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Por David Huerta Meza

Puebla, México, 24 de julio de 2023 [00:10 GMT-6] (Neotraba)

…el amor no se elige, nos contagia, nos atrapa,

como una enfermedad, como una desgracia.

Amos Os

Permítanme, a manera de introducción, contar brevemente una historia ajena a Rosario, la novela de Carlos Alejandro, pero que dialoga con ella: a Conrado lo he visto varias veces, casi diría que lo conozco, pero no a Jorge, su único amigo; supe que eran casi inseparables. Uno de los puentes que los unía eran los amores frustrados de Jorge, me dijeron; sus desamores ocurrían un día sí y otro también, por eso Conrado, al teléfono, sin sorpresa y mientras pensaba ya de qué bar había que ir a sacarlo en esta ocasión, escuchaba cómo le contaban que su amigo había sufrido una desilusión amorosa más; Conrado no imaginaba, sin embargo, que esta vez Jorge se había quitado la vida, que aquella no había sido la enésima sino la gota de agua que había acabado por desbordar un corazón “até aqui de mágoa”, como canta Chico Buarque. Menos drástica, que no menos trágica, es la historia que se cuenta en Rosario.

Por el párrafo anterior, tal vez ya se haya advertido que el motivo central de la primera novela de este autor poblano es el (des)amor, que las frustraciones amorosas de Nicolás, su narrador, constituyen su trama; pero como toda obra admite diversas lecturas, ensayo aquí otras posibles: a Rosario la motiva –es también– un viaje fuera de México: Italia, el Mar Caribe, Medellín y Suiza, donde transcurren las historias que Nicolás entreteje en primera persona.

Todo viaje empero es más que trasladarse simplemente a un sitio distinto: es apartarse de lo que nos contiene, mirar al otro, sorprenderse con lo diferente y lo parecido, incluso lo idéntico, por tanto, se desee o no, ese traslado suele volverse un lugar propicio para la reflexión y, con un poco de suerte, puede convertirse en un viaje interior. Carlos Alejandro lo sabe y hace de Nicolás un afortunado en ese sentido, pues los lugares que visita son “sólo” una suerte de superficie en la que se refleja o en la que observa con extrema nitidez sus ilusiones, en ocasiones una luz que despeja sus sombras y en otras, un tortuoso y largo déjà vu. En efecto, allá a donde va, Nicolás busca, encuentra o construye alguna relación, ya por semejanza ya por diferencia, que lo devuelva a su Puebla (el posesivo no es nostálgico), es decir, tanto a los fragmentos de realidad que habitó como a sus recuerdos, esas ascuas que arden con apenas un ligero soplo del presente para abrasarlo sin piedad una vez más.

Pero más que entramado de historias que discurren allá o acá, Rosario acaso sea un remiendo, no se me mal interprete, me explico: Carlos Alejandro deja que Nicolás, sin advertirlo, se remiende con jirones de una misma tela: la ignorancia de que el amor es quizá, y sólo quizá, esencia que lo antecede, que lo abarca todo; esencia que, sin pretenderlo, los personajes principales describen mejor: como “el agua [que] se hace con el cielo”, en voz de la propia Rosario y no pocas veces como “el agua [que] invade al mundo y lo arrasa todo, lo deshace”, diría Nicolás.

Pero da la impresión, sobre todo, de que esta obra es la confesión y el mea culpa de uno de los amorosos de Sabines o de los ingenuos de Cortázar: “La eligen, te lo juro, los he visto. Como si se pudiese elegir en el amor…”. La de una de nuestras amistades de la adolescencia, la de quien se mudó de país siguiendo al amor de su vida –o de quien se quedó aquí esperándolo–, la de quien hemos escuchado en un café, la de quien hemos contenido frente al espejo. Y si en “Los amorosos” Sabines dibuja bellamente el arquetipo de para quien “el amor es la prórroga perpetua, / siempre el paso siguiente, el otro, el otro”, Carlos Alejandro lo materializa, sin juzgarlo, exhibiendo su miseria sin pudor, sin ápice de conmiseración. Y ese es uno de los aciertos del autor, por un lado, porque con ello Carlos Alejandro –intencionalmente, o no– expone a ese sector conservador de cualquier sociedad y por el otro, porque cualquier juicio de valor de su parte sería faltar a la franqueza –indispensable en todo acto introspectivo– que se propone Nicolás.

Como el de Jorge, el amigo suicida de Conrado, el corazón de Nicolás va dando tumbos lo mismo en Medellín y en Conegliano que en la Vía Atlixcáyotl de la ciudad de Puebla; como aquel, Nicolás ignora en el fondo que su búsqueda, su espera, su no encontrarson fin en sí mismos. Él y aquel “siempre se están yendo, / siempre, hacia alguna parte./ Esperan,/ no esperan nada, pero esperan”, como observaba el poeta chiapaneco. Y si bien es Nicolás quien narra su(s) historia(s), erraríamos en creer que es él quien las protagoniza, tampoco lo es Rosario, sino el amor romántico –esa muerte que se “fermenta detrás de los ojos”, diría Sabines–, tan cuestionado ahora y cuestionable siempre. Y acaso sea esa la mayor virtud de Carlos Alejandro en Rosario:la capacidad de plasmar más que el comportamiento de la persona el funcionamiento de esa concepción del amor –tan frágil como inquebrantable– dentro del individuo, que lleva a Nicolás no a llorar la hermosa sino su miserable vida.


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