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Por Camila R. H.

Puebla, México, 09 de diciembre de 2021 [02:02 GMT-5] (Neotraba)

Arrancar, clutch, poner primera, soltar clutch y acelerar.

Los días pasan asombrosamente rápido. Aunque parece que sufro cada uno de ellos en la silla de mi escritorio, con un archivo abierto en una pestaña, un video de YouTube en otra, y una predilección enorme por no prestar atención. Luego, e infaliblemente, voy y le digo a alguien (ese alguien se reduce a dos personas): no entiendo nada. De alguna forma también me las arreglo para entender.

Es un ciclo inquebrantable, el pan de cada día y la monotonía misma de mi existencia. He hablado sobre cuán molesto es despertarme un día con los planes en la cabeza y el reloj haciendo tic tac en mi oído derecho para, poco después, toparme con un imprevisto. Las tareas en equipo, la programación con bloques de colores o las decoraciones de navidad en mitad de noviembre resumen bastante bien el último millar de días, que no han sido mil, pero se han sentido así.

El clima helado del noviembre tardío se me pega a la cara cuando el aire corre, congelándome también los dedos al presionar las teclas de la computadora a las seis de la tarde, sintiendo el peso del día caer con la lentitud –e inevitabilidad– del atardecer.

Enciendo la lámpara de mesa, me olvido de las responsabilidades y mi espalda se queja por no darle ni un segundo de consideración. Los días son tan aburridos.

Clutch, desacelerar, cambiar a segunda, soltar clutch, acelerar.

Conecto los audífonos, pues se han convertido en mi línea vital, el pitido de la conexión establecida retumba en mis oídos y pongo cualquier canción mientras estiro o caliento. Lo que se hace antes de hacer ejercicio. Es parte de mi rutina, es en lo cual ocupo las horas libres entre clases y es donde me permito dejar de pensar.

También pensar de más cuando se ofrece la ocasión. Y siempre se ofrece la ocasión.

Soñar con los ojos abiertos es sencillo, sorprendentemente también lo es soñar con los ojos abiertos y además correr en velocidad 6 en la caminadora. Porque qué aburridas son las caminadoras.

El temporizador corre conmigo, contándome los pasos hasta terminar. Lo ignoro día tras día y, aun así, al día siguiente, cuando me subo en la cinta, me encuentro poniéndolo antes de darle play a la canción. A veces me gustaría saber por qué.

¿Por qué importa tanto el tiempo?

Clutch, freno, bajar velocidades, dar vuelta.

La ausencia mental me aborda cuando vuelvo a la silla, el qué tengo que hacer y por qué no lo estoy haciendo. Presiono la tecla de espacio, el video a la mitad vuelve a reproducirse, yo finjo saber dónde se había quedado.

La clase comienza, ¿esto es inglés?

Bebo agua, respondo una pregunta y me río a través de otra pestaña por algún comentario acertado de alguien (de nuevo de sólo dos personas). El día empieza a acabarse. O así se siente.

Últimamente parece que no pierdo tanto el tiempo.

¿Qué hice ayer? Tarea.

¿Y el día antes? Seguramente tarea.

Física puede irse a donde quiera, porque yo, al menos, sé que casi 5 de los ejercicios se respondían con la fórmula: delta x es igual a velocidad inicial por tiempo más un medio de la aceleración por tiempo al cuadrado. ¿Tiene sentido? No.

Pero lo sé.

Y eso debe servir de algo.

Clutch, freno, bajar velocidades, frenado total, buscar neutral, descanso.

El casco es acolchado, todo se oye lejos y mi voz retumba al fondo de mi propia cabeza. Alguien a mi lado me da un consejo, yo lo escucho, grabándomelo para la siguiente vuelta. Los guantes me dejan acelerar milimétricamente cuando arranco, primera está puesta y suelto el clutch.

“Acelera” me dicen. Tengo un pie abajo, acelero más y la moto avanza por la calle. Subo el pie.

Todo se repite.


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