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Por Luis Rubén Rodríguez Zubieta

Tijuana, Baja California, 20 de julio de 2020 [00:30 GMT-5] (Neotraba)

Todos los lunes en la madrugada se escucha el ruido de su carrito de madera con propulsión de baleros de automóvil. Recorre las calles hurgando en los tambos de basura en busca de latas, cartón y envases de plástico, que después vende en las empresas recicladoras. De eso viven él y sus tres hijos. Siempre ataviado con su casco del que pende una lámpara con la que ilumina dentro de los tambos. Lleva un cubreboca, goggles y unos guantes de carnaza que, según me platicó, lo protegen de cortarse con cualquier cosa filosa.

Algunos de esos lunes, salgo a entregarle una bolsa en la que guardo la basura reciclable que producimos mi hija y yo. Siempre me platica algo de su andar cotidiano. Es originario de Puebla y desde hace un año padre soltero. Su esposa falleció después de ser atropellada por un ebrio, uno de esos días en que lo acompañaba en su labor de pepena. Es medio sordo por lo que nuestra conversación es a gritos. No sabe leer ni escribir, pero presume que sus tres hijos sí, porque van a la escuela. Me cuenta que algunos le reclaman que hurgue en sus botes de basura e incluso de algunas casas salen a agredirlo. Lo insultan, lo amenazan con acusarlo con la policía de que se está robando cosas, también me cuenta de un señor que le puso una pistola en la frente para que no volviera a pasar por su casa.

—Aunque no lo crea, jefe, esto de andar en la basura es peligroso. A veces tengo miedo, pero qué le hago, si no trabajo no comen mis hijos—, me comentó uno de los días que salí con mi bolsa.

En la madrugada de hace dos lunes lo estaba esperando para entregarle una bolsa de basura reciclable que le había juntado. Cuando escuché el ruido de los baleros de su carrito al frotar con el pavimento salí a su encuentro. Venía ataviado como siempre. Lo saludé e iniciamos nuestra plática.

— ¿No tienes miedo del coronavirus?

— ¿Qué es eso, jefe?

Tijuana. Foto de Luis Rubén Rodríguez Zubieta
Tijuana. Foto de Luis Rubén Rodríguez Zubieta

Intenté explicarle, pero me di cuenta de mi falta de oficio para transmitirle a un analfabeto y excluido social, o a cualquiera porque yo no sabía nada, en qué consistía la mentada pandemia. Me veía con perplejidad, no tenía ni idea de lo que le estaba diciendo ni yo tampoco. Lo único que medio pude explicarle —eso creo— fue el asunto de la “sana distancia”.

—Pues a mí nunca nadie se me quiere acercar, jefe, creen que les va a pasar algo. Algunos salen a darme sus bolsas y a veces me regalan algo de ropita, pero siempre de lejos. Nomás con usted platico.

—¿Nadie te ha regañado por andar en la calle?

—Pues el otro día una señora me dijo que me fuera pa’ mi casa, pero yo creo que es porque no le gusta que ande yo por ahí.

—Veo que vienes bien cargado.

—Sí, jefe, estos últimos días han salido un chingo, lo que se dice un chingo, de botes y de plástico. Con decirle que a veces me echo hasta dos viajes porque se me llena el carrito.

—Y eso, ¿por qué?

—Pues no sé, pero de que hay más, hay.

Le entregué la bolsa que traía en la mano y me despedí. Le deseé suerte y le recomendé que se cuidara. Regresé a mi departamento pensando que había muchos como él que ignoran completamente lo que pasa en su entorno y menos conocen del coronavirus. También pensé que no tendría la mayor importancia en caso de que lo supieran. Pero ese día caí en la cuenta de que yo era un pinche ignorante de mierda. No tenía ni idea de lo que era ese virus y, con mayor razón, me era imposible transmitirle información al respecto. No solo a él sino a nadie.

Decidí entonces iniciarme en la pepena del conocimiento. Comencé a buscar información que, primero, me permitiera entender que chingados era eso que todos repetíamos sin saber su significado: COVID-19 (SARS-CoV-2 para los más sofisticados). Debo confesar sin pena —y mucho menos con gloria—, que no sabía por dónde empezar. Y eso que fui a la universidad. Patético mi caso.

El primer camino que tomé fue el de la sabiduría popular. Era muy probable que no encontrara información útil, pero igual me metí a explorar. Con mi autoestima por los cielos, cosa nada sorprendente en mi caso, constaté mi teoría de que el modelo de comunicación del chisme, la desinformación y el escándalo no solo seguía vigente, sino que había encontrado una veta mundial infinita para consolidarse, hacia el tercer milenio, como el más firme de todos.

Torre Agua Caliente. Foto de Luis Rubén Rodríguez Zubieta
Torre Agua Caliente. Foto de Luis Rubén Rodríguez Zubieta

Los resultados de mi búsqueda inicial fueron sorprendentes. Lo primero que encontré fue una visión apocalíptica del asunto que sugería la extinción inexorable de los humanos infectados por el COVID-19. Los que se infectaron de esa visión la resolvían comprando, entre otros productos, volúmenes impresionantes de papel de baño. Había hasta peleas en los supermercados. Me considero escatológico, pero nunca imaginé que tuviera tantos colegas. Me intriga cómo surgió esa necesidad de almacenar tanto papel higiénico. Si de todas formas se iban a morir, ¿de qué les serviría? Tengo dos hipótesis científicas al respecto. La primera es que todos los que compraron tanto papel de baño no tienen la costumbre de cagar en su casa los muy ojetes. La segunda es que cuando nos ponen en cuarentena cagamos más porque comemos más. Los resultados se verán cuando esto termine, si es que termina.

Luego estaban las teorías conspiracionistas del origen de la pandemia, por lo general chafísimas, pero algunas muy divertidas. Incluso varios amigos, a los que considero inteligentes e informados, sostenían que alguna de ellas era cierta. De todas, las dos más difundidas se contradecían. Era una guerra bacteriológica que los gabachos habían generado para chingarse a los chinos que ya los tenían hasta la madre por abusivos o los chinos la habían soltado para chingarse a los gabachos y adueñarse del mercado internacional.

Yo soy partidario de la segunda porque el domingo pasado le propuse a mi hija que fuéramos a un restaurante de comida china pensando que, como todos los restaurantes de comida, incluso los más modestos, tendrían comida para llevar. Recorrimos muchos y para nuestra sorpresa todos estaban cerrados. Ni siquiera para llevar. En chinga pensé: a huevo que algo saben esos cabrones.

Cuando las cosas se pusieron más serías en la sabiduría popular, era inescrutable la cantidad de personas que hablaban del asunto. Avanzaba con una velocidad que ni la propagación exponencial del virus tenía. Y no lo hacían como neófitos en el tema, todos se consideraban expertos. Debo aclarar que, para el caso del coronavirus, el panel popular no era tan frívolo como en otros casos. No citaban a brujos y pitonisas como su fuente de información. Se citaban entre ellos mismos o subían noticias que en la mayoría de los casos eran falsas y que, por supuesto, no aclaraban en qué consistía la pandemia. Todos tenían la solución para algo que desconocían y que no sabían de dónde provenía.

Una de las imágenes que con mayor frecuencia subió la raza, al menos en mis redes sociales, era la de una construcción derruida que, por la vestimenta de quienes estaban en la foto, parecía ser de un país árabe. El encabezado de la imagen decía “El Estado Islámico derrumba un hospital palestino destinado a atender enfermos de COVID-19”. ¿Neta? ¿Esos canijos son tan malos que piensan que destruyendo un hospital para enfermos del coronavirus van a triunfar? ¿Cuántos infectados habrá en Palestina que resulte estratégico para ISIS derrumbar un hospital de esos? Los múltiples comentarios de quienes veían —reitero el veían— la imagen, eran lapidarios contra esa organización.

Ignacio Zaragoza. Foto de Luis Rubén Rodríguez Zubieta
Ignacio Zaragoza. Foto de Luis Rubén Rodríguez Zubieta

Al leer la nota me di cuenta de que no tenía nada que ver con el encabezado. Lo que decía era que los malvadísimos de ISIS se habían robado de un hospital palestino medicamentos para curar el coronavirus. ¿En serio los palestinos ya habían encontrado la cura? Pues qué bueno que les tumbaron el hospital para que se les quite lo culeros. Pinches cura solos, pensé encabronado. Pero ya con más calma y sin angustia, escaneé la foto y resultó ser una imagen vieja de la guerra del Golfo Pérsico. ¡Ah, raza!

Por supuesto que los expertos populares se polarizaron. Había posturas intermedias, pero fueron opacadas por las extremas. De estas últimas, por un lado, estaban los que sostenían que no pasaba nada, que había que seguir con nuestra vida normal, que se morían más de otras enfermedades o por feminicidios que los que se iban a morir a causa del nuevo virus; y por el otro, los que pedían toque de queda y paralización completa.

Los expertos, del bando que fuera, para demostrar sus amplios conocimientos, compartían ligas de artículos o noticias sobre el tema o citaban estudios científicos realizados en las universidades más prestigiosas del primer mundo que, por supuesto, no se habían realizado. Pero independientemente de las falsas fuentes era evidente que ni siquiera habían leído las cosas que compartían, ya que su contenido, en la mayoría de los casos, contradecía sus propios argumentos. De todos los rumores o chismes que se publicaban, nada se verificaba, sólo había apología o vituperio.

Eso confirma mi otra teoría de que cualquier texto que rebase el tamaño de un renglón solo lo leerá un porcentaje de la población que está muy por debajo de los que se van a morir —espero no estar entre ellos— como resultado de la pandemia.

Abrumado con tanta fantasía llegó la madrugada del siguiente lunes. Como el patrón de consumo en nuestra casa se había alterado debido a la pandemia, ya tenía dos bolsas de basura reciclable para mi amigo el pepenador. Escuché el sonido del carrito y rápido salí a entregarle las bolsas. No venía solo, lo acompañaban sus tres hijos, ninguno de ellos se protegía con cubreboca ni guantes. Hasta ese momento seguía sin tener información suficiente y confiable que me permitiera explicarle el asunto del virus.

—¿Cómo te ha ido? —le pregunté.

—Muy bien, jefe, traigo a mis chavalos para que me ayuden porque no me la acabo.

—¿Qué es lo que más recoges?

—Botes de cheve, jefe, un chingo de botes.

Le entregué las bolsas. Platicamos de distintos asuntos y me despedí sin tocar el tema del coronavirus. Yo continuaba sin saber prácticamente nada y no me quería exponer de nuevo al ridículo. Regresé a mi departamento y decidí continuar con mis pesquisas. Para el próximo lunes ya le voy a poder explicar bien, pensé. Pero también me pregunté ¿le interesará?


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