava.

La vida humana enfrentada a la fe, como decía, es una de las claves que dan pregnante sentido a Calvario es, cuyo cifrado asume toda la carga en el leño de Jesús, en su madero, su calvario. La familiaridad del lenguaje que propone Miguel Aguilar ante esta situación lo indica en el primer poema: “El madero es un signo” (2020: 12). De ahí parte la siguiente imagen: “Jesús en el madero levanta los ojos a su Padre” (2020: 19). El libro inicia con un epígrafe tomado del versículo de Mateo (27, 46 y 47): “Jesús gritó con fuerza: Elí, Elí, lamá sabactani. Lo que quiere decir: Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” Al resignificar esta imagen Miguel Aguilar precisamente se acerca a la fuerza simbólica de ese instante, desde la angustia de la sensación de abandono hasta la terminante convicción de un dolor orgánico, que cunde por una vaciedad existencial, sobre el cual apunta el poeta: “Un vacío en el estómago/ Vacío en el tendón/ En el tendón de los clavos de Jesús” (2020: 33). Aquí consentir el crucifijo es avivar el silencio y el sacrificio.

A partir del silencio y el sacrificio surgen correspondencias con la contención y reflujo de la palabra. Pues cuando el poeta se aplica a pensar a Jesús en su leño, esta decisión, empero, llevará a experimentar la imposibilidad del decir, aunque desde el principio reconozca la necesidad de abrirse paso con “un corazón y la palabra”, que permite al grito vibrar entre las palmas (2020: 12). La expresión más contundente de esa imposibilidad del decir siempre queda evidenciada en el evocativo verso que dice: “Tengo a Jesús en la garganta […] Tengo a Jesús en mi silencio” (2020: 23). Cabría anotar que el leño detiene la antropología del habla y el decir y los filamentos del madero actúan como si estuvieran impidiendo la expresión oral de la vida. ¿Pero entonces qué alternativa queda en esa textura de bloqueos y ahogadas fatalidades?

Si recordamos el poemario Entre luz sitiada, áspera luz (UAQ, 2017), el grito allá surge de la necesidad de un silencio inhabitable, y que preparaba el canto para hacer sostenible, con esperanza, a ese cuerpo humano completamente vitalizado. En la ocasión presente, late otra inquietud. Porque la experiencia comunicativa del silencio en Calvario es indica nuevos horizontes, ya que lo que revira no es el canto sino el rezo. Decía Wittgenstein que rezar era pensar de algún modo el sentido del mundo, y Miguel Aguilar acoraza una idea semejante. A veces da a entender –el poeta y no el filósofo– que el rezo es una traducción del dolor, por una parte, y también una red de acciones familiares que se sobreponen y cruzan con la conciencia que busca renovarse en los desiertos y en los lirios blancos, por igual.

Cuando leo en Calvario es: “Rezo con mi cuerpo al caminar” (2020: 58), identifico el rezo con el drama poético del cuerpo. El rezo aviva, conduce, conmueve. A simple vista, pareciera ser un tema secundario, pero Miguel Aguilar tiene copiosísima obra escrita sobre el cuerpo. Y en este poemario, el poeta recoge una concepción tentativamente mística, que tiene visiones muy crudas del cuerpo de algún modo sufriente, y que, mientras reza, adquiere un poder sinigual. La travesía del sujeto poético hace sentir esa grave ambivalencia de la ausencia/presencia de Jesús en el leño. Pero en el momento de comunión/comunicación el rezo pareciera confirmar y reafirmar la búsqueda de purificación humana a través del dolor, la enfermedad y la muerte. Que es una experiencia pesada.

Calvario es va hacia esa dirección, la explora como viejo sabio, la asume allende el existencialismo, la mira “desde algo más que allá de lo poético y lo simple religioso, se sumerge más allá de lo teológico, va al misterio de la muerte” (dixit Baltazar Reséndiz). Entre poema y poema, el escritor queretano deja asomar los intersticios de una muerte sin fin; ese espacio que a los lectores solo nos es revelado cuando contemplamos el consuelo y evolución de la voz poética.


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