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Por Judith Castañeda Suarí

Puebla, México, 06 de noviembre de 2021 [00:20 GMT-5] (Neotraba)

De un solo golpe, la emergencia mundial causada por el COVID-19 nos hundió en un tiempo extraño: las horas, los días y semanas se van sucediendo no a través de un girar de manecillas o del avance de la numeración en el reloj instalado en los dispositivos móviles; en cambio, transcurren por medio de actos o de eventos: si el camión de la basura recorre nuestra colonia, es martes, jueves o sábado; si llega hasta las llaves el agua que se distribuye desde los servicios públicos, es lunes o viernes. Las horas de sueño tampoco son un indicador: puedes dormir por la tarde o tener los ojos abiertos debido al insomnio hasta bien entrada la madrugada; también es posible que no exista un respeto para las jornadas laborales, ahora en línea.

Al formar parte de la actividad humana, el quehacer literario en sus diferentes aspectos se ha visto afectado, de la misma forma, por la situación imperante, y la escritura de la pandemia, con seguridad, podrá reconocerse no sólo por la fecha en la hoja legal, sino por el aislamiento de los personajes, por ambientes distópicos o de ciencia ficción, automatizados enteramente o bien inmersos en una involución que podría asemejarlos a épocas anteriores a la máquina de vapor.

Reconstrucción, novela de Alejandro Badillo (Ciudad de México, 1977), pertenece a este abanico de temas. De su pluma salta un aislamiento sin explicaciones, o eso parece, entregado al lector por medio de la mirada de un personaje-narrador que, desde la primera persona, nos adentra en una ciudad amurallada. “Desde hacía tiempo había visto la muralla. A lo lejos se puede ver su figura asomándose entre un par de cerros”, son las frases con las cuales inicia el libro publicado por Ediciones de Educación y Cultura en su colección Íntimos, y a partir de este punto acompañamos a dicho narrador a una búsqueda, a una investigación que implica recorridos, lecturas, la escritura, al principio, en una computadora portátil que está fuera de lugar en ese sitio donde falla la electricidad buena parte de cada día y no existen ni bibliotecas ni escuelas ni librerías para recopilar información.

¿Quién es él, por qué lo vemos tan interesado en la historia de ese lugar? Si desde las primeras páginas no son claros los motivos de este narrador, tampoco lo es su identidad: a las preguntas del dueño del hotel al que llega a hospedarse, sobre si es periodista y de dónde viene, él contesta con un “No”, con un “sólo quiero recorrer el país”, cerrando cualquier posibilidad de comunicación para, en seguida, ver cómo escriben su nombre en un libro de registro vacío, recibir dos llaves, la de su habitación y la principal, y centrarse en su actividad.

Son varios los documentos que recopila a lo largo de Reconstrucción. Dos revistas; la primera, sin portada, contiene un texto con la descripción de varios pájaros –el pinzón, la golondrina común y el colibrí Lucifer, especies endémicas en la zona–; la segunda, que tiene la cubierta comida por el moho, está en la recepción del hotel, debajo de un archivero de cartón, y en sus interiores hay anuncios de ropa, de electrodomésticos, además de un artículo titulado “Consejos para no aburrirte en invierno”. Al notar en él un aire de extranjero, el empleado de una carpintería le entrega una libreta roja, donde con una caligrafía redonda y apretada, se describe la muralla que el autor planta en el libro desde la primera frase, haciéndose, también, mención a un río que corre paralelo a la ciudad. Después, en compañía de la hija del dueño del hotel, Lucrecia, descubrirá un conjunto de fotografías en una bodega, de las que la misma joven conserva algunas en un cobertizo, dentro de una caja de metal, como si se tratara de un tesoro.

Lucrecia, como el hombre de la carpintería, se ven atraídos por el narrador gracias a su calidad de extraño. Bajo este supuesto es comprensible que la joven acepte acompañarlo en un viaje hacia el sur, así, sin más, aunque, aventura él, quizás había intentado viajar antes, sin llegar muy lejos.

Ella no le explicará nada a su padre acerca de ese viaje. Por otro lado, vemos un suicidio, acontecimiento importante que el narrador presencia en su primera semana de estancia en el país. Se trata de una mujer mayor, de gabardina roja, que se dispara detrás de la oreja derecha con un revólver. Al escuchar ese estruendo, un peatón se acerca a revisar a la suicida antes que los vecinos hagan lo propio y uno de ellos esculque su bolsa para buscar una identificación, para extraer un monedero. Después, cuando alguien localiza las llaves, tres hombres devuelven el cadáver a la casa de donde el narrador la vio salir antes. “Todo parecía una coreografía repetida demasiadas veces”, nos dice ese testigo extranjero desde fuera de ese tiempo, observación aplicable asimismo al actuar de los escasos pobladores al interior de la muralla. Se trata de algo mecánico, rutinario, acudir a un empleo que sigue en marcha sólo por inercia, esperar el regreso de alguien que desapareció sin decir adiós o suicidarse a causa del aburrimiento. También lo es emprender una investigación, como la que confiesa haber hecho Lucrecia –“Te voy a contar un secreto […] Me gusta recolectar papeles e información, como a ti”–, o como la que motiva al narrador a hospedarse en el hotel y recorrer esa zona rodeada por una muralla.

Sin embargo, podría haber un origen para estos actos, inexplicables a ojos del lector de Reconstrucción. El encierro, ese que ha trastocado la cotidianidad en el planeta entero. Fuera de las páginas del libro, lo sabemos al vivirlo, es imperativo lavarse las manos casi a cada momento, cubrirse el rostro con cubrebocas y caretas, con lentes de protección, abstenerse de asistir a lugares donde no es necesaria nuestra presencia; algunos trabajan a distancia, estudian, si tienen los medios, con los ojos metidos en un monitor buena parte del día. Al interior de la novela se vive una especie de inmovilidad, una rutina sin objetivos, un actuar en círculos, porque sí. Desde este punto de vista, el lector puede aventurar un antes de los acontecimientos que Reconstrucción va entregándole, e imaginar al narrador como alguien encerrado en su casa, en un departamento, que un día sale a recopilar datos.

Por otro lado, haciendo uso de una escritura descriptiva, llena también de las preguntas que el viaje suscita en el narrador. Alejandro Badillo plasma en su libro cierto ambiente antiguo, imposible de situar en los calendarios, sin embargo familiar para el lector, pues en él conviven elementos como revistas, libretas, empleos donde se lleva un registro escrito de puño y letra, con la computadora que lleva consigo el narrador para registrar sus investigaciones, aparato que, a raíz de las fallas en el servicio de electricidad, quedará inservible, recurriendo su dueño a la escritura manual aunque, debido a no practicarla con frecuencia, ésta se vea rebasada por pensamientos. Bestias apretujadas y ansiosas por encontrar un lugar en esa maraña. Asimismo, en lucha por un espacio sobre el papel.

Así, el personaje de Reconstrucción regresará a la tinta, a unas hojas amarillas, dejando apagada esa computadora ya inútil. Así va a registrar, con una letra al principio temblorosa, los acontecimientos que irán suscitándose durante su marcha hacia el sur, en compañía de Lucrecia.

El trayecto, a pie, inicia con el desinterés del padre de la joven, con la abulia de la que habla el dueño original de la libreta roja, quien confía al papel sus observaciones: los habitantes de esa región sufren ese desánimo al llegar a los cuarenta años de edad, y quienes lo sobreviven se refugian en actividades cotidianas, como preparar la comida o trabajar en los sembradíos. En el caso del padre de Lucrecia, desinterés y abulia se externan con la realización de una rutina consistente en escuchar la Mazurka número 17 de Chopin, pieza para piano que inunda el hotel mañanas y tardes. El hombre no saldrá a despedir a su hija y a su inquilino ni ha de preocuparse por un regreso, por un probable itinerario. Quizá ni siquiera repare en su ausencia sino hasta pasado algún tiempo.

Alejandro narra, detalle a detalle, una caminata que toca la última calle de la ciudad, perteneciente a un fraccionamiento en otros tiempos lujoso, y una mole de concreto junto a la cual se distinguen unas poleas gigantescas, bombas semejantes a martillos; “Son las máquinas que generan electricidad. Han hecho grandes esfuerzos para que se mantengan funcionando”, informa Lucrecia a su acompañante. Después viene el bosque. En ese territorio va a continuar la investigación que iniciara en los alrededores del hotel, en la bodega de las fotografías, en una casa abandonada, donde el personaje entra sin contratiempos, a causa de la carcoma en la puerta, y encuentra al interior de una vitrina una pequeña grabadora con un casete.

La grabación que ese aparato entrega, transcrita después por el narrador, es la de una voz de mujer que narra su soledad, el abandono de un hijo mayor, una rutina consistente en hacer las compras, en acudir a un empleo donde atiende escasísimas llamadas de emergencia y mata el tiempo limándose las uñas o mirando por la ventana. Lo anterior parece el eco de las confidencias de una segunda mujer, habitante de una cabaña en el bosque, hasta donde llegan Lucrecia y el narrador. Ella les ofrece pasar, “Se fueron todos”, responde a la joven, quien le dice que vienen del norte a fin de iniciar una conversación.

En las palabras de esa mujer entrecana se repite y amplía lo sucedido a lo largo de la novela, se enfatiza la atmósfera: el abandono por parte de familiares, quienes desaparecen sin explicación, originándose supuestos acerca de una huida con alguien más, por ejemplo, hecho imposible de confirmar pues es “difícil ir muy lejos”; encontramos también el desgano de los que se quedan, sus actos inútiles, como organizar pocas y breves expediciones de búsqueda o mirar el suelo intentando encontrar las huellas del padre ido, el tratar de “reorganizar sus vidas” a la espera de un retorno que no sucede, la opción de permanecer en casa, “esperando que alguien entrara para llevarte”.

En cuanto a la atmósfera, con estas pinceladas Alejandro Badillo completa un lugar cercano, como ya se mencionó, pues seguro sus lectores sabemos de zonas donde los ríos arrastran basura y trozos de plástico, sentenciadas a la precariedad por la deficiencia de sus servicios esenciales. Y si en dicha geografía creemos encontrar una especie de normalidad, el autor coloca algunos toques de extrañeza: un rey, habitante de un palacio desvencijado que ve en las regiones del norte un yermo donde sólo hay tumbas, un cadáver que surca el río, tea cuyas ropas sirven de combustible a las llamas que lo envuelven, cual si se tratara de un ritual milenario.

La abulia que menciona el dueño original de la libreta roja podría explicar el hecho de que quienes aún habitan la ciudad y el caserío del bosque no abandonen dichos lugares, así como su falta de interés en saber qué se extiende más allá de una barrera tan simple como un muro, pues sin importar que parezca “con la fortaleza necesaria para mantenerse en pie durante muchos siglos”, como lo describe el autor, podría salvarse sólo subiendo a una escalera y pasando al otro lado.

Otro mundo existe lejos de esa frontera alta, de un metro de ancho, compuesta por piedras y ladrillos desordenados, un territorio ajeno a la escasa electricidad, a los apagones, a los servicios de salud donde al paciente se le entrega un “no hay nada que hacer” antes de que el hospital se quede sin medicamentos. Dicho lugar es también extraño al cielo permanentemente nuboso, a alguna lluvia infinita de donde nace no la fecundidad sino la devastación, las cosechas perdidas. Alejandro lo esboza y, al mismo tiempo, siembra un dejo amargo, una duda: ¿qué tan profundo puede hacerse un encierro, sin importar si su origen es la abulia o una pandemia? Esa burbuja podría tornarse sólida, opaca, y cubrir por entero una salida que se encuentra al alcance de la mano, con sólo dar un paso más.


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