Esta noche no hay aplausos
Pensamientos de diván | Si bien no desconocemos lo efímero de la existencia, siempre conviene preguntarnos la causa de nuestras motivaciones.
Pensamientos de diván | Si bien no desconocemos lo efímero de la existencia, siempre conviene preguntarnos la causa de nuestras motivaciones.
Por Juan Jesús Jiménez
Puebla, México, 03 de mayo de 2021 [00:01 GMT-5] (Neotraba)
A veces nos damos cuenta que la cultura pop nos engaña. Donde al final de un día largo no hay música para amenizar nuestro descanso ni un giro benevolente que nos reconforte; al filo de la noche, sólo nos vemos a nosotros en el espejo, cansados, solos y con un ruido blanco a través de los oídos.
Y antes de avanzar, quiero que pase a mi habitación. Cuidado de no tropezar con mis papeles ni los montones de vasos que se niegan a desprenderse del suelo. Quiero que escuche las cosas que pasan en la noche, con algunos perros a la distancia, mientras el reloj marca con sus campanas una canción de cuaresma.
Pocas veces lo notamos –a no ser que sufra de insomnio– pero el estrés cotidiano de la ciudad transmuta con el paso del cielo nocturno, a un temor y ansiedad de situaciones silenciosas de las que no sabemos nada. Guardadas, claro, desde la inquietud de los seres que trasnochan hasta quedar petrificados por el sol de la mañana.
Esta incomodidad, escondida en nuestras almohadas y tal como el insecto que describió Quiroga entre almohadones de plumas, nos drena la vida mientras nos cepillamos los dientes frente al espejo, molestos por el sonido que no cede en nuestros oídos. Quizá producto de la soledad, quizá como un augurio de pesadillas al cerrar los ojos.
Aunque hemos hablado de la soledad en esta columna, no pude hablar de la incomodidad del silencio blanco –de la estática, como la nombré por primera vez hace más de un año fuera de las columnas– y de sus razones de invadirnos mientras intentamos dormir.
He de pedirle que, si se siente mal, desista de leer esta columna. Soy consciente de que muchos de mis pensamientos pueden ser producto de la niebla cognitiva de es ser adolescente. Además, no tengo control de hasta qué punto tomará mis palabras como una verdad o como lo que son, pensamientos disueltos en el lenguaje como tónico para dormir. Por lo cual, repito: si no se siente bien o está pasando por algo muy difícil, desista de leer esta columna.
Dicho esto, se debe dejar algo en claro, la trascendencia es finita. Ni yo, ni nadie que se considere importante por la sociedad actual, importará dentro de dos millones de años porque, al igual que nosotros, la memoria humana es tan corta como el olvido. Es casi innegable que nos incomoda a quienes estudiamos materias afines a las humanidades, e incluso diría que es una incomodidad general –sólo que se esconde entre los actos longevos que podemos ver.
Es natural diría yo, que el ser humano busque su trascendencia memorial en algún acto, obra, descubrimiento, suceso, etc. Es grato que sea así, puesto que de esa forma podemos conservar aspectos muy bellos de la humanidad, pero limitante en lo que compete a lo que uno puede experimentar en su curiosidad por el entorno que lo rodea.
Al final de todo, cuando este universo nos termine por devorar o salgamos mal librados de un juego cósmico como los que habitúan las estrellas, la humanidad no será más que el ruido blanco de alguna raza alienígena que cepille sus dientes –si es que los tienen. Entonces, ¿qué sentido tiene vivir si no es trascender? No creo que podamos contestarlo nunca, o tal vez ya hicimos pero que nos dio miedo reconocerlo. Ninguno.
No hay mejor momento para reconocerlo que ahora, parece ser que nos vendemos por algo de atención ajena en una red social, por algo de dinero o por el mero sentimiento de formar parte de algo, y evitar con todo ese ruido el sonido blanco al dormir.
No hay una razón más allá de la acción y movimiento en sí mismo. No hay más razones que las explicaciones que nosotros mismos nos dimos a lo largo de la historia y que extendemos entre culturas dispersas en todo el mundo, que sin embargo parten de la misma incomodidad, de buscar algún sentido en su existencia fuera de los juegos impredecibles de una vida.
Pienso en ese momento como el inicio de la historia humana. En ese instante donde un ser consciente de sí pone en su boca el lenguaje o en sus manos la sangre de un animal e imagina los millones de historias que, hasta ese momento, eran silencio del pasado –muy parecido a la transmutación del estrés mencionada al principio– y que las comparte con otros buscando un significado a los pensamientos que hiló pero no posee.
De este evento se desprende un infinito proceso de reconocimiento y simultáneo desconocimiento de conceptos que pudiese nombrar u odiar, dándose identidad junto a unos pocos miembros de su grupo social. Esto se extiende por mera asimilación o supervivencia hasta que de esas similitudes se conjugan en una patria, hasta que el poder envenena las mentes de los homínidos y transforma herramientas en armas, alimento en suministro y la paz en la guerra. Le aseguro que ninguno de los quienes ostentaron el poder en sus manos, pudo saber que miles de años en el futuro, un pseudo-escritor les aporrearía con letras y pisaría sus cabezas al escribir: vaya bola de tarados.
No hay razón para nada. No hay recompensas. No.
Lo interesante, como siempre, viene en los giros que podamos darle a lo conocido. O en este caso, a lo incómodo. A sabiendas de que nada es trascendente, algo parece desprenderse de nosotros y hacernos volar un poco al caminar: libertad.
Hay un falso haiku de una serie que lo ejemplifica –si tiene tiempo, debería verlo en algún momento–, cuando la protagonista, Korra, enfrenta a un anarquista radical cuyo mantra de vida se reduce al:
Deja tu atadura terrenal. Entra al vacío. Carente. Conviértete en el viento.
Saber que no significamos nada es parte de convertirse en el viento. Porque, desde nuestra perspectiva tan pequeña, al universo no le importa si yo escribo una columna, una reseña o poesía mala. Soy libre de hacer de mi lenguaje lo que yo quiera, incluyendo sus consecuencias. Y es la relación que desarolle o asimile con mis semejantes la que distingue mi trabajo de cualquier atribución miscelánea.
Así es como cualquiera hace algo, creo, sin interés de nada y por la mera acción. Al menos así debería ser: como tratamiento ante ese ruido blanco al vernos al espejo, para no escucharlo más sin necesidad de esconderlo entre aceptación social o una razón específica de existir. Escribir una columna, mirarse de reojo en la pantalla y decirse a uno mismo al terminar de escribir: esta noche no hay aplausos.