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Por Lorena Rojas (@olaenlamar)

Cerritos, San Luis Potosí, 24 de enero de 2023 [00:01 GMT-6] (Neotraba)

Estamos ya a pocos días de concluir el primer mes del año, y aún así deseo aprovechar la efervescencia de los recuentos que esto desata para escribir sobre la lectura que me acompañó en la transición del 2022 a 2023. Como muchas de las lecturas que suelen abrazar fuertemente a sus lectores, fue una completa coincidencia. Estaba eligiendo los libros para leer durante el Maratón de Lectura Guadalupe-Reinas 2022 organizado por la Asociación de Lectoras Libros b4 Tipos (del cual he escrito una entrada anteriormente), cuando me encontré con la consigna “un libro para compartir con tus amigas”. Entre tantas opciones, me decidí por uno que, más bien, habían compartido generosamente conmigo (puesto que fue un regalo de su traductora) y que tenía en mi lista de lecturas pendientes y muy deseadas.

Cuando las mujeres fueron pájaros, de Terry Tempest Williams fue traducido al español por la escritora Isabel Zapata y publicado por Editorial Antílope en 2020. Se trata de un libro intimista de ensayos/memorias/crónicas, o como mejor lo define el subtítulo, “variaciones sobre la voz”. En ese camino que pasa por sus experiencias como ambientalista, su relación con la escritura, su amor por los pájaros, el duelo y sus memorias familiares, la autora intenta explicarse el silencio tras la muerte de su madre, quien tras su fallecimiento a causa de cáncer le hereda a su hija Terry sus diarios; sin embargo, al recibirlos, ella se da cuenta de que todos están en blanco.

¿Por qué nos aterra tanto el silencio? Quizá porque –irónicamente– escuchamos en él toda clase de cosas, no siempre con claridad, casi nunca lo que deseamos. Y seguramente porque necesitamos una explicación. Para Terry (me atrevo a llamarla simplemente por su nombre porque la he sentido tan cercana) la escritura es ese puente que permite llegar al centro de una misma a pesar del ruido y también del silencio.

Como toda lectura, por supuesto debo aceptar que la mía no fue imparcial, la leí deliberada y egoístamente, apropiándome de los fragmentos y situaciones con las licencias que da el ser lectora: con obsesión, trazando mis propios mapas en escrituras y experiencias ajenas. El título fue lo primero en cautivarme, pues amo los pájaros que me brindan siempre una curiosidad por el mundo y a su vez, una calma como pocas cosas en este planeta.

La autora es de crianza mormona, originaria (y habitante durante la mayor parte de su vida) de un pequeño pueblo desértico en EUA; las ideas con las que creció y las que va formándose a lo largo de su vida se enfrentan en varias ocasiones y con ello también sus concepciones del mundo, del amor, de la palabra. Terry es desde niña observadora de aves gracias a la influencia de su abuela Mimí, con quien clasificó y registró los pájaros que avistaba en su lugar de residencia en todo momento. Esta labor desde tan corta edad la colocó frente a los primeros intentos de otros por desacreditar su voz:

Cuando reporté mi hallazgo a nuestra oficina local de la Sociedad Audubon como una observadora de aves de ocho años, el presidente dijo que no podía tomarlo en cuenta como una “observación creíble”, por mi edad.

Sin embargo, las palabras de su abuela fueron a la vez el soporte clave para entender que mientras una confíe en sí misma, nuestra voz también se sostiene:

Mi abuela simplemente sacudió la cabeza y dijo: “Tú sabes lo que viste. El pájaro no necesita ser contabilizado, y tú tampoco”.

Este es uno de los fragmentos que más me toca, por mostrar, además del descrédito a la voz de una desde edad temprana, el amor genuino por la observación de los pájaros, prueba de que esa pasión/amor/obsesión también puede darnos seguridad y certezas.

Esta sensación de inseguridad, y después, de validación externa, Terry la describe también tras recordar un episodio de su vida en que asistía a terapia del lenguaje, en la cual nuevamente otra mujer mayor es quien le ayuda a ser consciente de su propia voz y su importancia:

La señora Parkinson creía en la belleza de la voz humana y llamaba a mi voz “un instrumento”. Me enseñó a hablar con una confianza y alegría que yo no conocía. Me ayudó a corregir la fuente de mi vergüenza haciéndome consciente de los sonidos. Insistía en escuchar […] ella me mostró el potencial de mi propia voz, sostenida en destreza y sustancia por encima de inseguridades y dudas.

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Hace casi tres años, regresé a vivir a mi pueblo, un lugar pequeño de San Luis Potosí a 112 km de la capital del estado con forma de perrito en el mapa. La casa que habitamos dos humanos y dos periquitos australianos, se inunda del canto de los pájaros todos los días al amanecer y al atardecer, pues vivimos frete al jardín principal. En su mayoría, los pájaros que habitan y sobrevuelan las copas de los árboles son tordos y alguna especie de garzas. Desde nuestra terraza los vemos trazar su ruta en parvada, volando en círculos que van de la plaza a la torre de la iglesia, cruzando por nuestra azotea. Escucharlos se ha vuelto una medicina al trabajo y las dudas cuando las cosas mundanas me abruman. Así también lo hace Baker, un periquito australiano que vive con nosotros desde hace más de un año y que, aunque es ave nacida en cautiverio, vive con mucho amor, juega con sus juguetes y convive con sus humanos (mi esposo Adán y yo) volando por su casa cuando es posible. Su canto y su imitación de nuestros sonidos humanos me han hecho ver lo increíble y mágico del lenguaje. Sus movimientos cuando observa y responde a quienes le hablamos me brinda la certeza de que el lenguaje siempre busca su sitio para conectarnos. Ya no con palabras porque no siempre es posible, pero sí con sonido, movimientos, miradas y códigos propios; eso me consuela cuando siento que he perdido el don de expresarme y comunicarme con quienes me rodean.

Foto de Alexander Grey a través de Unsplash
Foto de Alexander Grey a través de Unsplash

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Terry escribió este libro tras la muerte de su madre como una lucha contra el silencio que la golpeó tras ver tantas páginas en blanco. Su intento por explicar(se) los vacíos se repiten como jaculatorias durante todo su texto:

Los diarios de mi madre son una transgresión

Los diarios de mi madre son un escándalo en blanco

Los diarios de mi madre son “una armonía de silencio”

Que nuestras obsesiones, nuestras dudas, incluso las imposibilidades de entender algo –desde lo más nimio hasta el mundo entero–, puedan paliarse con nuestra propia voz es cuanto menos, reconfortante. Nuestra voz, en todas sus formas –escritura, memoria– puede incluso brindarnos la certeza de que si podemos nombrar, podemos explicarnos cualquier cosa, aunque nos tome algo de tiempo. Nuestra voz ensayando la verdad, como los pájaros:

¿Qué es el canto de los pájaros sino un ensayo de la verdad?

Leer justo en el momento preciso textos como este me confirma la necesidad de escucharnos, de leernos; en otras mujeres, como me sucedió a mí con este libro, pero también –y sobre todo– a nosotras mismas. El entorno, el mundo que habitamos y la naturaleza, constantemente nos lo dicen, por más trillado e incluso cursi que suene. Ante la frustración de la incomunicación, de la torpeza que se siente cuando a una no le basta el lenguaje que aprendimos, quizá sólo queda enfrentar el silencio y voltear a ver qué nos dice lo otro que no alcanzamos a escuchar:

Los pájaros aún recuerdan lo que nosotras hemos olvidado, que el mundo está hecho para ser celebrado.


Tempest Williams Terry, Cuando las mujeres fueron pájaros: Cincuenta y cuatro variaciones sobre la voz, Editorial Antílope, México, 2020.


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