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Puebla, México, 1 de agosto de 2024 (Neotraba)

Érase una vez un libro, pero tuve que dejarlo a un lado. Quiero empezar este texto inspirándome en Efraim, pues prácticamente casi ni lo he explorado. No me voy a engañar romantizando el hecho de que tengo más libros en cola que lo que podría llegar a leer nunca y de que envidio las multilecturas bien logradas de mis amigos y cercanos. Y de que fracasé en todas mis recitaciones, pero como no me propuse ninguna, tal vez todas fuesen nada. Pero no, ni Efraím ni Fernando tiene la culpa de cómo no podemos concluir nuestras lecturas, y los libros se van apilando en un rincón que a veces nos habla, en un librero que se ha vuelto un templo pulcro pero inamovible de monolitos letrados que podrían ya ni reconocer el rostro de sus dueños.

¿En verdad compramos tantos libros? Los regalamos o los llevamos a pasear. Les mentimos con un encuentro romántico: Ven te voy a leer y te trataré como si fueras el libro más preciado que tengo, tienes el precio justo y adecuado, casi perfecto, casi idóneo, casi… ni me acordaba que ya lo había comprado.

Y sí, he visto a clientes de la librería amarilla, regresar libros, porque ya los tienen, está defectuoso o la sinopsis es engañosa, ni habla de lo que dice… O la neta, ni ha pasado el mes y ya lo leí, y pues lo puedo regresar y llevarme el siguiente de la saga, total, sólo son trece tomos y en un año no se darán cuenta (le estrecho la mano mi ignoto cliente, soy fan de su estrategia).

Todos compran, Gorgie, todos compran… pero los libreros más, Penny, y sí, tengo un par de colecciones de libros, pero nunca había comprado de la manera en que lo hago hasta que fui librero. ¿Ya te gastaste todo tu descuento? Lo escucho más seguido de lo que me gustaría admitir. Vamos, no es sorpresa de nadie que en muchas tiendas los empleados tienen descuentos y cómo no aprovecharlo, ¡Estamos comprando “cultura”! ¿No? Somos nuestros mejores clientes… y lo sabemos. O al menos eso intentamos inconscientemente. Celebro las nuevas adquisiciones de las que nos vamos haciendo, siempre es un jolgorio cuando adquirimos títulos raros o bellamente hechos, casi de manera artesanal. También nos lamentamos cuando debemos buscar los libros en medios electrónicos o en librerías ajenas, y no tanto por la fidelidad, sino porque a veces es más caro. Le hacen falta muchas obras maravillosas a esta librería.

Me llena de alegría ver que, con mis hermanos de acomodo, puedo intercambiar estas experiencias de los mundos que visitamos al pasar nuestras mentes por los pensamientos plasmados de diversos autores y a la vez me molesta que no siempre son suficientes, no tantos como quisiéramos. Porque un librero sí consume lo que vende. No tanto para saberse toda la librería de pies a cabeza, pero sí suficiente como para tratar de hacerle entender a los clientes malhumorados que “sí señora, sí señor, claro que he leído, pero no tengo los mismos gustos que usted y poco me importa que eso le desagrade”. Laboramos aquí, es cierto, pero también degustamos de todos los frutos de estos árboles forjados en estantes.

Se supone que un librero debe conocer lo más que pueda de su librería, su sección, y lo hacemos, pero jamás nos cansamos de consumir todo aquello que nos da esa paz, sabiduría y pasión que nos puede ofrecer un autor que tanto conocemos, respetamos y amamos.

También tendemos a sobrecargarnos de la necesidad de vendernos más, como si tratáramos de saciar esa sed de libros, con la venta a nuestros propios congéneres de piso. “Ya viste este, es muy bueno. Toma, llévatelo tú, te lo aparto, ¿lo pido a tu nombre?”.

Cada mes, alguno que otro vamos implorando porque no llegue algún título que hemos esperando desde hace mucho, al autor que creíamos olvidado o la edición de nuestra editorial favorita, incluso podría decir que algunos buscan subir a otros lares para que llegue una editorial que no manejamos antes, no sé, podría ser.

En otros casos, he visto de antemano cómo llegan las ofertas que dejan sentimientos encontrados. “Oh, un libro de Acantilado, de Herder, Páginas de Espuma; de Ojeda, Platón, Vitale…” a sólo cincuenta, cien, doscientos… porque sí, me lo voy a llevar, pero me ofende que sea un “artículo de remate”. En el ambiente se siente el dolo de que no sea una obra más valorada, solicitada y admirada, pero cómo no voy a tenerla entre mis otros títulos. O la otra cara de la moneda: “Este título es buenísimo… me lo llevo cuando esté a la mitad de precio”.

Y esa es una porción, “sólo son tantos libros en descuento, y somos la misma cantidad más uno, ¿quién se va a quedar sin libro? O para más lindura: ¿quién quiere ser la persona que esté dispuesta a ceder?” Así es, también llegamos a acaparar algunas ofertas (muchas en realidad). Sé que está confesión tampoco es novedad, pero no puedo evitar querer desahogarla ante está intentada crónica. Muchos estamos dispuestos a decirlo, supóngome, buscando perdón de alguna deidad o demiurgo perdido de los ayeres librescos.

Otra de nuestras grandes mentiras, posiblemente la más clamada fue, es y será: “este es el último libro que compro”. Admito ante este estrado de palabras y el público de líneas que he abusado de la confianza de hasta mi propia persona, tomando acceso a mi economía y pasando por alto que tenía que comer, igual, y con las obras nuevas se llena tanto el alma que ya no deja espacio para el hambre.

Somos trabajadores, es cierto, pero también gustamos de ser el refugio de aquellos que no saben que leer o que quieren comenzar y no ven un principio ni un final, y es grato… Cuando un cliente llega y sin siquiera mirar por el rabillo del ojo a otro lado nos identifican y van hacia nosotros como si fuéramos los únicos en la tienda y en ciertas ocasiones me gusta creer que tal vez, sólo tal vez para ellos lo seamos.

Entré aquí pensando que sería un trabajador más y en el proceso me volví un amigo, un compañero, un cuentista, narrador y consejero de historias… Pero antes que todo eso reafirmé lo que siempre he sido… Un lector, uno que de vez en cuando fantasea con ser escritor.


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