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Black Sabbath. Imagen cortesía de José Luis Dávila.
Black Sabbath. Imagen cortesía de José Luis Dávila.

Por José Luis Dávila.

Me gusta el metal. Es uno de los géneros que más aprecio y disfruto; tiene la misma cualidad que me fascina de la música clásica: expresa emociones sin filtros, es capaz de crear atmósferas que otro tipo de música no lograría jamás. Da todo de sí, descubre secretos en nosotros que no sabíamos que existían, llena de vitalidad con cada nota, electrifica los cuerpos, hace creer en posibilidades mediante sus sonidos, da algo para soñar, para fabricar un mundo onírico porque muchas veces parte también de ahí mismo, de los sueños enjaulados en prisiones de realidad. ¿Es esto exagerar? Tal vez. Tal vez deba aclarar que fui muy mesurado al iniciar escribiendo “me gusta el metal”. No solamente me gusta. Es mi género favorito. Sin embargo, me parece que ha sido hecho a un lado, enviado al margen, por quienes valoran una armonía convencional,  menos estridente, y está bien, porque gustar de un  género en especial no da derecho a descalificar a otros.

Lo terrible aquí es que al sacar del foco al metal, como parte de una industria cualquiera, las bandas han tenido que tratar de generar un público que los acepte, y crear como con todos los demás productos orillados a ello, un estándar, hacer de su música un objeto ready-made que simplifique el proceso de búsqueda para el sonido que se quiera expresar. No es necesario más que escuchar los discos que han surgido al menos desde el inicio de la década pasada y lo que va de esta. Muy pocas bandas logran tener la sensibilidad para encontrar y aportar un sonido propio, y mucho menos pensar en que despierten las viejas sensaciones que eran despertadas hace más de treinta años con canciones que si se escuchan ahora no han perdido ninguna de sus cualidades.

Black Sabbath. Imagen cortesía de José Luis Dávila.
Black Sabbath. Imagen cortesía de José Luis Dávila.

 

El problema también está en el público, en quien consume sin conciencia crítica sobre la música. Y no hace falta argumentar la dificultad que hay en, por ejemplo, nuestro país, para tener estudios que faciliten esto, porque es algo que se da a cualquier nivel social y a cualquier nacionalidad. Culturalmente se ha puesto bajo nichos específicos a todos los géneros musicales, se les han dado símbolos, se les ha dado una forma de vestir, una ideología completa que sirva para diferenciar a unos de otros, y muchos, sobre todo adolescentes, siguen estos patrones. (Aunque debo decir que en esto no culpo realmente a los adolescentes, porque de cualquier manera todos en esa etapa necesitamos de modelos que sirvan de base para extraer una identidad propia.)

Hemos llegado al punto en que todos en algún momento hemos consumido música por una imagen que nos llena los ojos en vez de una imagen que nos llena el oído. Muchos se quedan anclados a ello. Esto es lo que más hace daño a la música: quien escucha no lo hace por las razones por las cuales la música está hecha, sino porque hay alguien que la hace. Hay un autor que la respalda, y sin ese nombre que firma, quizá se caería por sí sola. Es donde todo tiembla, porque entonces ese tipo de música, del género que sea, ¿puede hacerse llamar música aún? ¿Puede ser un arte?

En este tipo de cuestiones, como ya he dicho, el género más afectado ha sido el metal: cientos de discos cada año y ninguno que no sea de viejas formaciones es capaz de brindar algo nuevo, algo por lo que valga la pena sacudir la cabeza.

Black Sabbath. Imagen cortesía de José Luis Dávila.
Black Sabbath. Imagen cortesía de José Luis Dávila.

 

Así, en medio de este clima, llega 13, el nuevo disco de Black Sabbath. Un disco que fue hecho con la formación original de la banda. Un disco que todos aquellos que hemos sabido escucharlos estábamos esperando. Podría hablar de su sonido, de cómo a pesar de los años siguen siendo uno de los grandes nombres y emblemas del metal. Quizá sea bueno mencionar que cada una de las canciones que conforman la placa están pensadas perfectamente, que las letras son de gran peso, que la producción es impecable. Todo eso que se ha dicho y se dirá. Pero yo prefiero decir algo más.

Prefiero tener esperanza en que con este disco se abre la posibilidad de revivir un poco del género, que la escucharlo, al sentirlo, haya quienes entiendan un poco más de lo que pueden llegar a componer si se dedican a buscarse en la música. Espero que Black Sabbath inspire a una nueva generación, como inspiró a la que aún se mantiene en vida, la de, por poner los grandes ejemplos, Megadeth, Metallica, Slayer y Anthrax.

La pregunta sería si tienen aún la capacidad para ello. Yo siento que sí, que si llega a los oídos adecuados muy pronto podríamos  tener de vuelta ese metal que tanto hace falta, no porque no haya buena música, sino porque siempre hay que estar abierto a escucharlo todo. Y tampoco es que ellos deban ser el nuevo estilo a seguir, porque hay dos cosas, ni es nuevo el estilo ni es necesario hacer más copias. Osbourne y compañía han marcado un regreso de viejos sonidos que nunca debieron ser olvidados y, sobre todo, han demostrado que siguen siendo únicos en cada aspecto. Es eso, el ser únicos, lo que da mucha más esperanza en que alguien pueda recuperar de este disco una vía para encontrarse y encontrar su propio camino a la composición, incluso sin que sea del mismo género, porque esa es otra de las cualidades del metal: se nutre de tantas ramas de la música que es capaz de ser hipotexto para cualquiera.

En fin, Black Sabbath nos ha dado una joya. Y con esa joya, la posibilidad de bañarnos con los destellos que despide.  Habrá que saber aprovecharlos cada a quien a su modo.

Portada de "13" de Black Sabbath. Imagen cortesía de José Luis Dávila.
Portada de “13” de Black Sabbath. Imagen cortesía de José Luis Dávila.
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