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Puebla, México, 12 de julio de 2024 (Neotraba)

Hay de placeres a placeres. Todos ellos satisfacen el apetito.

Acicalar los placeres del pajarito, la rana y la mujer intiman de la misma pericia. Todos ellos, el alpiste y el pesto, son medidos con la misma vara: satisfacer el apetito.

Entre los placeres grandilocuentes, me atrevo a tentar la caricia, la palabra herida, el bálsamo en la boca y lo escatológico.

El cuerpo es brutal. Una brigada de químicos y quimeras. Entre la ciencia del rigor mortis y lo sacro de la descomposición, este embalaje de fragmentos heridos nunca deja de ser cuerpo. Una vida siempre fina y delicada, un cúmulo de detritos y un abanico de navajas ocultas bajo la lengua.

En guarde, listas para defender la carne a palabrazos.

El cuerpo, asevero y severo, tiene memoria. Busca el dolor y el placer en la misma medida. Ridícula siempre, por saberse perpetuamente insatisfecha.

Al hablar de este hacer que no termina de ser, termino en una riña delicada con la pornografía.

Poco más similar a la de los frescos de Pompeya que a los estrépitos teóricos de Chul-Han y sus güeras de PlayBoy con orejas de conejas. La sangre perpetrada con la violencia del fuego sobre las paredes, el rastro del humo y las cenizas dispersas. Pienso en la fina violencia de la historia, que reverbera al evocar esos cuerpos que gritan desmesurados, que se derriten deseando gemir, vivir otro poco.

Esto, por supuesto, contra la inmediatez de deslizar el dedo, como coágulo vertebrado sobre la pantalla o los genitales. El placer de consumirse y el placer de consumir.

En ambos casos, el cuerpo duele y satisface su apetito. En ambos cuerpos, bien sea mujer coneja o mujer vieja, bordada con su ternura vellosa y colgajos de piel embrutecida, buscamos el placer.

Y del sentido: entre saborear el gajo gordo de una mandarina o curvarse colosal en la petite mort, despertarnos la sensualidad. La lujuria por la vida.

Como criaturas heridas, abandonadas al quehacer cristiano de los siete días, los placeres ya no son diminutos. Los platillos no se apetecen comedidos. La palabra no es mesura, el discurso sí es grandilocuente, porque solo lo pronuncian las grandezas grandes, las abrumadoras, las que se agasajan de gloria. Se indigestan, habitualmente, como intestinos de Presley.

Y de las muertes pequeñitas, ya no son tan raquíticas como acostumbraban. El orgasmo debe quebrarte en diez pedazos, repartirte y venderte por kilo de tasajo. Una de muslo y dos de machitos. El amor, por su muy particular vendimia, debe embelesar hasta salvarnos de la hierática sentencia del ombligo. De haber sido cercenados de ese cuerpo que ya no quiso más tu cuerpo, del que naciste y al hacerlo, te abandonó.

Ser, hacer.

Comprar, deslizar, tener, consumir, amar.

Más palabrujas, palabrutas y palabrería al por mayor. Y de ese panóptico perverso, ser el pedazo más vendible.

Una vez claras las pornografías y Pompeyas, delirar al pajarillo dormido que escuchó el volcán gritar y decidió empaparse la raquia de las alitas, vaporosas, para picar otros frutos. Más o menos jugosos, pero nutritivos.

Después de todo, solo somos cuerpos. Pedazos que duelen y buscan placer. Y si ha de ser así, si es dolor duradero; qué finura encontrarlo en la miseria. En todo aquello que se apetece diminuto, impasible por su irrelevancia, sostenible por su sutileza.


Mirna Coreliel. Autorretrato

Mirna Coreliel. Periodista. Beneficiaria del Programa de Estímulo a la Creación y Desarrollo Artístico (PECDA). Escritora y divulgadora de arte, erotismo y cultura en el instrumento @damamuerta. Mi cuerpo es mi instrumento.


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