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Caminos foto de Óscar Alarcón
Caminos foto de Óscar Alarcón

 

Por Iván Gómez (@sanchessinz)

 

A Óscar.

 

Conocí a una chica que iba a una clínica del IMSS a escribir porque sólo ahí lograba concentrarse como en ningún otro sitio. Al paso del tiempo las asistentes de los consultorios y varios intendentes comenzaron a distinguirla con el mote de “La escritora”.

-¡Escritora! Creíamos que no vendrías hoy, ¡si se está cayendo el cielo!, te pasas, ¿cómo le hiciste para no mojarte?

Sus historias, como es de suponerse, eran de lo más tristes y decadentes (emocionalmente hablando, en cuanto a trama y estructura eran perfectas). No había en sus líneas espacio para respirar, y sus lectores del portal web en el que publicaba sabían que su sus textos comenzaban con algo como: “Don Helario ya no llevó sus muestras de orina a los laboratorios por la vergüenza de la sangre filtrada”, terminarían el texto sollozando, la piel chinita, el alma alicaída y el resto del día cobraría un matiz mortecino. Así de contundente era. Quienes la conocemos la admiramos férreamente, incluso cuando dejó de escribir.

 

Una primera impresión con base en lo que he contado podría pintarla como una abusadora carente de moral. No es así. Jamás fue a la clínica para contar las intimidades de los pacientes, nunca trató de averiguar un solo nombre ni revisó los historiales clínicos con las administrativas, ella sólo descifraba los rostros de congoja, frustración, hartazgo, desilusión, insatisfacción o cansancio que reflejaban los pacientes. Tenía que adentrarse en el germen de la tristeza para elaborar –cosas igual de tristes que era al mismo tiempo- obras de arte de resplandor efímero.

Debo insistir en mis descripciones: con tan solo 27 años prometía demasiado. Es cierto, aún no publicaba libro, sin embargo se encontraba recopilando varios de sus relatos mejor logrados, para enviarlos a la editorial Castañeda, con cuya directora ya estaba apalabrada.

Hasta ahí acaba lo bueno, porque un día, literalmente de la noche a la mañana, dejó de escribir y se buscó un empleo de medio tiempo que la mantuviera ocupada sólo hasta que encontrara algo acorde a su profesión. Y de paso caímos en cuenta de que vivía exclusivamente de los ingresos que le dejaba el portal y la renta de uno de los dos departamentos herencia de sus padres. El otro, ella lo habitaba.

El trabajo era un asco, se volvió ejecutiva de ventas telefónicas, y además de pasar las horas en un cubículo tenía que soportar las voces del resto de empleados. Nunca he presenciado un cambio más radical que el suyo.

 

La conocí en un taller de ficción organizado por la Secretaria de Cultura. Aun sin haber publicado algo perdurable (es decir, que se pudiera distribuir durante más tiempo que el día de la publicación) los organizadores del taller confiaron en ella. O esa es la versión que conocía.

No puedo decir que nos volvimos amigos al momento. Se acercó a mí después de la primera vez que leí en el taller, para intercambiar números. Y al poco tiempo me jaló al sitio. Después de agradecérselo, ella, un poco seria, me pidió que sólo esa vez lo hiciera.

Cuando me enteré de su nueva vida le escribí para tomarnos un café, me invitó a su casa.

Lancé la pregunta casi de inmediato:

-Me contaron lo de tu nuevo empleo… ¿Por qué dejaste de publicar? –no sé si existía la confianza necesaria para arrojarme tan así al tema. Me contestó con el rostro más sincerado.

-Escribir no es lo que parece, Carlos. Tú eres muy joven, un prodigio por tu edad, y el mundo puede no parecerte tan mañoso como en realidad es.

 

Tal vez no lo dije bien, escribir es maravilloso, lo que es un asco es publicar, para eso no se necesita talento, ese le sobra a todos, se necesitan buenos amigos, o un montón de suerte… o pagar caro los favores. Fue a la cocina por los cafés, su mesa de centro estaba llena de libros, había una pila con ejemplares envueltos en plástico y los demás (3 o 4) eran de libros evidentemente usados, todo parecía indicar que seguía leyendo vorazmente. Los escritores tenemos… tienen un ego por alimentar: yo sé que mis textos eran buenos. Soy muy crítica, no publicaba ni la mitad de lo que escribía. Aun así, ¿sabes cómo entré al portal?: cogiendo con el director, me había dicho que mis textos eran buenísimos, pero que desafortunadamente había una cuota por cubrir, tú no lo conoces tan bien, ¡es un cerdo! Órale va, dije, porque tenía la idea de que podía cambiar al mundo con la escritura. Yendo al hospital reafirmaba mi idea.

Y luego con el libro… El director, que es su amigo, me contactó con la directora de la editorial, no vayas a pensar que por buena gente, uno, me costó otra cogida con él, y dos, la directora me dijo que no me pagaría, “Es cierto, nosotros pagamos bien… a los que firman contrato y tienen varios libros publicados con nosotros, lo tuyo es una novatada, cuando me taigas el tercero hablamos”.

Ya supondrás como me fue con lo del gobierno.

Por eso te pedí que no hicieras ningún comentario cuando te metí al portal, los favores no se cobran, Carlos. Y mira, no he dejado de creer que con la literatura se puede cambiar al mundo, pero mientras eso no pase, este mundo, en todos lados, es un asco. Lograr algo en la literatura, lograr ser leída y entonces sí aspirar a cambiar un poco al mundo representa una carnicería, una carrera de resistencia, y yo no la aguanté. Te decía, escribir es maravilloso, publicar, no. Y me pone triste aceptar que mi decepción editorial influyó en mi escritura: ya no quiero escribir, ¡ya no puedo!

 

En sus ojos había fatiga, no era su voz, hablaba como si recobrara algo que extravió intencionalmente, su dignidad, pienso yo. Como lo dije, aun después de que dejara de escribir la seguimos admirando. Por lo menos yo sí.

No sé para que sirva esto, lo mejor será guardarlo hasta olvidarme de su existencia.

Quizá lo escribí para ignorar la pila de textos que debo corregir, no míos: llevo varias semanas editando lo ajeno, desde que el director me llamó diciéndome que nunca me cobró mi ingreso al portal, “aunque se ganan su ingreso, hay una cuota, tu entiendes, ¿no?”, y me dijo que me haría su editor (sin pago extra, claro) en lo que contrata a alguien que supla la vacante que dejó el que renunció.

Cuando la vi, no quise comentárselo.

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