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Por Edgard Cardoza Bravo

Ciudad de México, 6 de septiembre de 2022 [00:01 GMT-5] (Neotraba)

Yo vi a las mejores mentes de mi generación

Allen Ginsberg

Yo vi a las mejores hembras de mi degeneración pasar frente a mis armas erectas de tono sicalíptico.

Recuerdo que la minifalda era asunto prohibido y hacía calificar a las mujeres embozadas en jabón 'Rosa Venus' en poco menos que putas de crujía.

Eran las seis en punto de la tarde y ya mis fondos de estudiante clasemediero agonizaban.

Fue así que tuve que empeñar un reloj marca patito con el truhán de la barra tras haberlo enrollado en el ardid de que la prenda era un costoso temporizador / herencia de familia del que había sólo tres en el mundo y que en cuanto llegara a mi mansión regresaría ipso facto con las bolsas repletas de dinero.

O era ciego el cabrón o era pendejo porque el caso es que aceptó sin chistar tamaña paparrucha y me soltó dos pomos de Bacardí con su agua hielos y diabéticos refrescos más una sonrisa seductora que al instante reveló que el tipo gustaba en lo íntimo del morder de las almohadas y su consecuente frijoleo.

La chiquilla en cuestión –lo acabo de decir– practicaba la ñonga en una suerte de deporte a cual más de riesgo inciso con la salvedad única de que era necesario hacerlo con condón porque si no el trueque amenazaba romperse en llanto de chamaco después de nueve meses a menos que quisiera meter a mi álgida morada su portentosa anatomía que para entonces tendría ya su pálido muñeco.

Okey muchacha –dije– no te me pongas cuero que para eso hay coyundas en la peletería.

No existía el 'tatuaje femenino' en esos tiempos la mar de sonrojados.

La insolencia más pútrida de las damas de aquellos cascajales era meterse a una estética unisex y hacerse el permanente para no tener que peinarse a todas horas y mi chica era una de tales rebeldes consumadas enemigas del peine.

Y para no seguirlos cansando con mi envión José Vicente engendro de Allen Ginsberg les confesaré al fin después de tanto juego inútil que la tormenta me llevó con sus vientos de presagio a un sórdido rincón: 

y ahí me tienen encuerado envuelto en celofán de Bacardí como Joyce me trajo al mundo frente a mi dulcinea sin rebozo en aquel lugar de la mancha urbana de cuyo nombre hoy me acuerdo tan bien: con pelos de ángel: 

mi damisela señoras y señores de amplísimo fraseo ya para qué les cuento: traía un paquetazo de yuca ribereña que cualquier pornógrafo adyacente habría demandado. 

En la huida recuerdo que la espadeante reina con voz ya nada dulce –tipluda por la hormona– ansiosa me gritaba: “¡no seas tan fijadooooooo!”.

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