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Por Carlos Vicente Castro

Jalisco, 22 de septiembre de 2022 [00:03 GMT-5] (Neotraba)

Bar Patán

Un remolino de voltios está a punto de reventar mis globos oculares. Me hablan de la literatura del riesgo, de la experimentación. Y yo solo experimento esta acechanza del aire sin movimiento, este zumbido de avión que surca los pensamientos como nubes lentas que cambian a cada parpadeo. Es plomo el que engatusa mi memoria y me traslada a un escenario donde me derrito como gelatina al sol. Me pregunto a qué horas aparecen los cuervos. Una gacela con buenos modales y mejor bibliografía se introduce en la conversación y me pregunta qué he leído. No termina de hacerlo cuando enumera uno a uno los volúmenes que debí haber conocido antes de que me los echara en cara. La plática continúa con cerveza barata en mano: Victoria, Corona, Pacífico. Ya se ve que estamos en un duelo, saludando a los espectadores desde la tribuna.

Fábula del alacrán

Se había escondido en la habitación, justo en uno de los zapatos del hombre con patas de araña: al principio no sintió el pinchazo, hasta que lo vio huir por debajo de la puerta hacia el patio. Y entonces el veneno ascendió recorriendo su pata delgada como un alfiler. Trepó hasta sus ocho ojos, encendió su cerebro y le hizo rechinar la mandíbula. Un momento más tarde, se sentaron a desayunar y el alacrán, que era uno de esos pequeños y güeros, de los que dicen son los más peligrosos, le pasó la sal de mar –bien comedido– al hombre con patas de araña, quien educadamente, con una reverencia sincera, le dio las gracias y subió por la pared para mecerse en su telaraña mientras dejaba seca a una mosca verde.

Candado hallado en la repisa del cuarto de herramientas de mi padre

Estoy quieto sin estarlo, me abro tan solo mediante una combinación que en este momento incluso para mí es desconocida. Padezco amnesia, o eso creo, o supongo que es la mejor palabra para describir mi estado, ignoro si voluntario. Mis señas, mi engaste, mi opacidad, los números grises de mi mecanismo de apertura –antes blancos–, ciertos golpes o pequeños rayones indelebles me dicen que oculto, si no tiempo, una serie de experiencias que han signado mi estar aquí, en espera. MASTER, dice con letras mayúsculas donde una flecha señala esa fórmula desconocida. AMO, traduzco: palabra ambigua. Mi destino es de apertura, pero también y más que nada de resguardo. Tanto así que me he distanciado de mí mismo. El número de serie está intacto: 903258. Provengo de una ciudad de la que no guardo memoria: en Milwaukee fui patentado por la compañía estadounidense Master Lock. No sé cuántas veces he cumplido el mismo ciclo, ese extraño retorno a lo mismo: dejar al descubierto el interior al viento que oxida, cerrarme para proteger un tanque de gas que igual podría explotar en este u otro momento, o sellar las cadenas que guardan la puerta de una propiedad inhabitable. Ni siquiera tengo voz propia, movimiento autónomo, viene de quien sabe girar mi perilla y cerrarme o abrirme con exactitud. De ahí las huellas digitales que opacan mi brillo. ¿Ha sido así mi pasado? ¿Abrirme, cerrarme, ser un dique de contención? ¿Y si quien ha impreso en mí sus huellas alguna vez olvida la combinación numérica que ha establecido para que mi maquinaria funcione como ha sido determinado?

Último día

La memoria algo esconde bajo el puño: los muros se enserian como un puerco espín adicto al trabajo entre macetas insidiosas, naturaleza muerta, quejas de oficio. Los instrumentos del balance esperan la mano experta del cirujano, su Farabeuf. ¿Por qué viajar a través del día asfixiado por paredes blancas? Bajo el brazo, el sobre con una lista de desempleados que le quedan a deber la hipoteca a sus primeras intenciones, las que ahora tartamudean, entorpecidas como un mal cardiaco. Sonrisa sumida, andar escarabajo, respiración apisonada. El deber es aflojar el vientre gelatinoso, abultar el rencor, dejar caer los caballos de fuerza. La serpiente se escabulle. El piojo salta de un departamento de cuentas a otro, asombrado del color de la sangre; estreptococos de zapatos abrillantados asechan la célula organizacional, osmótica: elaburrimientovayviene. Las vértebras fundidas a la silla giratoria, barco callado, despilfarro de vidrios rotos, cangrejo ermitaño afianzado a su hueco. A la deriva, tiburones blancos asoman sus corbatas.

Incursión al bar Mohave

Para Amaranta Caballero

Vagamos por las ruinas de un parque rojo. Con estribillos en los dedos enredados, en los zapatos, decidimos entrar al desierto: un águila y varias mujeres desnudas flotaban sobre sus motos. Lo irreal asaltaba, nos cubría la memoria, la engatusaba. El olvido fue el estallido de un diamante que recuperé tras el vidrio sucio del tiempo, bajo la mirada de un anciano que torcía la boca con desprecio. Bebimos el ámbar amargo de la cerveza, la incógnita repetida, la soledad muda de nuestros padres con el corazón despostillado. Todo ocurrió al menos dos veces bajo un sol opaco y aplastante: luego el anciano era otro, un hombre que extendió su mano de boxeador para pedirme unas monedas.

*Los poemas aquí presentados pertenecen al libro Zapping (Viejo Cartonero, 2022).


Carlos Vicente Castro. Foto por cortesía de Manuel Parra

Carlos Vicente Castro (Guadalajara, 1975) es autor de Zapping (2022), Late night show (2021), Salida de emergencia (2020), Apócrifos + Circo + Un edificio en construcción (2015)y Carcoma (2006).


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